La pandilla de la sirena

Ese es el título de mi más querido cuento. En el año 2001 el taller de memoria de ex-presas políticas uruguayas Memoria para armar abrió una convocatoria para relatos de mujeres que recordaran los tiempos de la dictadura. Yo era una niña durante la dictadura, pero quise participar, y no me faltaba memoria de la que echar mano, ni leyendas urbanas manejadas por gente conocida. Con esas herramientas escribí La pandilla de la sirena, que fue seleccionado para el segundo libro de Memoria para armar, dedicado a relatos que involucraran de alguna manera niños. Hay relatos de mujeres que eran niñas, adolescentes, madres y abuelas durante esos 12 años oscuros. Uno de esos es el mío, lo cual me llena de orgullo. Incluso nuestra Lucía Topolansky escribió en ese libro. Fue mi primera publicación, y eso le da un aura especial, además de que viene impregnado de recuerdos de mi niñez en el Cerro, mis clases de cerámica, mi vecina-niñera-profesora que me fue arrebatada muy temprano, y algunos juegos de palabras y de la imaginación que le robé a mi amigo Nelson Balbela, de quien he tomado la inspiración para que la sirena constituyera el foco principal del cuento. El resultado, ustedes dirán, pero para mí es una dulce manera, dentro de todo, de referirnos a un período oscuro de nuestra historia. Aquí va.

LA PANDILLA DE LA SIRENA 

Por Helena Modzelewski, en Memoria para armar 2, ¿Quién se portó mal?, Montevideo, Editorial Senda, 2002 

En abril de 1974 empecé a aprender cerámica en el taller de “La ñata”. Yo tenía cinco años recién cumplidos, ya me estaba volviendo insoportable para mi mamá, que no sabía qué hacer ante mis constantes demandas de atención y diversión, y “La ñata” vivía y trabajaba en su taller de cerámica en la casa de al lado, una casa de ladrillos rojos frente al colegio de monjas de la calle Bogotá, a un par de cuadras de la playa.  Era en la Villa del Cerro, donde la gente se arraiga desde los tiempos de los frigoríficos y las permanentes nuevas generaciones se conocen desde el nacimiento; las vecinas se hacen los mandados unas a las otras, y dejan a sus niños en la casa de al lado cuando tienen que salir. Tal vez una de las últimas comunidades de verdad que aún quedan en la ciudad de Montevideo.
Mi mamá trabajaba en aquel entonces hasta las siete de la tarde, entonces “La ñata” me iba a buscar a la escuela, y yo la traía casi corriendo, tironeándole de la manga para llegar a tiempo para el comienzo de Pibelandia. Ella me daba la leche en su comedor diario y yo me sentaba con los ojos fijos en la tele, y no conversábamos nada hasta que terminaban los dibujitos.
Ella era, a mis ojos de niña, un poco vieja, aunque no tanto como mis abuelas; tenía el pelo muy negro, una nariz pequeñita de donde había tomado su apodo, y unas manos que acariciaban como las de mi mamá. Con esas manos me guiaba, cuando yo apagaba, saciada, la tele, hasta su taller de cerámica que era un enorme galpón en el fondo, para llegar al cual había que recorrer un caminito de piedra laja cercado de yuyos desprolijos. Ella vivía de eso; todos los días, a diferentes horas, señoras y niñas alborotaban el taller para aprender a modelar la arcilla de las formas que sus diferentes imaginaciones sugerían y que “La ñata” ayudaba a pulir. Juntas pintaban los variados seres que de aquel trabajo surgían, los ponían en un horno enorme y al cabo de un rato salían servilleteros, pisapapeles, miniaturas para la repisa, canastas para llenar de frutas, o simplemente muñecas para regalar. En una de las ocasiones en que estuve en el taller señalé inmediatamente después de entrar a una muñeca todavía en ciernes que estaba aparentemente toda sucia sobre la larguísima mesa de tabla sobre caballetes. Su cabeza llegaba a la altura de mis ojos, por lo que me pareció enorme, y todavía no tenía pelo ni rasgos, ni tampoco pies, ya que una especie de gruesa cola de novia prolongaba lo que parecía ser su pollera. Me cautivó su tamaño, sus movimientos ondulantes atrapados en la rigidez de la arcilla seca.
-¿Te gusta? Es de Nené, ¿vos la conocés a Nené, la que vive al lado del almacén, no? Es una sirena.
Yo no sabía lo que era una sirena. “La ñata” me habló de esos seres mitad mujer mitad pez que vivían en el fondo del mar. Quedé extasiada. Esa noche soñé con un estanque y un ser ondulante de largos cabellos rubios y sonrisa transparente, como una princesa, que  se alejaba de mí impulsándose delicadamente con su cola. Me obsesioné con ver terminada a la sirena de Nené, para poder copiarla y hacer una para mi cuarto. Tanto insistí, que mi mamá habló con “La ñata”, y dos sábados después comencé mis clases formales en el taller, donde yo era, desde luego, la mimada de todas las señoras cincuentonas y niñas preadolescentes que concurrían a mi turno. “La ñata” me enseñó a moldear la arcilla, y mi primera obra de arte fue un nido lleno de pollitos que todavía está en algún estante olvidado. Pero yo quería ver acabada la sirena. Casualmente, Nené se había tenido que operar, y hacía tres semanas que no venía. La sirena seguía todavía esbozada, sin rostro, sin pelo, sin la punta de su cola para poder nadar, pero los movimientos insinuados de sus brazos y cintura eran de una delicadeza de bailarina.

