Fragmento de A su imagen y semejanza

Este es uno de mis fragmentos favoritos. Ojalá lo disfruten...


Ya estaba ahí. La luz blanca lo enceguecía, dándole de lleno en la cara, y oía, aunque no podía verlos, las voces de los cientos de espectadores que se iban apagando una a una, intrigados por su presencia, que en ese momento –¡ay!– ojalá no llamara tanto la atención. Dio un paso más; la plataforma roja de madera, enorme, hizo cloc sobre el escenario, retumbando en el silencio que cada vez se hacía más profundo. No sabiendo qué hacer, con timidez se acarició una manga; sus dedos resbalaron sobre la piel de conejo blanca de la chaqueta y de pronto, sin avisar, la música comenzó a sonar, estridente, ahogando el último eco del grito de su hermana, que desde alguna parte dijo: “¡Buena, Ángel!”.
Pero no se escuchó nada más. Sólo la música y el retumbar de los tacones que nadie más que él podía oír, mientras marcaba con sus piernas, de aquí para allá, el ritmo disco.
Trataba de concentrarse, de repetirse “esto está ocurriendo, esto está ocurriendo” para atrapar el momento en un puño y, una vez pasado, saborearlo como una fruta, pero la música, el ritmo, la luz encandiladora o la suavidad de la piel de conejo que de vez en cuando le acariciaba el mentón con algún movimiento de su rostro se le escurrían como arena entre los dedos.
“Upside down...” suena Diana Ross en los parlantes, y sus pies se mueven al compás; hace ese movimiento sexy tantas veces ensayado y oye, por encima de la música, la multitud enloqueciendo. Ese paso que había practicado mil veces en la sala de Tormenta, que nosotros alentábamos con aplausos y del que él desconfiaba diciendo: “¿No quedará ridículo?”.
Ahora, si bien no puede verme, me imagina al pie del escenario, sonriendo con una mueca socarrona, como si dijera “Yo te dije...”. Y no se equivoca. El escenario es más grande que la sala de Tormenta, le deja más espacio y el movimiento sensual se expande, se enlentece en el erotismo de lo soñoliento.
“Upside down...” termina, ¡ay!, demasiado pronto, la canción en el parlante y la boca acompañante ya se cierra. Vuelve a oír a la gente, los aplausos, los chiflidos, los “Divinaaaaa”, “Diosaaaaa”, “Geniooooo”. Allí debajo lo esperan los amigos, su hermana, a la que abraza menos efusivamente que al resto, desde un poco lejos, porque la panza de sus seis meses de embarazo lo intercepta. Ella le cuenta en un segundo, atropellada como siempre, al oído: “Me sacaron a bailar, con esta panza y todo...”.
Ángel sigue saludando y ella se le queda al lado, prendida de la manga de la chaqueta como cuando eran chicos y entusiasmada quería contarle algo. “Como dije que no, me preguntó qué problema tenía… si era torta…”
Los compañeros de trabajo le regalan una sonrisa desconocida, tan alegre, desuniformizada, distinta a las que
intercambian en la oficina. La hermana continúa diciéndole:
“Me abrí el saco, y le dije: ‘¡Ser torta no sería ningún problema! Pero sí tengo un pequeño problema…’, y le mostré la panza…”. Y se ríe con esa risa tan propia de ella, de cascada de agua, de monedas desparramándose por el suelo.
“¡Le cambió la cara, de prepotente a dulce!”, dice y vuelve a reír.
Ahora lo saludan, con más reparo, personas que nunca vio. Felicitaciones y otras frases que no escucha. La hermana ya le soltó la manga y se perdió en el gentío. Yo logro llegar hasta él y le digo: “Yo te dije...”, y le pongo en su mano un vaso de refresco.
Comienza un nuevo show; la gente deja de fijarse en Ángel.
Un rato más tarde, ya volvemos por Dieciocho de Julio. Nos esperan varias cuadras hasta la pensión de Tormenta, donde va a transformarse nuevamente en Ángel. No tenemos plata para el taxi; ómnibus, además de que no se ve ni uno a estas horas, con esta pinta ni pensarlo. Entonces vamos caminando, él con sus tacones rojos, la minifalda dorada, la chaqueta de conejo y la peluca enrulada. Pensamos primero en transitar Colonia; está más oscura y hay menos gente. Pero Ángel, invariablemente más sensato que yo, me dice: “No pasa nada. Dieciocho es siempre más seguro”.
Allí vamos. Son las tres de la mañana. El Centro es un mundo que parece casi irreal. Muy pocos carteles luminosos sobreviven; las vidrieras, oscuras, no reflejan señoras de tapado y cartera, dubitativas examinando los precios, sino que cobijan en sus rincones, contra las rejas, miradas sombrías, desencajadas de la noche: jóvenes en cuclillas que parecen habitar otro mundo; vagabundos de rostros oscuros y marañas blancas, durmiendo enredados en sus andrajos. Policías impecables, parlotean en parejas para matar el tiempo. Los pocos autos que pasan son conducidos por esos jóvenes que van de pub en pub, de puerta en puerta de discotecas para ver cómo está el ambiente sin decidirse por ningún sitio. Algunos grupitos de adolescentes salen de los bowlings, y más de una parejita de enamorados, abrazados para combatir el frío, esperan resignados en la parada del ómnibus a que se haga el alba.
A nuestro paso se modifica un poco este panorama repetido. Las cabezas de los policías y de los enamorados se voltean, intrigadas, siguiendo a Ángel con la mirada. Los adolescentes dejan escapar esas risas nerviosas como las que todos nosotros, alguna vez, no hemos sabido ocultar. Sólo los vagabundos, desde sus ojos incrustados en las greñas, como bichos en sus madrigueras, no se sabe qué piensan. Un chico arrinconado en un zaguán, aspirando de una especie de pipa improvisada de plástico, nos dedica una mueca desencajada. Y desde los autos, muchachos de todas las edades al pasar vertiginosos por la avenida asoman las alegres cabezas que aúllan “¡Guacho diví...!”, “¡Mamítaaaa!”, “¡Atame y llevame contí...!”. Nos desternillamos de risa, aguzamos los oídos, esperamos más sorpresas. No ocurre mucho más.
Yo pienso en la diferencia entre esta ciudad, que ya es la casa de Ángel, donde con simpatía le sugieren, lo invitan, lo integran, y su familia, la casa de su hermana donde no podrá ir sino hasta mañana sobriamente vestido de varón porque su madre se está quedando allí, y para ella debe jugar el rol de macho en el teatro de la existencia. Se lo digo, pero él responde que esa ambigüedad ya no lo asusta, ¿acaso no es
así toda su vida?

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