Fragmento de A su imagen y semejanza
Nunca había visto a uno de cerca. Cuando volvía a casa cada noche en el 185, los observaba avanzando
ostentosamente sobre los autos que doblaban desde Bulevar Artigas, enlenteciendo la marcha para mirarlos, con sus formas sinuosas y sus atuendos escandalosos. Yo viajaba a Paso Molino desde mi trabajo en un instituto de inglés, cerca del Edificio Libertad, y venía tan cansado que los miraba pero no pensaba nada, absolutamente nada. Eran, simplemente, parte del paisaje.
Cuando tenía nueve años, supe de boca de mi primo que esas mujeres –despampanantes, con ese desenvolvimiento, esa altura y esos cuerpos incitantes– eran hombres. Él vivía por Brazo Oriental, me llevaba diez años, y cuando una nochecita lo acompañé al puesto de verduras porque a la tía se le había antojado hacer una ensalada, me quedé mirando a uno de esos seres que se ocultaba a la sombra de una palmera. En la oscuridad, se insinuaban un par de piernas largas y esculturales, unas caderas de ensueño y una cabellera platinada hasta la cintura, como una de las barbies de mi hermana. Mi primo se rió de mi ingenuidad y me dijo:
—Che, Gabo, no lo mires mucho que si se calienta te duerme de una piña.
Yo me reí por compromiso, con una risita corta y sin convicción, porque no estaba seguro de que lo que había dicho mi primo fuera una broma. Él debió percatarse de lo que pasaba por mi cabeza, ya que se detuvo para mirarme a la cara y en tono de burla me dijo:
—¿Qué? ¿No sabías que todos esos que paran por estas esquinas son hombres?
Yo no sabía lo que significaba “parar” en una esquina, y no tuve noción alguna de por qué un hombre se
disfrazaría de mujer para acechar desde las palmeras del barrio. Pero tampoco pregunté. No por miedo, ni tabú; a esa edad, sencillamente no necesitaba esa respuesta.
Con el paso de los años, el concepto se fue perfilando en mi mente poco a poco, pero nunca con demasiada precisión. En casa, con papá y su tergiversación machista de la realidad, y mamá con sus escrúpulos morales, el tema nunca se había mencionado. Si algún extraordinario programa de televisión acertaba a mostrar a alguno de esos seres ambiguos y enigmáticos, se cambiaba con rapidez de canal, como para prevenir que mi hermana o yo preguntáramos algo. Claro que en la adolescencia, entre varones, había escuchado decir a los que alardeaban de mayor experiencia, que hay cosas que un travesti sabe hacer mejor que cualquier prostituta. Pero a mí, educado por mi madre en su recato y su prudencia, nunca se me hubiera cruzado por la cabeza ir con una prostituta, así que poco me importaba lo que un travesti supiera hacer o dejar de hacer.
Ahora, otra vez su presencia se aproxima a mi vida, tan tangible como aquella noche pueril en la que estuve a unos pocos metros de uno de ellos, junto con mi primo.
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