Una mañana, cuando todavía el sol no iluminaba por completo mi ventana, me desperté por un movimiento inusual en la casa. Con el pretexto de ir al baño, me puse las pantuflas y salí a investigar. Crucé el comedor francés, con su vitrina de espejos, y al acercarme al living me di cuenta de que mi mamá estaba con alguien sentada en el sofá. Mis chinelas eran blandas y podían pisar como un gato. Me escondí detrás de la puerta. La otra persona era “La ñata”. Estaba llorando.
-Pobre Hugo –decía “La ñata” –Nunca  estuvo en Buenos Aires, cómo se las irá a arreglar...
Hugo era el hijo de “La ñata”. Yo no lo conocía mucho, más que de lejos. Yo tenía sólo cinco años, y él , veinte.  Sabía que era muy bueno, sobre todo porque cuando me veía en el jardín del frente de mi casa, siempre me dejaba algún caramelo. Sabía que era muy estudioso; en casa era novedad frecuente que Hugo hubiera salvado un nuevo examen en la Facultad. Sabía que tenía el pelo negro y lacio, como “La ñata”, que era flaco y alto, y usaba  normalmente un blazer azul marino, que no se me olvidó jamás.
-Se escapó por un pelo –seguía diciendo “La ñata” -¿Escuchaste los golpes? Casi me tiran la puerta abajo. Venían a llevárselo. Vestidos de guerra, todos de verde camuflado. Yo les dije que ya no vivía conmigo, que no tenía idea. Me dieron vuelta la casa, destrozaron todo.  Como si fuera un criminal peligroso el Hugo, si no mataba una mosca, venirlo a buscar así, vestidos de guerra...
-¿Y pudiste ver en qué vinieron? Una chanchita... un ropero...[1] –preguntó mamá.
-No –respondió “La ñata”, sonándose la nariz -, me parece que no están usando las chanchitas y los roperos para llevarse a la gente, ahora venían con un camello, como cuando se llevaron a los primeros compañeros del Hugo, todos en camello... A las seis salía el “Vapor de la Carrera”, a las seis y media yo me estaba haciendo un mate y me pareció escuchar a la sirena, pero muy de lejos, y después, nada. Pero eran ellos, eran no más. Por un pelo  se escapó.
-¿Y venían con la sirena? ¿No se cuidan de llegar en silencio?
-Había mucho viento, la debe de haber traído el viento...
-El viento, sí, el viento...
Mi mamá la abrazaba, y “La ñata repetía: - Por un pelo se escapó el Hugo, por un pelo. Cómo se las arreglará en Buenos Aires...
Yo me quedé agazapada, esperando que se dijera más, pero sólo oí que mi mamá se ofrecía a hacer un té, y yo corrí de puntillas a meterme en la cama. Generalmente no me castigaban, pero no sabía por qué en ese momento sentía temblarme el pecho, como si me hubiera enterado de un secreto que podría dañarme. Tal vez eso era lo mismo que paralizaba a los mayores y sellaba sus labios. Ese mismo miedo.

