Golondrinas sin retorno 1

Hace tiempo quiero empezar una novela sobre mi origen. Sobre los inmigrantes, en especial de la Europa del Este, de donde tantos de mis amigos provenimos. Sobre sus locuras, sobre sus inconsistencias, sobre su manera de ver el mundo que no se condice con el mundo, y mucho menos como es el mundo en nuestro pequeño Uruguay de los siglos XX y XXI... Acá voy a empezar. A ver qué sale. Y ustedes podrán ser partícipes y aplaudirme o tirarme tomates, para eso están los comentarios... Y la historia se llamará "Golondrinas sin retorno".


"Inmigrantes, aves migratorias que nunca volvieron a sus lugares de origen. Tal vez por eso tienen los ojos tristes."


Hubo secretos que tejieron la vida de Leonora y sin embargo nunca sabrá la verdad. Eso molesta. Por eso se empeña en escuchar al padre, cuya mente vagabundea por diferentes senderos haciendo vanos todos sus esfuerzos por encauzarla. Porque le molesta, le duele como una espina clavada en la planta del pie. ¿Quién no se detendría a intentar encontrar y arrancar la fuente de la molestia, incluso cuando es invisible y no es posible señalar su localización precisa? No importando lo vano de la tarea, el peregrino haría un alto en el camino para buscarla, aunque más tarde tuviera que emprender la marcha con el mismo dolor y con las manos vacías. Pero es impensable rogarle que no se detenga. Eso es lo que Leonora hace cuando escucha a su padre. Porque sabe que él no tiene las respuestas pero igual se queda escuchando a su lado. Porque sabe que los que podrían responderle ya están muertos, pero igual se queda escuchando a su lado. Se pregunta con desprecio cómo su propio padre ha podido llegar a pertenecer a una generación tan enferma, eternos sobrevivientes oscilando a caballo del abismo que dista entre lo que les habían insistido en que eran y lo que la realidad les decía que son. Entre un orgullo ridículo por lo que supuestamente eran en verdad, algo que no sólo les es intangible sino a esta altura ininteligible, y la construcción de algo nuevo aquí, donde los abuelos lo habían soñado, que es lo único que han llegado a poseer, entender y en consecuencia amar. A ella también la afecta esa pertenencia a un sitio invisible, a veces, pero la afecta. Sólo espera que sus propios hijos no tengan que pasar por algo similar, pero para evitarlo, debe encontrar el hilo de la historia que la trajo hasta aquí, para que, si un día sufren la desdicha de perderse, no tomen por el mismo camino equivocado.
Eso pensaba para consolarse, justificarse, durante los largos minutos que se volvían horas en el interminable goteo de las semanas, en los que se sentaba junto al padre en la hamaca de jardín que daba a la calle, con los ojos perpetuamente agrisados, mirando sin expresión aparente a la calle frente al hogar para ancianos que, en concordancia con el letargo que atravesaba la vida de los residentes como una lanza, se hacía lenta y pegajosa en esos días de calor en la que pasaban bicicletas parsimoniosas, vecinos con rostros somnolientos y brillantes de sudor cargando con sus bolsas de mandados rebosantes de verduras, o algún auto que encandilaba con un reflejo fugaz de sol en el espejo. Entonces el padre decía recordar con nostalgia cuando manejaba su auto, o cuando de joven había bicicleteado con sus amigos del barrio, o incluso cuando había hecho mandados para traer el pan y la leche de cada mañana. Ella recordaba, sin nostalgia, la infelicidad del padre cuando tenía que subirse al auto porque prefería quedarse en un solo lugar sin que lo molestaran, el rencor que había masticado una y otra vez en absurdas sobremesas contra algunos de esos ahora añorados compañeros de bicicleteada, los insultos proferidos contra la madre cuando ella le pedía, con urgencia, que corriera al almacén de la esquina porque se había percatado de que no quedaba aceite para freír las milanesas. Y se preguntaba qué diferencia había, ahora que su padre se había convertido en una máquina de añorar, entre esa vida que llevaba en este momento, quieto, con enfermeras que lo bañaban y mucamas que le llevaban todo lo que pidiera con sólo levantar un dedo, y la vida que ella había de niña