El reservista

El siguiente cuento fue el que dirigió mis intereses literarios hacia lo que hoy estoy abocada a hacer: el cuento o novela reportaje. También fue suscitado por la convocatoria del Taller ex-presas políticas uruguayas a conformar la base de relatos para lo que constituyó más tarde los tres libros de Memoria para armar. Este cuento no fue seleccionado para ninguno de los tres libros. Tal vez la temática era bastante repetida: la cárcel, la tortura. Yo le rescato las relaciones humanas, de más de un tipo, pero el jurado no tiene por qué haber visto lo mismo que yo. Y además, tal vez había otros cuentos que apuntaban a expresar lo mismo. Lo cierto es que tampoco me dolió demasiado que no hubiera salido seleccionado, porque yo ya había apostado todo mi esfuerzo y mi pasión a La pandilla de la sirena. Yo creo que el nacimiento de este relato tiene que ver con otra cosa. Algo que me estuvo destinado y que me fue dicho a través de este cuento.
Resultó que en el momento de la convocatoria Memoria para armar yo tenía una alumna de inglés veinte años mayor que yo que había estado presa y más tarde exiliada en la época de la dictadura. Cuando le conté que estaba escribiendo La pandilla de la sirena para la convocatoria, me comentó que le gustaría escribir su experiencia pero que no sabría cómo abordarla. Entonces yo me ofrecí a escucharla y escribir su historia. El resultado fue el que les invito a leer más abajo. La cuestión es que, cuando le dí a leer el trabajo terminado, se emocionó muchísimo y me dijo que yo podía con mis palabras darles voz a tantos que no la tienen: los marginados, las organizaciones que luchan por una causa justa y nadie los conoce ni escucha, las mujeres subyugadas por la discriminación de género, etc. Al igual que ella, que no había sabido contarlo pero estaba a punto de salir a la luz gracias a mis palabras, otros podrían hacerlo también.
Lo que María Luz (así se llamaba mi alumna) me dijo, me acompañó años, y cuando me encontré por la vida con mis travestis fueron sus palabras las que volvieron a resonar en mis oídos "Le podés dar voz a quienes no la tienen" y de allí surgió A su imagen y semejanza.
Aquí está,entonces, el cuento nunca bien ponderado, que me infectó de esta locura de contar cosas de otros... Lo transcribo en letra Courier para darme la ilusión de que vuelvo a escribirlo en el viejo Word de la 486...


El reservista


 “Ver, juzgar, actuar” era la consigna. Nos reuníamos en una iglesia, como todas las iglesias de Montevideo con su salón parroquial al costado, con salones amplios y altos como generalmente tienen las construcciones viejas, pintados de blanco y salpicados de cruces, imágenes de santos y afiches con caritas de niños sonrientes y mensajes de esperanza.  Éramos casi siempre el mismo grupito, los diez o doce poseídos por el Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación; todo lo veíamos a la luz de su fuerza convocadora. Con nuestros cuerpos y mentes incansables, que apenas habían atravesado dieciocho o veinte inviernos, contemplábamos el mundo, lo interpretábamos enfervorizados e intercambiábamos con los pechos encendidos nuestros sueños de lo que podía y debía llegar a ser la justicia social y la revolución. Ese era el espíritu que inflamaba todo a nuestro alrededor.
Era por el año 66, o tal vez el 67 o el 68, ya no me acuerdo exactamente las fechas. Congregados alrededor de las lecturas que tematizaban la emancipación del continente, además de los Evangelios, las charlas y las consignas, había entre nosotros estudiantes, militantes sindicalistas, reservistas que se ofrecían voluntariamente a las posibles misiones internacionales del ejército, e incluso policías. Pero, eso sí, todos soñadores. Teníamos fe en la construcción del Hombre nuevo, en que la justicia, la honestidad, la solidaridad se impondrían en nuestra sociedad. Queríamos ver la historia a través de nuestros ojos nuevos y anhelábamos ser parte de ella. Algunos de nosotros, sí lo fuimos.
De entre todos aquellos hermanos de ideales que aún recuerdo, uno de los más respetados era Miguel. Podría haber pasado desapercibido por su carácter taciturno y sus rasgos tan corrientes: era flaco y alto, de pelo oscuro ondulado y piel muy blanca, la descripción de un uruguayo estándar. Su mirada frecuentemente se fijaba en el suelo, y entre sus pestañas asomaba una expresión de timidez que enternecía a varias chicas. Pedía la palabra pocas veces, pero su calidad de reservista, a nuestros ojos cándidos hablaba por él; reflejaba, sobre todo para las muchachas que íbamos juntas a tomar el ómnibus al finalizar las reuniones, toda su valentía, toda la solidaridad por el género humano que abrigaba. Hoy, cuarenta años después, soy de la idea de que un reservista es en el fondo un militar que no se animó a llegar a serlo. Pero han  pasado cuarenta años, y mucho cambió en mi corazón.
Además de ser un compañero de los “grupos de reflexión”, como los llamábamos, Miguel era el hermano mayor de una de mis mejores amigas. A una temprana edad, ya tenía un trabajo estable como bancario además de ser reservista, lo cual hacía que mis padres lo consideraran un muchacho ejemplar. A cualquier lugar y a cualquier hora mis padres me dejaban ir con mi amiga si Miguel nos iba a buscar, y en cada una de esas veces en que él entraba en mi casa para dejarme allí personalmente, sabía cautivarlos con su charla espontánea y franca como una corriente de agua.
En el 68 dejé los grupos para adentrarme en otros caminos, y perdí de vista a Miguel por varios años. Nuestro reencuentro, un tiempo después, fue una de esas cosas que jamás olvidaría,  artífices de mi nueva concepción del mundo, de los seres humanos, incluso de Dios.

