2002: cuando los dioses conspiraron contra mí (particularmente, y ya verán por qué)

¿Recuerdan la crisis del 2002? 
El genio de Cucuzú en la murga La Bohemia en el Carnaval de 2005 lo expresaba muy bien: 
"Você, que estas fiestas comió pollo arrollado porque tenía en su casa un gallo con calambres... você está poseído!". 
Ese año mi hijo mayor dejó de hacer natación, que tanto le gustaba; en el Shopping había entradas para el cine infantil a 50 pesos y con el padre nos turnábamos para llevarlo: "la vez pasada (hace 5 meses) fui yo, hoy te toca a vos"; el chiquito que podría haber entrado al jardín de infantes se quedó todas las tardes con mi suegra; saltábamos la espinaca sin aceite, nos atrasábamos sistemáticamente en la cuota del Banco Hipotecario, el único banco que te lo permitía sin ahorcarte; descubrimos una tienda de ropa usada que vendía cosas bastante decorosas a vintenes; el semanario Brecha publicó como tapa la conocida imagen de Batlle y Ordóñez inmortalizada por el diario El Día, pero esta vez con piel oscura, motas y el encabezamiento decía: "Lo lograron: somos la Suiza de África"... No me quiero acordar (nadie se quiere acordar, me maté buscando en Google imágenes una reproducción de la célebre tapa de Brecha, pero no está por ningún lado!). 


No me quiero acordar... Pero cuando pensé en publicarles el cuento que inserto más abajo, no pude evitarlo, porque su anécdota viene de la mano de esa etapa oscura de nuestra sociedad. Allí surgieron la mayor parte de los indigentes, los limpiavidrios de las esquinas, fue cuando se nos vino abajo el sueño uruguayo, si es que existe algo así, aunque nosotros en eso cultural ni pensábamos, sólo pensábamos en no terminar de patitas en la calle...


Ese año, antes de que todo estallara con la suba del dólar de 17 a 30 pesos, mi amigo Esteban, en ese entonces estudiante avanzado de arquitectura, me llamó por teléfono para contarme del concurso de cuentos que "Arquitectura Rifa" había convocado para promocionar sus ventas. Se trataba de un concurso sobre memorias de viajes de estudiantes de la Facultad de Arquitectura pasados, desde el lejano 1945 en que se había estrenado la tradición. En la elaboración del cuento tenía que participar, por condición de las bases, un viajero, pero luego nada se decía sobre la participación de terceros... Esteban todavía no había hecho el viaje, pero tenía un amigo, Juan, que había viajado el año anterior, en el 2001, y estaba ávido de que alguien le diera una mano para la redacción de alguna anécdota. Esteban, mi querido Esteban padrino de mi hijo mayor bien sabía por la que estábamos pasando. El también, pero vivía con sus padres, trabajaba, y estudiaba en la Universidad de la República, gratuita, entonces entre los aportes de todos en su casa salían de paso. Yo tenía dos hijos en edad de crecimiento y estábamos pensando seriamente en emigrar... Digo esto porque Esteban me llamaba por dos razones principales: Juan y yo teníamos muchas chances de ganar, porque era un concurso cerrado y además porque el premio... el premio... el premio... eran 2500 dólares. Lo suficiente para dividirlo con Juan, pagar las cuotas del Banco Hipotecario que nos habían quedado colgadas, y comer varios meses... Sumado eso a que del concurso resultaría una publicación del primer premio más las menciones honoríficas, y yo, que nunca había publicado todavía, tendría mi primer lanzamiento a la "fama" ;-)... Y que en el jurado estaba nuestro reconocido escritor uruguayo Tomás de Mattos, lo cual legitimaba el fallo de una manera incalculable. No había nada que perder, y todo para ganar.


Entonces Esteban me presentó a Juan, con el que hicimos buenas migas desde un comienzo, y de entre la cantidad de cosas que me contó, salió el siguiente relato:

