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Mostrando entradas de 2013

Morir una muerte ajena

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Detalle de Guernica, Picasso. Mi hermano llamó a su hijo Jan Modzelewski, en honor a su bisabuelo, a quien no tuvo posibilidades espacio-temporales de conocer. Pero mi hermano llegó hasta ese momento de la historia; el nombre elegido fue el de nuestro abuelo, porque era el más viejo de la línea ancestral que conocíamos, y le divertía el hecho de que se llamaran igual. Lo que mi hermano no sabía en ese momento, era que su nombre no era el segundo en la dinastía, sino el cuarto, y que cada uno tenía su historia, una historia diferente. Tal vez la más fascinante sea la del Jan Modzelewski nacido en el año 1920; heroica y a la vez irónica, como pocas historias que he conocido. Jan Modzelewski era sobrino de mi abuelo, y se cruzaron en el mundo cuando ambos vivían en Zabiele, hasta 1930 en que mi abuelo partió para Sudamérica. Fueron 10 años en la vida del pequeño Jan, pero su tío Jan ya tenía 20, y un corazón audaz y enorme como para enamorarse de una mujer y lanzarse a lo desc

Palabras para un hermano que se casa

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El día que mi hermano nació, yo tenía 7 años y hubo un revuelo en la familia. Yo no entendía mucho, sólo que mi mamá se peleó con mi abuela, porque me habían dejado en casa de los abuelos con mis útiles para ir a la escuela, pero la abuela decidió que era una ocasión demasiado especial como para que yo fuera a la escuela como si nada hubiera pasado, y no me llevó. En su lugar, me llevó al hospital, a conocer a mi hermano. Entonces allí vi a un bebé que yo no conocía en brazos de mamá, y también vi la cara de mamá enojada preguntando por qué yo no había ido a la escuela, y la abuela con cara de desaprobación sobre la pregunta de mi madre, diciendo contundentemente que el día en que nace un hermano no es día de ir a la escuela. Yo nunca las había visto pelearse delante de mí. Supuse que tenía que ver con ese ser chiquitito que mi madre apretaba contra su pecho, e intuí, y tuve razón, que mi vida ya no volvería a ser igual. A partir de ese momento, tuve a alguien que me molesta

De inmigrantes y barcos

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Barco de inmigrantes, de Marcel Janco (rumano, 1895-1984) Así llegó Jan Modzelewski, mi abuelo, en uno de esos tantos barcos que traían inmigrantes desde la Europa oriental. Llegaban con sus baúles, repletos con sus humildes ropas, abrigos como acolchados de plumas que en sus aldeas habían sido imprescindibles, y recuerdos, como alguna única foto existente de sus padres, o un relicario con un mechón de cabellos de alguien muy querido, a quien no sabían si volverían a ver. Casi con certeza que no, que no volverían a verle. Esos viajes están llenos de anécdotas; todas muy diferentes pero todas capaces de ser contadas en un solo capítulo, porque no importa si fueron protagonizadas por alguien con tal o cual nombre, ni un año antes o uno después; todos vivieron cosas semejantes, o al menos podían reconocerse en el relato de otros. Por eso les gustaba reunirse, por las noches, a estos jovencitos inmigrantes, a contarse sus anécdotas y recuerdos del barco, que a todos fascinaban

Absurdos de la burocracia... o "¿quién organizó esto?"

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Algunos de mi edad recordarán un sketch de Ricardo Espalter en no sé qué programa de esos (Decalegrón, Telecataplúm, etc.) en que hacía el papel de un político o alguien famoso (entre los nubarrones de una memoria de décadas se me difuminan los bordes del personaje), y es invitado a un evento que se supone es sumamente importante y a la altura de su prestigio, pero termina siendo un desastre; en una de las escenas que sí recuerdo, lo trasladan de un sitio a otro, debido a la ausencia de un medio de transporte mejor, sentado en una carretilla. Y siempre, siempre, terminaba el sketch preguntando con cara de desesperación: "¿Quién organizó esto?" Tal vez lo recuerdo porque a mis padres les encantaba este sketch , y cada vez que algo salía mal y querían ponerle humor preguntaban, como Espalter "¿Quién organizó esto?". Bueno, eso fue lo que le dije a mi madre ayer cuando la llamé para contarle una vez más mis andanzas por el BPS, y ella, a pesar de la perplejidad, se r