* * *
Me encarcelaron en junio de 1972. No sé si fue uno de los inviernos más fríos que hubo en el Uruguay, o yo lo recuerdo así porque el frío más intenso lo llevaba en el alma.
Me vuelven las imágenes a pantallazos, y una narración minuciosa se me hace difícil. Yo estaba en un lugar que no podía precisar, en posición horizontal. Tenía la cabeza encapuchada, por lo cual el oído, el tacto, el olfato, eran mis únicos medios para reconstruir la escena que me rodeaba. Debajo de mí, una especie de colchón delgado, duro y de un material áspero como la lona me ponía la piel de gallina al contacto con la punta de mis dedos. El aire helado se colaba por entre los pliegues de mi escasa ropa, tenía las manos duras de frío y me castañeteaban los dientes, lo cual por el momento era el sonido más fuerte que podía oír. Esa soledad inmensa me daba ganas de llorar; el sentirme desamparada y que a nadie le importara, querer gritar “mamá, tengo frío y miedo” y saber que nadie acudiría a compadecerme, creo que es una de las más desoladoras sensaciones que se pueden tener. Cuánto tiempo estuve así, apretando la garganta para no dejar escapar el llanto, sintiendo las lágrimas entibiándome las sienes, no puedo determinarlo, pero lo que rompió mi letargo de autocompasión fue aun peor que aquel sentimiento. Las voces despreocupadas se acercaban desde afuera, venían como de ese otro mundo que yo hacía días había abandonado, riendo, bromeando, mientras yo sólo podía temblar. De pronto, gritos amenazadores, movimientos bruscos que me obligaban a incorporarme, empujones. “Dale, vamos”, decían las voces masculinas. El miedo que me invadió no me inmovilizó; no sabía si iban a torturarme, o a matarme, pero mi garganta pudo, desde detrás de esa sensación de que nada de eso estaba sucediendo, de que iba a despertarme de la pesadilla en cualquier momento, preguntar, con una voz que apenas reconocí como mía, desentonada, desgajada como una rama arrancada sin cuidado de su árbol: “¿A dónde? ¿A dónde me llevan?”. Parecieron no oírme, tan concentrados estaban en empujarme y gritarme, como líneas de un libreto estudiado especialmente para aterrorizarme, pero fue en ese momento en que oí un susurro a mi derecha.
La constitución del lugar donde yo estaba cambió por la percepción de ese murmullo. La imagen, dentro de mis ojos, bajo la capucha, se convirtió en una pieza más grande, con al menos otra litera a mi lado, si es que no había otras, tal vez infinitas, extendiéndose más allá de lo que yo pudiera ver, con cuerpos inmóviles de personas como yo ciegas, que temían moverse al no saber si eran observadas. No podía determinar cuántos más como yo estaban allí si seguían inmóviles como cadáveres, a no ser por ese rumor a mi derecha que alertó mis oídos y me dio una paz momentánea que agradeceré de por vida. Todos teníamos miedo, pero no tanto como para dejar de pensar en los otros, me enseñó esa voz ese día, una voz femenina, clara y delicada, leve para que sólo yo la oyera, y que todavía, si cierro los ojos y tenso mi cuerpo, como entonces, puedo volver a oír y sentirme agradecida una vez más.
La voz me dijo: “Fuerza, gurisa”, y yo dejé de gritar, y pude caminar con dignidad.
* * *
Fue una de tantas mañanas después de una amenaza de fusilamiento. Demás está  explicar que en esas situaciones uno tiene la certeza de que va a morir en ese mismo momento, encapuchado contra una pared, aturdido por los gritos de horror de los compañeros, los aullidos de guerra de los soldados y los disparos al aire, rígido con las manos en la nuca, los dedos helados que apenas se sienten por el frío y el tiempo que deben permanecer en esa posición, las piernas adormecidas por la postura y los golpes que recibíamos para mantenerlas separadas. Entonces, cuando terminaba ese suplicio y nos gritaban “vamos, vamos”, el cuerpo apenas podía responder aunque supiéramos que por ese día habíamos sobrevivido.
Yo estaba cruzando como podía el campo del regimiento de caballería y me temblequeaban las rodillas, difícilmente me sostenía en pie sobre el pasto que veía por entre los pliegues de la capucha, cuando una mano firme me tomó del brazo para ayudarme a andar. Yo no le había prestado mucha atención, hasta el momento en que la mano dijo:
-¿Cómo estás?
Lo reconocí al instante, era la voz de Miguel. Una multitud de preguntas brotó de pronto de mi mente adormecida. ¿También lo habían capturado? ¿Desde cuándo estaba allí, a mi lado, sin poder hablarme? ¿Sabría cómo estaban mis padres? ¿Estaba él bien? Pero en el momento en que logré recobrarme de mi arrobo y me propuse hacer la primera pregunta, la mano me apretó nerviosamente el brazo y un “shh” me hizo callar. Alguien se había acercado, y la voz de Miguel discurrió serena, limpia, sin quebrarse, como de alguien que se ha despertado de una noche en paz. Preguntaba, contestaba y bromeaba con el desconocido, mientras a mí volvían a castañetearme los dientes de pavor.