El agricultor

El agua me seguía quemando. Diego había entendido que después de un rato de sumergidos en la piscina termal, la piel se acostumbraba al calor. Pero yo seguía con los brazos, las piernas, el torso colorados, y habría ya abandonado el baño, si no fuera porque el hombre frente a nosotros seguía empeñado en hablarnos en el idioma de los sordomudos.
Tenía la sonrisa dulce, la reverencia fácil, una alegría contagiosa en sus ojos rasgados, como en general, todos los japoneses me parecieron tener. No podíamos salir corriendo de su lado, ni con el pretexto de que el agua quemaba. Sobre todo porque no habría habido forma de darle el pretexto. No nos entendía una sola palabra.
Habíamos llegado una hora atrás, y el hombre se nos había unido, con su cuerpo de formas redondeadas y abdomen prominente, y esa piel amarilla y brillante. Nuevamente se me dibujó en la memoria la imagen de mi sobrino, que seguía creciendo en su desenfrenada carrera hacia el primer año de vida sin que yo pudiera verlo. Apareció su figura en mi retina como misteriosamente me había pasado ya otras veces desde que habíamos llegado a Japón, y en ese momento, al poder ver el cuerpo completamente desnudo de este hombre, lo comprendí: las siluetas de los japoneses sugieren cuerpitos de bebés, pequeños, débiles y panzones.

A nosotros nos había gustado el lugar sobre todo porque significaba un descanso. Después de días de viajar de un lado al otro, luchar para hacernos entender a causa de carencias lingüísticas tanto de una u otra parte y movernos casi fastidiosamente siempre en grupos, que a veces se hacía lento y torpe, esta vez estábamos solos Diego y yo con nuestras respectivas parejas, Lucía y Susana, sin tener que correr para agarrar ningún tren, ni comprar nada en nuestro inglés precario y que nos contestaran en esa lengua de códigos impenetrables, ni soportar a las mujeres diciendo que les dolían los pies de tanto caminar además del peso de nuestras propias mochilas a nuestras espaldas, ni sacar fotos enardecidamente, ni vigilar la riñonera con los documentos y el dinero. Sobre todo porque habría sido imposible hacer cualquiera de esas cosas, ya que no teníamos puestos zapatos a los que echarles la culpa, ni mochilas, ni dinero, es que ni siquiera teníamos ropa encima. Estábamos en un spa perdido en el medio de Japón.

Una pared de juncos un poco más alta que nosotros mismos nos separaba de Lucía y Susana, que se encontraban en el área femenina. Las oíamos cuchichear, con ese murmullo de mujeres como palomas, alzándose de vez en cuando el tono de sus arrullos por alguna exclamación ahogada, seguramente respecto a la temperatura del agua. Yo sentía impulsos de llamarla, de reírme junto con Susana, y lo mismo le pasaría a Diego, por la dirección que tomaban sus miradas, pero la majestuosidad que imponía el silencio, sólo roto por algún pájaro y el viento en las plantas del jardín alrededor nuestro, no nos permitía hablar en voz alta.
No había sido fácil, sin embargo, llegar al relajamiento supuesto sin instrucciones. En el área de los hombres, había varias piscinitas de diferentes tamaños y temperaturas, unas bajo techo, otras a la intemperie, y en la que en ese momento nos disponíamos a entrar, el agua estaba tan caliente que, pasados veinte minutos, aún no lográbamos meter un pie entero.

Después de  un buen rato de dedicarnos a sumergir el dedo gordo e inevitablemente exclamar “uy” y “au”, caímos en la cuenta de lo ridículo de nuestra situación, y el pecho se nos llenó de pronto de mariposas que escaparon a borbotones en forma de carcajadas.

-¿Y si probamos la otra?

