La muerta de la casa de ladrillos rojos

Ayer, a raíz de la publicación del cuento La pandilla de la sirena (si quieres leer el cuento para entender mejor este relato pincha aquí) recibí un mensaje que abrió el túnel que lleva al pasado, ese pasado no olvidado pero archivado en algún lugar polvoriento de la memoria. Como Marcel Proust relata en En busca del tiempo perdido cómo el sabor tibio de la magdalena con té lo retrotrajo al pasado y eso da lugar a una novela de cientos y cientos de páginas, yo ayer volví a acercarme a una niñez intrigante que no es necesariamente la del cuento.
Me escribió, les decía, una querida amiga que en realidad conozco porque es la mamá de una querida amiga de mi adolescencia. Sólo ahora, cuando la madurez ya ha borrado ese abismo generacional, puedo considerarme cerca de esta mujer como una amiga más que como "la madre de...". Muestra candente de que, muy a mi pesar, estoy envejeciendo.
Les contaba del mensaje que recibí de Ely, que así se llama la autora de mi magdalena con té... Ely vive en el Cerro desde que, al menos yo, tengo memoria. Allí conocí a Verónica, su hija, en nuestra adolescencia, una edad que marca nuestras vidas a fuego como ninguna otra. Las tres, entonces, compartimos ese pasado mítico que es para nosotras el Cerro, pero desde diferentes perspectivas, porque nos conocimos en un momento en que nuestro pasado ya pesaba mucho en nuestras conformaciones: Verónica y yo ya habíamos atravesado una niñez completa sin conocernos, por lo tanto los recuerdos que podíamos compartir (olores, colores, sabores, misterios infantiles celosamente inventados y guardados en la memoria) eran esperablemente algo diferentes. Más diferentes incluso a los de Ely, que cuando nuestras vidas entran en contacto ella ya había sido madre, mientras que nosotras dábamos recién nuestros primeros besos...
El mensaje de Ely dice así: "En la casa de ladrillos rojos, ¿no mataron a una mujer? Me surge esa duda porque los chismes en el barrio sobre esa historia fueron abandonados hace muchos años." Hace muchos años, Ely, hace casi cuarenta años... La casa de ladrillos rojos es inconfundible: queda frente al colegio de monjas en la calle Bogotá, y es la única de esa descripción, ¿quién podría confundirla? Además, fue la casa que apareció fotografiada en los diarios cuando publicaron la noticia. Tengo un falso recuerdo de haber visto esa foto, pero no lo hice, ese hecho lo viví de forma totalmente diferente al resto de mi mundo hasta que, llegando casi a los veinte años de edad, un día me volvió a la mente, por esos misteriosos recovecos que la pueblan (tal vez otra magdalena con té), y se lo pregunté a mi madre: "¿Cómo murió la Ñata?" "¿Por qué querés saber?" Y se lo conté todo.
La mañana que murió la Ñata era un sábado, día de taller de cerámica. Mi cuarto, atiborrado de muñecas, cuadritos y libros infantiles, dejaba sólo completamente libre la pared de la cabecera de mi cama, que lindaba con la casa de ladrillos rojos, la casa de la Ñata. Yo tendría unos seis años. Me desperté más temprano que lo normal, porque un quejido, un agudo gemido me sacó de entre las telarañas del sueño: una mujer gritaba con la voz quebrada que apenas dejaba una continuidad entre sílaba y sílaba: "Mijita querida, mijita querida". Salté de la cama. Mi padre estaba en el comedor diario haciendo algo que ahora, evidentemente, no recuerdo. Me miró con esos ojos celeste agua que aún conserva, pero que han perdido mucho de aquella vida. Tenían algo más de vida, de pasión en ese exacto momento, y no me dí cuenta hasta un ratito más tarde de que estaba almacenando lágrimas. "Qué suerte que ya te levantaste" me dijo, "tomás la leche y te llevo a pasar el día a la casa de los abuelos". "Pero no puedo, si hoy tengo cerámica." "Hoy se suspende la cerámica, es que falleció alguien de la familia de los vecinos". Pensé enseguida en Doña Aída, la madre de la Ñata. Doña Aída vivía en la casa contigua a la nuestra, es decir, a dos puertas de lo de su hija. Mi casa estaba en el medio, entre la casa de ladrillos rojos y la casita de Doña Aída, con techo de chapa como tantas casas del Cerro. Por eso éramos tan íntimos con la familia de vecinos: toda visita, todo recado, pasaba por delante de nuestra puerta, y muchas veces sucedía con chusmerío mediante... "Murió Doña Aída" le dije a papá, que negó con la cabeza. Claro, ahora lo sé, no podía ser Doña Aída porque de ella era la voz que gemía "Mijita querida". Y yo seguí mencionando miembros de la familia de vecinos, tíos que a veces venían de visita; mi mente no se atrevía a acariciar siquiera la imagen de mi Ñata. Por último, no me quedó alternativa: "¿La Ñata?". El rostro de mi padre se desfiguró con una mueca de dolor y la voz se le quebró como la cubierta temprana de un cubito de hielo en formación... debajo, el agua, las lágrimas. "Sí, la Ñata". No me dio por llorar. Todavía no entendía. No entendí nunca, en fin, sólo sé que me quedé sin niñera y sin cerámica, y que nunca vi terminada una muñeca mexicana que había comenzado, con trenzas que yo quería pintar rubias y la Ñata se había reído "¡Dónde viste una mexicana rubia! Las vamos a pintar de negro, la próxima clase", pero nunca lo hicimos... "¿Cómo se murió?" "De un ataque al corazón" me dijo papá y por años esa fue mi versión.