* * *
Descubrir la solidaridad fue una fiesta entre nuestros muchos miedos y sufrires. Fue la celebración de nuestra humanidad.
Primero que nada, por supuesto, estuvo el descubrirse mutuamente.  Encapuchadas permanentemente en una especie de enfermería, cada una en su litera, nunca sabíamos si alguien nos vigilaba agazapado en algún rincón, o caminaba entre nosotras. Por esa razón, pocas veces osábamos hablarnos, y lo único que podíamos hacer para estimular nuestros oídos adormecidos por el silencio y nuestras gargantas hacía tiempo acalladas a la charla tranquila y placentera, era susurrar apenas a flor de labios alguna añorada canción. Así nos revelábamos unas a las otras. Caminábamos de lado a lado de nuestra cama, único espacio permitido para andar, para ejercitar los músculos de las piernas, murmurando una tonada, y al acercarnos a otra cama descubríamos el sonar de la misma melodía. Sintiéndose más valiente, entonces, una se atrevía a levantarse un poco la capucha para asomar tímidamente los ojos escondidos como de un animalito en su madriguera, y se sorprendía observada por igual por otro par de ojos, brillantes, llenos de vida, que la miraban desde el fondo de la otra capucha, centelleantes, agradecidos por la complicidad de la misma canción. Una sonrisa florecía de pronto, y ya el sol había entrado al corazón.
Otras veces, aletargadas en la cama, podíamos sentir algo liviano que caía suavemente sobre la almohada, y enseguida la fragancia mansa y feliz de un pequeño pedazo de galleta criolla nos llegaba a la nariz.
-Lo robé en el desayuno, no es mucho pero viene bien –cuchicheaba la compañera más cercana. Momentos como estufitas, que nos calentaban por dentro.
* * *
La siguiente oportunidad en que Miguel me visitó, estaba yo sola sentada, leyendo lo único que nos permitían leer, los Evangelios. Me saludó y tuve un impulso primitivo de salir corriendo, como frente a un depredador,  aunque logré contenerme. Todos ellos me producían un sobrecogimiento que me crispaba los cabellos, pero al menos los demás no eran fieras al acecho en la oscuridad, estaban bien a la vista y se llamaban a sí mismos nuestros enemigos, mientras que Miguel me miraba con una ambigüedad que me hacía tambalearme como frente a un abismo.
-¿Necesitás algo? –me preguntó ese día.
En ese momento, aún encuartelada, yo era considerada por la sociedad como desaparecida; eso me ponía en una situación mucho más vulnerable, podían darme muerte en cualquier momento. Varias noches me había perseguido la visión de mis padres a la espera de noticias que yo no podía hacerles llegar.
-¿Vos podés ver a mis padres?
-Desde luego –respondió.
-Andá a verlos, y deciles que estoy viva, y que estoy acá.
El asentimiento de su cabeza y su característica mirada bondadosa, me lo prometieron.
-Pero podés pedirme algo más. ¿Querés que te traiga algo?
Hacía varios días que un fantasma me atormentaba los sentidos. Avistaba un color un poco más vivo, que mis ojos lograban arrebatar en un segundo sin capucha, y el corazón me daba un vuelco con un deseo que no lograba precisar. A veces el agua que nos daban parecía oler distinto, y en la boca se me esparcía un sabor ácido que alborotaba todas mis facultades, con una alegría simple que hacía tiempo no sentía. Al cabo de días de buscar en mi memoria, cuando me quedaba sola y en silencio, la fuente de mis fugaces alborozos, comprendí qué era ese deseo que en ese entonces me obsesionaba como la promesa de un alivio momentáneo, como un oasis en el desierto, como un vaso de agua fresca a los labios sedientos.
-Quiero que me traigas una naranja.