Junto a la piscina de nuestra tortura, había otra, tal vez más tibia. Metí una mano. Estaba helada. Nuevamente se nos descontrolaron las mariposas del estómago.
-¡Pero estos ponjas son increíbles, una hirviendo y otra congelada!-dijo Diego en un hilo de voz.
Al cabo de varios minutos de críticas susurradas y risas, se nos ocurrió que tal vez la intención era congelarse el cuerpo en la fría, para luego no notar lo caliente de la otra. Así lo hicimos. Chillando como dos niños, nos entregamos apretando los dientes al baño helado, para luego entrar en la piscina caliente. Era verdad, al entrar, apenas notábamos el ardor de la piel sometida al calor. Pero no duró mucho. Entonces repetimos la operación dos o tres veces más. Agua helada, agua hirviendo. Siempre exclamando por lo bajo improperios para los japoneses, entre risas desenfrenadas provocadas por este juego. Hasta que las extremidades nos quedaron hechas unas pasas de uva, y consideramos seriamente huir.
Fue ahí cuando llegó el hombre. Por la puerta abierta que daba al jardín lo vimos entrar a la misma edificación por la que habíamos accedido nosotros, completamente desnudo igual que nosotros, y nos dedicó un par de reverencias desde lejos antes de hacer nada. Luego se dirigió a la piscina que estaba bajo techo, que también nos había impresionado por su temperatura alta, tomó una manguerita del suelo, y durante un rato dejó verter dentro de la piscina el agua fría que de allí salía, mientras él se mojaba, sentado en una especie de palangana, en unas duchas que nos habían sorprendido porque estaban a dos palmos del suelo. En fin, un ritual que nos salteamos. Después corroboró la temperatura de la piscina con la mano varias veces, y cuando pareció satisfecho, entró en el agua cómodamente.
Diego y yo nos miramos. ¡Con razón! Como el agua estaba en constate circulación, a los pocos instantes el pedacito de agua que rodeaba al hombre se habría calentado nuevamente, pero él no lo habría notado de manera brusca, como nosotros. ¿Y eso de ducharse sentado? ¡Cómo nos habíamos reído al ver esas duchas por primera vez! A esa altura, sólo podían servir para lavarse una parte específica del cuerpo...
-¿Con que ese era el método? – dije en voz alta.
El hombre que evidentemente me escuchó, se dio vuelta y con su rostro iluminado de pronto por una sonrisa avasallante, inclinó la cabeza varias veces, como asintiendo. Minutos más tarde, se nos había unido en el jardín, y seguía sonriendo. Pero salían de su garganta unos sonidos guturales que parecían decir, “no le entiendo nada”.
-¿Iu, pikinglish? –dijo Diego.
El hombre se encogió de hombros, con una sonrisa aun más encantadora, y haciendo muchas más inclinaciones.
-...nou?
Más dientes se le veían, y más  reverencias.
-¿De qué se ríe si no entiende un carajo?
-Callate, tarado, que capaz algo capta.-lo rezongué –Mai fren an mi, uruguai, sudamérica. Iu, shapán? –le dije, complementando con mis manos como pude.
El hombre comenzó  a señalar la colina a la que Diego y yo dábamos la espalda. Nos dimos vuelta y vimos, tras la pared de juncos que cercaba el ámbito de la piscina, alzarse, imponente, una montaña. La verdad era que con nuestra concentración puesta en el trabajo que nos estaban dando las piscinas, no nos habíamos detenido a observar  el lugar.  Seguramente no estaría en el mapa si no fuera porque el tren hacía una parada en su estación. Pero el amigo de un amigo, que había viajado en la generación anterior, nos contó que podíamos encontrar estos baños relajantes en este pueblito, cuyo nombre había viajado conmigo garabateado en una servilleta de bar. Aparecía, como todos los parajes de su tipo en Japón, pequeño y tranquilo, suspendido en tiempos feudales, en medio de las ciudades gigantescas, esos cúmulos alucinantes de aglomeraciones con su fascinante contemporaneidad que surgían de pronto en el paisaje, como gigantes custodiando el horizonte. Este pueblo, sin embargo, sólo se encontraba al abrigo natural de unas colinas.  Habíamos descendido del tren no sólo por el spa, sino porque su aspecto diminuto de pueblo de muñecas nos había hechizado. Ante la vorágine de tecnología exacerbada, automóviles de última generación, trenes bala, intercomunicaciones sofisticadísimas, uno se pregunta cómo es posible que convivan con el país de señores feudales, mujeres campesinas de tristes vestidos color tierra y tradiciones antiquísimas en el que el arte japonés más difundido se inspira, Y al parar en aquella aldea, los cuatro sentimos que eso era lo que nos estaba faltando, meternos en el eslabón que cerraba la cadena curiosamente articulada entre las historias de samuráis y las urbes imponentes, caminar sus calles, respirar sus olores, penetrar su misterio –irónicamente, eso era lo que el pueblo representaba, un eslabón en la ferrovía entre dos colosos. Habíamos bajado del tren con el pretexto del spa, pero en el fondo, veníamos a presenciar un episodio de la historia de Japón que se hace patente a cada paso en su personalidad presente, pero de forma insinuada, escondiendo púdicamente su alma.