interpretado como el sueño del padre, sin trabajo, sin obligaciones, y sin apremios de ningún tipo. Le aterrorizaba entonces la propia posibilidad de vivir una vida totalmente como medio para alcanzar un fin muy lejano, de serenidad en la vejez, para llegar a ese fin y eventualmente comprender que no era lo que se había soñado, y querer entonces lo imposible: volver a vivirla para que lo que había sido tan sólo un medio se convirtiera en un fin en sí mismo. Es decir, querer hacerlo todo de nuevo, cada cosa repetida con minuciosidad, pero sintiendo diferente, sintiendo que aquel presente era todo lo que se poseía con certeza; eso tal vez habría modelado de una forma más propicia la mirada. Se habría tratado, entonces, de haber educado la mirada para llegar a ver lo que había para ver en aquel escenario que se consideraba sólo un pasaje, y que sin embargo era el enclave definitivo.
Y Leonora temía, a veces, que aquello pudiera sucederle a ella. Después de todo, los genes son los genes, si de eso se trataba. Por eso se sentaba tercamente junto al padre para intentar reconstruir su historia –“su” en plural, la de ambos, la de todos- para encontrar la manera de escapar al mismo destino.
Antonio, por su parte, mascullaba desde su poltrona a todo el que estuviera lo suficientemente cerca para escucharlo, que aquel hombre del que se alcanzaba ver sólo la nuca, mirando tele en la sala común del hogar de ancianos era malo, muy malo. No convenía ni que se le sentaran cerca, cómo sería la cosa. A él había incluso tratado de matarlo. Había sucedido hacía muchos años, ya no podía recordar cuánto –bueno, es que su memoria tampoco funcionaba bien-, y el asesino le había puesto una almohada sobre su rostro, aplastándole el cuerpo indefenso contra el piso, destapándolo cada tanto para mirarle los ojos suplicantes y preguntarle, burlón: -¿A ver cuánto aguantás?
No se conocía el final de la historia; Antonio siempre se detenía en el mismo lugar: -Es malo, muy malo, a mí trató de matarme. Y pensar que ahora tengo que verlo todos los días acá, todos los días, como un castigo. ¿A mí un castigo, que yo nunca le hice nada?
A ése, al anciano de la nuca que siempre se sentaba dándole la espalda en la sala común no le había hecho nada, porque ni siquiera lo conocía. Pero Leonora había dejado de repetírselo, porque era inútil. Al otro, al verdadero asesino, si es que era verdad lo que contaba, no le había hecho nada más que nacer en la misma casa, del mismo vientre, dos años más tarde, y haberle quitado el monopolio de ser hijo.
Eso sucedía por los años 30. Los padres habían llegado como la mayoría de los inmigrantes europeos, hartos de la crisis en que la Primera Guerra había dejado sumergidos a los países de Europa del Este. Se habían perdido animales en los bombardeos, o por hambre, o por saqueos de los ejércitos de pasada que se llevaban consigo lo que necesitaran para seguir adelante; faltaba ganado vacuno y ovino, fuentes de alimento y abrigo, y bueyes o caballos para tracción. Familias enteras que labraban la tierra manejaban el arado con sus propias manos a falta de animales de tracción, generalmente la madre conduciendo el arado por las estevas, la reja abriendo una llaga en la tierra a fuerza del padre y los hijos de diferentes edades que cinchaban haciendo las veces de los ausentes animales de carga.
Poco a poco se fue emergiendo de la crisis, ya no había hambre y se comenzaba a guardar dinero restante en cajitas enterradas entre el heno de los establos. Pero los sueños creados durante la pobreza los persiguieron como por costumbre, y ahora, que oían hablar de “la América”, nadie era indiferente a esa visión, como un espejismo de oasis en el desierto, de ese lugar lejano donde no había ni hambre ni guerra, donde se podían realizar trabajos urbanos, sin doblarse sobre la tierra bajo las inclemencias del clima, porque las ciudades emergentes necesitaban mano de obra, donde el trabajo y el salario jamás escaseaban... Parte de "la América" era nuestro paisito Uruguay, que ellos todavía no sospechaban que existía ni soñaban que sería el suelo que amarían sus nietos...

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