Nunca más volví a oír hablar del asunto en mi casa, ni en el taller de “La ñata”. Seguramente se cuidaban de no mencionarlo en mi presencia. Tampoco en la escuela la maestra enseñó nunca que en una ciudad pudiera haber una invasión de sirenas que se llevaran a la gente. Ni en el informativo lo decían, porque mi abuelo siempre lo escuchaba, y si hubieran anunciado algo tan especial, me lo habría contado todo. El silencio rodeó de murallas mi imaginación, y al no animarme a escapar por medio de preguntas, mis fantasías se hicieron autárquicas, y creé un mundo de seres mitológicos que no entendía y me fascinaba. 

En el taller de cerámica, Nené no volvió para terminar la sirena, al menos por ese año. Y ante mi insistencia, “La ñata” la finalizó para mí. La trabajaba despacito, un día le pintaba las escamas verdes y doradas de la cola con un pincelito delicado, otro día le pegaba tiras de cabellos como fideos largos. En una ocasión me preguntó si yo quería pintarle la cara, pues ya estaba casi pronta.
-No –le contesté -, hacela vos, una cara bien de mala. Yo voy a hacer a su pandilla, para ponerlos todos juntos.
Modelé, como pude, con toda la destreza que mis dedos cortitos de uñas comidas me lo permitieron, un prisma, dos animalitos gordos y redondos, y un bicho enorme que quedó todo chueco pero con dos claras protuberancias en el lomo. Cuando la sirena estuvo lista, justo antes del baño anterior al horno, “La ñata” le amasó una base y yo coloqué mis creaciones rodeándola.  También le pedí que dibujara nubes en el piso.
“La ñata” se mostró muy interesada.
-Así que la pandilla de la sirena, ¿eh? ¿Y quiénes son? ¿Se puede saber?
-Es la pandilla roba-gente. Se visten como los soldados que van a la guerra, y se llevan a las  personas. La sirena es la jefa, y la ayudan las chanchitas con un ropero donde esconden a la gente, o a veces traen a un camello, como los de los Reyes Magos, y a los que atrapan se los llevan sentados en las jorobas. Viajan rapidísimo, muy pocos se pueden escapar de la pandilla de la sirena, porque los trae el viento.

Muchos años más tarde, mientras ordenaba mi cuarto, la pandilla de la sirena se me cayó de la repisa y se hizo añicos. Por suerte. Eso fue mucho tiempo después de enterarme de que los Reyes Magos eran los padres, lo cual fue un alivio, ya que no tuve que pelear más con mi mamá, que todos los años insistía en que debía dejarles agua y pasto, y yo me negaba rotundamente.

El Hugo vivió el resto de su vida en la Argentina. Supe que se recibió de médico, que formó una familia y que le iba bien. Del fallecimiento de su mamá, apenas unos meses después de su partida, sólo se enteró por la página necrológica de un diario montevideano que compraba en Buenos Aires. También él falleció, hace un par de años, antes de cumplir los cincuenta. Me consuela pensar que, seguramente, ya se habrán reencontrado.


[1] “Chanchita, ropero, camello”, palabras con las que se denominaban en el lenguaje coloquial a los medios de transporte de la represión.

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