El hombre que se bañaba con nosotros evidentemente había seguido haciendo mil gestos mientras Diego y yo nos distrajimos mirando la montaña, porque al volverme pude atrapar la coda de un ademán seguido de una nueva reverencia. Yo fruncí el ceño, perplejo, y ante ese solo estímulo el hombre retomó la gesticulación exagerada, acompañada de los sonidos guturales en su lengua. De hecho, nos sirvió para admirar el paisaje. El hombre señalaba la tapia de juncos, el jardín japonés que nos rodeaba, con sus plantas verdes y las piedras y piedritas por donde resbalaba el agua. Lo descubríamos todo como por primera vez,  como si sus manos, apuntando a nuestro alrededor, descorriera un velo de delante de nuestros ojos.
Hacía también un gesto como si se zambullera fuera del cerco, al exterior de donde estábamos, tal vez a una callecita de tierra. Nosotros, que no queríamos luchar para entender y hacernos entender, como es el estigma de todo viaje por lugares exóticos, sólo le sonreíamos y asentíamos con la cabeza, y desviábamos la mirada. El hombre parecía entonces aplacarse, como nosotros miraba el agua. Pero cinco minutos más tarde, como si le hubieran dado cuerda, comenzaba otra vez con su gesticulación frenética, su sonrisa contagiosa y sus ruidos de gárgaras.
Tal vez no huimos de él por la misma razón por la que no habíamos podido resistirnos a bajar del tren: queríamos desentrañar los conocimientos que ese hombre llevaba consigo, ese estilo de vida suspendido en el tiempo, esas imágenes cotidianas que debían dibujarse en la retina de este hombre, que hablaban de ese Japón rural del que queríamos apoderarnos. Por eso no pudimos resistírnosle. Con nuestro mejor esfuerzo, empezamos a responderle, con mímicas y sonidos en español, inglés y onomatopeyas, apelando a lo más primitivo que había en nosotros, como cavernícolas dándose instrucciones sobre los lugares de mejor caza. A esa altura, ya era todo un desafío descubrir lo que el hombre nos decía.
Entonces se hizo más explícito, y para eso movía los brazos cerca de su cuerpo. Primero, los brazos semejaban una hamaca balanceando un bebé imaginario y enorme, luego crispaba los dedos y los enterraba en el agua, como un perro escarbando, escondiendo un hueso, luego esparcía un polvo imaginario a su alrededor, como alimentando aves, después, alzaba los brazos lo más alto que podía, y los seguía con los ojos, redondos, maravillados, como si descubriera un objeto hermoso. Entonces, volvían los brazos a descansar a los costados de su cuerpo, y nos miraba, expectante, anhelante de una respuesta.
Nosotros, perplejos.
Pero de repente, después de repetir el mismo ritual dos o tres veces, a Diego se le iluminaron los ojos: -Este tipo quiere decirnos que es agricultor, debe vivir ahí arriba, en la montaña, y debe de plantar cosas y vivir de eso. ¿Agricultur?- le preguntó directamente al hombre –¿iu guork in agricultur?
Pero el japonés continuaba gesticulando con alegría.
-Seguro –siguió diciéndome Diego -, prepara la tierra, cava –y acompañaba sus palabras con las mismas señas que el hombre había hecho-, disemina las semillas, y ve crecer las plantas. ¿Nou? –dijo, dirigiéndose a él.
Nuestro interlocutor pareció encenderse de alegría. Pareció, por primera vez,  realmente asentir con la cabeza, sonrió aún más ampliamente y volvió, a su vez, a repetir gesto por gesto, ademán por ademán.
-¿No te dije? Es agricultor.
En realidad, la seguridad que ponía Diego era muy dudosa. Nunca sabremos con exactitud lo que ese hombre quería decirnos. Podría ser verdad que trabajaba como agricultor, pero también todo podría haber sido el relato de un cuento tradicional de la zona –más tarde, ya en el tren, se me ocurrió que las gesticulaciones que hacía también podrían haberse aplicado al cuento que tanto me había gustado de niño, el de las habichuelas mágicas. Es decir, cualquier interpretación era posible.
Pero nos llevamos una agradable enseñanza, que en el tren seguía  manifestándose en la forma de una dulce efervescencia en el pecho: los seres humanos teníamos una chance. Porque todavía podíamos apelar a un lenguaje básico para llegar con un mensaje a alguien que vivía del otro lado del planeta. Porque tanto él como nosotros nos habíamos tomado el trabajo de tratar de que el otro entendiera durante tan largo rato. Y sobre todo, porque al fin y al cabo lo habíamos disfrutado.
Todo se reduce a la siguiente intuición: no había sustanciales diferencias entre nosotros y ese hombre de las antípodas, con quien no compartíamos ni una sola palabra. Ambos sabíamos sonreír para expresar simpatía, ambos nos mirábamos ceñudos para demostrar incomprensión. Y cuando hasta ahora veo la foto que con él me saqué al borde de la piscina, así como estábamos completamente desnudos, también pienso que ninguno de los dos teníamos nada para envidiarnos!
Tanto me gustó el relato, y tanto le entusiasmó a Juan, que le pusimos como seudónimo "Gardel y Le Pera", porque éramos un dúo, y porque teníamos la certeza de que éramos unos genios. Cuando me presenté, el último día una hora antes de que cerrara el llamado, recibí como número de referencia el 58. ¡Sólo 57 participantes se habían presentado antes que yo! Seguro que lo ganábamos. 