Despedidas y encuentros

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La víspera del día que murió mi padre, yo estaba a punto de dormirme cuando me sobresaltó un golpe en la puerta del dormitorio. Mi marido estaba mirando la televisión con auriculares para no molestarme, por lo que no había escuchado nada. “Alguno de los chiquilines golpeó la puerta” le dije, incorporándome. “Entrá”, ordenamos al unísono, pero la puerta no se abrió. Entonces él se levantó y comprobó que no había nadie. La casa estaba sumida en el silencio. Veinticuatro horas más tarde, mi padre murió, mientras dormía, en la residencia de ancianos donde vivía hacía alrededor de un año. Ese día, el que transcurrió entre el golpe en la puerta y su muerte, no fui a verlo. Pero mi madre sí. Había alerta climática ese día, una lluvia y un viento insistentes que doblegaban a los árboles más jóvenes y a los transeúntes empecinados, pero ella sintió que necesitaba verlo. Así que agarró su campera de nailon con capucha, porque no había paraguas que resistiera, y ahí fue, cargando con esa

Odisea por las Europas IV

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Sábado 23 de febrero:  Ayer llegué a Vilnius. Sabía que sería extraño, que no sería exótico, y por eso sería tan extraño. Pero eso no es culpa de Vilnius, sino, otra vez, “culpa” de la amistad. El aeropuerto de Vilnius es diminuto, y la salida da a unos halls pequeñitos con asientos para esperar o ser esperado. Cinco pasos más adelante, la calle, con sus veredas húmedas de nieve, hielo y charcos de lo que hace horas ha sido nieve y hielo, y comienza a derretirse, entreverado con la tierra y el humo del tránsito. Algunos pasajeros se abrazan con personas que allí esperan. Yo estoy sola. Doy algunas vueltas para asegurarme de que todavía nadie me espera. Entonces la oigo, el grito de “Gelchi!” [sic] que hace tantos años no escuchaba. Viene del “Helcia”, el diminutivo en polaco de Helena con el que me llamaban mis abuelos y mis padres. Mis más cercanos amigos de la adolescencia, apenas descubrían cómo me llamaban en casa, adoptaban el apodo porque les daba risa. Y a mí siempre me enc

Odisea por las Europas III

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Estas páginas llegan a los lectores bastante diferidamente, ya que cuando me dispongo a escribir, en el apartamento de mi amiga Marisa en Vilnius, ella no tiene wifi y sólo un laptop que le dieron en su trabajo para que durante los días que pidió de licencia para estar conmigo pudiera seguir conectada. El laptop tiene un pincho de internet móvil que, paradójicamente, es inmóvil porque tiene la contraseña incorporada a la máquina, y sólo tiene exploradores de internet como programas para manejar. Además, ella la necesita porque está trabajando a distancia. Por lo tanto, apenas reviso el correo, respondo a las apuradas, pero no entro al Facebook ni descargo fotos de mi cámara. Para eso tengo este entrañable netbook, que sin embargo aquí no tiene internet. De cualquier manera, intentaré ir recopilando los datos de estos días tan nutridos para que puedan, aunque sólo sea al final del viaje, leer mis aventuras. Martes 19 de febrero: Soy doctora. Tras haber enloquecido a la dulce

Odisea por las Europas II

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Domingo 10 de febrero Estoy en el AVE, el tren de alta velocidad, ya listo para salir desde Madrid a Valencia. Se termina la primera etapa del viaje. Cortita, pero nutrida. Madrid con Marga y Esteban y con María y Pepe en Segovia. Un fin de semana de cero por ciento de turismo y cien por ciento de conversaciones añoradas por meses. Estar dentro de una casa, mientras afuera se queman las manos de los paseantes con el frío, con una copa de vino o un vaso de cerveza, conversando por horas y horas y horas y horas de temas del corazón, de lo que soñamos, de los sueños que se han cumplido y de los que se han frustrado, de nuestras preocupaciones y nuestros éxitos, con personas entrañables que ocupan un lugar tan importante en el alma, que somos capaces de decir groserías para que se nos entienda mejor, podemos dejar que se nos llenen los ojos de lágrimas sin disimularlo, podemos largar carcajadas dignas de un conventillo. Y todo eso sin que reparemos un minuto si estas actitudes les

Odisea por las Europas I

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Viernes 8 de febrero de 2013 Una vez leí en alguna parte que un escritor había dicho justo antes de morir: “Si tuviera las fuerzas para escribir, escribiría para contar lo fácil y dulce que es morir”. Exagero un poco, pero lo cierto que en este momento estoy pensando en que si tuviera las fuerzas, describiría, para alertar a otros viajeros desprevenidos, lo dulce pero difícil a la vez que es llegar e instalarse. Tres aviones, esperas de cuatro horas en cada aeropuerto antes de tomar otro avión y una vez despegado, saber que otra vez tendrás 2, 3 o 9 horas de ese zumbido en los oídos que no te deja pensar. No hablo de que se me tapen los oídos por el cambio de altitud o presión, no; hablo de el ruido del motor del avión y su fuselaje razgando el aire. Un ruido ensordecedor, como un enjambre de abejas que se hubiera apoderado de mi entorno. Después, cargar con mi cartera repleta de documentos, este netbook, la cámara de fotos y los artículos personales de primera necesidad, co