* * *
Todas nos habíamos levantado las capuchas. Alguna había notado que nadie nos custodiaba, y el silencio normal que venía de afuera –un pájaro, una voz humana llamando a lo lejos- nos decía que por ahora íbamos a estar a solas.
La Flaca estaba estirada sobre la cama, los ojos en blanco a través de los párpados apenas entreabiertos, el cuerpo laxo como el de una marioneta, y nosotras nos acercábamos para cerciorarnos del prodigio, tomando por turnos sus manos o sus piernas y dejándolas caer, inertes. La Flaca era médica. Se irguió y nos miró divertida.
-Si  lo hacen bien, las dejan en paz. A mí me putearon, me patearon un poco, pero como yo nada, apenas respiraba, se fueron y me dejaron. A ver, vamos a practicar, a ver vos?
No era nada fácil fingir un verdadero desmayo, y mucho menos en ese clima de camaradería en el que dábamos rienda suelta a nuestras ganas de reír, cosa que hacía tanto tiempo que no disfrutábamos. La Negra, la bufona del grupo, hacía todo al revés para causar nuestra algarabía. A Ana no le salía poner los ojos en blanco, y se ponía bizca. Martha aparentaba estar inconsciente, pero cuando la tocábamos se ponía dura y pesada. A la Petisa le daban cosquillas.
Nos reíamos bajito, conteniendo con las manos la cascada de carcajadas que nos salía a borbotones de la boca.
Cuando ellos volvieron, con sus gritos y empellones, nosotras ya estábamos sobre las literas, nuevamente encapuchadas, otra vez tensas, temerosas y alertas. Pero todavía pudo oírse, con el placer de lo prohibido, alguna tos que en realidad era una risotada disfrazada.

* * *
Los meses fueron transcurriendo, sobreviviendo, luchando por resistir y procurando poner en práctica todas las artimañas aprendidas para zafar, para no quebrarse... Un día amanecí en el Hospital Militar, sin saber cómo ni porqué llegué hasta allí.
-Fue un paro, no sé, dejaste de respirar- me explicó, con acento del interior, la voz de un soldado. En ese momento me di cuenta de que podría no estar escuchando esa voz; me percaté de la fragilidad de mi existencia, de la maravilla fugaz de encontrarme viva. Entonces recordé, como símbolo de vida, y nuevamente ansié, igual que el último deseo de un condenado a muerte, el jugo de la naranja en mi boca.
Demás está decir que jamás saboreé esa naranja prometida. Muy por el contrario, años después, una vez en libertad, supe por mis padres reencontrados que Miguel sí había ido a visitarlos, pero que nunca les había hablado de mí. En lugar de eso, les preguntaba sobre mis amigos, sobre los lugares que yo frecuentaba, sobre mis actos, con el pretexto de que iba a intentar buscarme. Mis padres, azorados y compungidos, no tenían la menor idea de lo que yo había hecho de mi vida en los últimos tiempos. Casualmente, esa sufrida lejanía que se había dado entre mis padres y yo en mis épocas de militancia activa fue lo que nos puso a todos a salvo. Si mis padres y yo hubiéramos tenido una relación estrecha, muchos de mis amigos podrían haber caído a raíz de esas charlas con Miguel, además de la certeza de que yo habría sido doblemente torturada. Pero el Destino no lo quiso así, y, como todas las cosas del Destino, lo tenía planeado desde hacía mucho.
* * *
Siempre me he preguntado si alguna vez podré borrar el rostro de Miguel de mi memoria. Tal vez nunca. Ya pasaron más de treinta años desde aquel día en que por primera vez lo oí discurriendo distendido entre ellos y se me heló la sangre de horror; treinta años desde una tarde aciaga en que lo reconocí en una sesión de tortura, y en todo este tiempo el corazón me ha enseñado muchas cosas, pero entre esas cosas no está el olvido.
En alguna oportunidad me lo encontré caminando por la Ciudad Vieja. Al menos rehuyó mi mirada. Al menos tiene vergüenza. Y al menos sabe que yo lo sé. 

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