En los días en que se esperaba el fallo, el dólar subió inesperadamente de 17 a 30 pesos, lo cual provocó suicidios y hecatombe general. Durante la década de los 90 los uruguayos nos habíamos dedicado a comprar casas y autos en cuotas en dólares, y la gente veía cómo todo lo que habían alcanzado les era arrebatado. Nosotros no teníamos ni una cuenta en dólares. Por eso, egoístamente, lo primero que me dio por pensar fue que el premio se había prácticamente duplicado. No sólo podríamos pagar el Banco Hipotecario y comer por el resto del año, sino que incluso podríamos guardar para peores épocas. Contra la corriente de los sueños hechos añicos de mis compatriotas, mi ilusión crecía. Por eso fui castigada.


El día que el fallo fue publicado por Internet, de unos 70 presentados en total, había casi un 25% de una manera u otra reconocidos: un primer premio, 8 cuentos más que serían publicados en el libro, y 7 menciones de calidad. Juan y yo no estábamos en ningún puesto. Un tercio de los inexperientes escritores que en realidad soñaban con ser arquitectos y no narradores, habían sido reconocidos, y yo había quedado fuera por completo. Con uno de los cuentos que más me gustó en la vida. Decidí entonces abandonar. Nunca más escribiría, porque cualquiera que se lo propusiera podía ser mejor que yo, con o sin talento. Lo mío iba por otro lado. No voy a negar que estuve llorando por los rincones durante los dos días siguientes.


Hasta que el tercer día, como Jesucristo al resucitar, vino a verme Esteban. Traía un papelito para mí y una cara inexplicable. Me arrimó una silla. "Sentate, te tengo que decir algo". El papelito era una fotocopia del fallo redactado por el Jurado y avalado, entre otros, por Tomás de Mattos:
"Atendiendo al hecho de que las Bases señalan como criterio rector a la calidad literaria, se resuelve por unanimidad, aunque luego de un muy pormenorizado cambio de opiniones, dada la paridad de niveles de las cuatro obras preseleccionadas y de las disimilitudes de temas, estilos y enfoques generacionales, otorgar el Primer Premio al cuento El agricultor, de Gardel y Le Pera, por considerar que es un texto que, con un admirable despojamiento, sin perder el encanto y la verosimilitud de la mínima anécdota que narra, logra abrir una sugestiva parábola que, tomando como núcleo el choque de culturas, trasciende hacia una exaltación de la fraternidad del ser humano y de la siempre viable posibilidad del encuentro de personas separadas por múltiples barreras. Este relato se destaca como uno de los más amenos y sugestivos del conjunto."
¿Cómo??? Dirán ustedes. Pero el documento sigue:


"Se procede a la apertura del primer sobre con la identidad del autor, y se constata que el cuento "El agricultor" seudónimo Gardel y Le Pera no cumple con el artículo primero de las bases del Concurso, lo cual anula el fallo precedente en relación al Primer premio. Se resuelve convocar nuevamente al Jurado para otorgar el Primer premio a otro relato."
En el sobre, sin haber consultado a Esteban ni a Juan, yo misma había puesto con mi afán obsesivo en los detalles:
Relator oral: Juan Viñar 
Escritora: Helena Modzelewski
Las bases decían que el relato tenía que haber sido ESCRITO por al menos un viajero. Si sólo hubiera puesto "autores", habríamos ganado el premio, la publicación, la plata y la fama. 


Tal vez no me lo crean. Queda como mi leyenda urbana personal...



Comentarios

  1. Hele, ¡te felicito!! No necesitás que el jurado te otorgue el primer premio, a pesar de la ayuda económica que podría haber significado para vos en aquellos días. Es un placer leer tus cuentos porque manejás los detalles y la sintaxis de una manera atrapante para el lector; estoy segura que lo que me pasa a mí cuando leo tus obras, les pasa también a los demás.
    Siempre te afanás por plasmar en tus narraciones temas interesantísimos, como en tu libro "A imagen y semejanza", altamente recomendable. Es muy bueno leer, pero leer y disfrutar lo que uno lee, es más que bueno y evidentemente eso vos lo lográs.

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  2. Gracias, Lali!! Qué emoción recibir tu comentario!! Besos

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  3. Faaaaaaaaaaaaaaaaaaa
    te queres mataaaaar
    y bue....que va'cer!
    jajajaja

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