Días y meses después, tuve pistas misteriosas. Un compañero de clase me dijo "En el diario salió una foto de tu casa, porque en la casa de al lado el marido mató a la mujer y después se quiso matar él". "No, no" decía yo, "mi vecina murió de un ataque al corazón". Otro día hubo una reunión familiar en mi casa. Mi prima se metió en la cocina, donde yo observaba a mi mamá preparar bandejas de sandwiches, y dijo "¿Es ahí al lado donde el marido mató a la mujer, no?", "No, no" contestó mi mamá, "estás confundida, es cerca de acá pero no al lado. La vecina de al lado murió de un ataque al corazón". Nunca hubiera soñado que mis padres me mentían. Esa fue una verdadera bendición. Más tarde, cuando descubrí que ellos me habían enseñado que todos los seres humanos éramos iguales, pero ellos mismos eran racistas y antisemitas, ya estaba curada de espanto y preparada para conocer la verdadera historia de la Ñata. Digo, fue una verdadera bendición, porque mi infancia no fue manchada por el horror que ahora reconozco, y también porque creí que todos los seres humanos somos iguales y hasta ahora lo mantengo. Por suerte me mantuvieron al margen de sus pobres vidas ya bastante atormentadas de prejuicios.
Cuando, ya una mujercita, le pregunté a mi mamá la verdad, ella volvió a repetir "un ataque al corazón". La miré fijo y sus ojos entendieron que yo sabía de la mentira piadosa. Entonces me contó. La Ñata era viuda para cuando yo había nacido. Se había casado con un hombre mucho mayor que ella, que murió casi podría decirse "de viejo", que le había dado dos hijos (uno de ellos era el Hugo) y la profesión: la había conquistado con su arte de tal manera que ella misma se quedó con el taller de cerámica, que se convirtió en su medio de subsistencia como viuda. Años después, ella se volvió a encontrar con su primer novio. Era guarda de CUTCSA. Recuerden los cerrenses que frente al colegio de monjas había una terminal de algunas de estas líneas de omnibuses. Ahí se bajaban los guardas y choferes y compraban algo en el almacén de Don Manolo, a 3 puertas de la casa de la Ñata. Ella salía a sentarse al jardincito en las tardes en que el tiempo estaba lindo, y allí él la vio, reconociendo en ella a su novia de la juventud. El cortejo maduro (ya tenían ambos más de cuarenta años de edad) se dio a la antigua, en  el jardincito a la vista de todos los vecinos. Un día le pidió que se casara con él. La Ñata le había contado todo a mi mamá, "parecía un cuento de hadas", me dijo mamá veinte años después. Resultó que el hombre era golpeador y además sufría de celos patológicos. La Ñata también se lo había contado a mamá, que no supo hacer nada. Esa noche de viernes, él llegó enojadísimo de trabajar porque, como siempre, "sospechaba" que la Ñata había estado con otro. Ella se encerró en el cuarto, según la reconstrucción de la policía. Y el hombre rompió la puerta y la atacó.
Mi madre se despertó con el escándalo: "Eduardo, despertate, la Ñata está gritando". Se quedaron quietos, esperando que parara. Como tantos actuales testigos de violencia doméstica en sus barrios, esperan a que se calle. A veces las calla la muerte. Pero como la Ñata no se callaba, papá se levantó y llamó por teléfono a la casa de Doña Aída. Allí vivía también el Tite, uno de los hermanos menores de la Ñata. Le avisó de los gritos. El Tite no tuvo acceso a la casa de ladrillos rojos por el frente, nadie abría, y él no tenía llave. Así que les pidió a mis padres para subir por la azotea. Saltando entre tejas y ramas de árboles, el Tite llegó a la ventana de la Ñata, rompió el vidrio y entró para encontrar a su hermana muerta sobre la cama. "¿Cómo la mató? ¿La sofocó?" le pregunté a mamá. "No", dijo ella, ya resignada a que no podía embellecer el relato, "le abrió la garganta". No necesito describirles lo que imagino que encontró el Tite sobre la cama, bañada en la sangre de la Ñata. Lo cierto es que vino la policía y encontró al marido en el baño con una garrafa de gas abierta, queriendo matarse. No lo logró, llegaron antes.
Esa historia me acompaña como una especie de leyenda urbana. Me pregunto muchas veces si es "la verdad" o si la verdad fue la que me acompañó hasta muy entrada mi adolescencia. Sé que la respuesta es la que me dio mi madre finalmente, la que me confirmó Ely después de cuarenta años preguntándome lo mismo que mi compañerito de primer año de escuela o mi prima en la cocina. Pero yo prefiero aferrarme a la primera historia que me contaron. Tal vez fue por eso que, hace un par de años, cuando me invitaron de un liceo porque la profesora de Idioma Español estaba dando mi cuento, para que los chiquilines me conocieran y me hicieran preguntas, yo respondí, ante la pregunta de "¿De qué murió la Ñata?" "De un ataque al corazón". La profesora entonces aprovechó para hablarles de las consecuencias emocionales de la dictadura, de que seguramente el ataque al corazón habría sucedido debido a la tristeza de no saber cuándo volvería a ver a su hijo... No, no tenía nada que ver con la dictadura, pero no dije nada, claro. Yo, para mis adentros, que también creo en la causa espiritual de las enfermedades, pensaba por el contrario en el Hugo cuando en el kiosko bonaerense donde compraba todos los días El País, o El Día,  vio la noticia en primera plana con la foto de su casa, y la noticia del asesinato. El murió, muchos años después, de cáncer. Dicen que el cáncer es algo no resuelto que te carcome por dentro. El Hugo no estuvo para defender a su madre. Y de eso sí, tiene la culpa la dictadura.

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