El pacto

Este es un cuento que escribí hace como 20 años, y nunca fue publicado, como tantas otras cosas. Les cuento en la intimidad, que este cuento refleja lo que para mí es una relación ideal, aunque no coincida con las ideas de muchos de ustedes. Me gustaría compartirlo y, si fuera posible, saber qué tan loca estoy... o no.


EL PACTO

 Después de que las primeras fiebres primaverales pasaron, dieron lugar a un verano caliente pero estable, tanto, como si no fuera a acabar nunca.Los besos se asentaron, y ya no obedecían a un apetito incontrolable de la madrugada y el mediodía y momentos cuando justo había algo impostergable para hacer, sino que ahora, en este estío delicioso de sabores salvajes, horas para tomar mate y tormentas refrescantes, los besos eran ese oasis que podía esperarse pues llegarían, en la paz de un sillón de mimbre junto a la puerta entreabierta del jardín, o en la cama tibia, luego de largo rato de conversar sobre pasado, presente y futuro, y de sentir costado contra costado dos pieles unidas en un abrazo fraternal.Habían llegado a esa etapa en que la belleza pasa a estar más allá del color de los ojos y se aloja en la ternura de una mirada embolsada en las mañanitas remolonas; más que en una boca sensual, en las trompas por una broma de mal gusto.
Vivían peleando cómicamente, gritándose improperios, tanto, que los "mi vida" pasaron a ser sustituidos por insultos emitidos con más amor que una canción de cuna. A veces rodaban por el suelo a carcajadas por alguna ridiculez de uno de los dos, multiplicándose las risas con cosquillas o cabezazos inoportunos, como en una película de los Tres Chiflados.La confianza había entrado en algún momento, quién sabe cuándo, por la puerta del frente, atándolos uno a otro con sus hilos pegajosos, en los cuales las palabras y los gestos de un lenguaje íntimo iban quedando atrapados como insectos en la telaraña, y se dejaban arrebatar su sentido primitivo poco a poco como las polillas dejan de sacudir las alas, de modo que los tabúes ya no eran prohibidos, las palabras sucias despertaban sonrisas, y las caricias obscenas eran la dosis cotidiana de la más profunda y desinteresada ternura. El sabía cuándo ella tenía insomnio por la respiración casi inaudible  a su costado, y tampoco dormía por hacerle una silenciosa compañía. Ella sabía cuándo él degustaba solitario de los placeres del amor porque oía desde el escritorio, cuando se quedaba trasnochando con un libro, el balancearse rítmico de los elásticos de la cama y los suspiros que anticipaban la quietud. Se burlaba de él al otro día, llamándolo con epítetos de hombre, y él la corría con almohadonazos.No hubo prejuicios posibles, no hubo más ritos milenarios desde el momento en que ella permitió cruzar la barrera de las mínimas apariencias y le confesó su secreta teoría de que cualquier ser humano en determinadas circunstancias podría encenderse al fuego prohibido de un cuerpo de su mismo sexo, y él contestó, al pasar, que la voz de su cantante preferido a veces le sacudía ciertas fibras escondidas.
Luego no eran más que hombre y mujer, sin doma ni sumisión, cuando reptaban por la cama, cualquiera sobre cualquiera, enredados por las piernas, con todas las luces encendidas, sin ropas ni sábanas, y con los sentidos fijos en las súplicas del otro.
Día a día ensayaban nuevas formas de la confianza, confesando cosas que todo el resto condenaba como deplorables, y que sin embargo adivinaban legales, como el gusto por ciertos olores nauseabundos, y vicios tardíamente infantiles encubiertos con celo como el de hurgarse la nariz. Siempre un paso más allá, testeando las barreras del otro que jamás encontraban, sino una cera, virgen pero flexible, que respondía amoldándose, acogiendo cada forma extraña al trato social.
Tan raros llegaron a ser, porque ya no actuaban dentro de ningún juego de lenguaje conocido, y sus diálogos parecían más el desarrollo espontáneo de la vertiente del pensamiento, así se decían lo que pensaban, sentían, sospechaban, tocaban, veían, y si una chica tenía los senos grandes, y si los ojos verdes de un hombre la habían conmovido.
Nunca más habría prejuicios posibles desde la vez en que ella lo ayudó a hacer la valija para el viaje de trabajo, una maleta pequeña y liviana, sin aspavientos, y, tras mirarle con cariño los hombros redondos y brillantes de la ducha recién acabada y los gestos de niño malcriado que asociaba con sus alborozos más íntimos, le dijo: -Llevá preservativos, no vaya a ser que me traigas el SIDA-. Él, fulminado por el flash de una instantánea, quedó fotografiado por unos segundos, sin descubrir la solución de aquel rompecabezas de roles. Si estaba hablando con una mujer, la suya, o con una madre, o con un amigo de la barra, eso fue lo que se le mezcló en aquel momento, y al mirarla, vio que eran todos: la amada forma regordeta de las conocidas mejillas, y la sonrisa bondadosa de una abuela, más en los ojos el brillo cómplice de Carlitos cuando decía "¡Hijo 'e tigre!". Pensó en cuán lejos habían llegado con la  búsqueda a tientas de los muros, que ella podía ser, a la vez, amante y muchachón de barrio.
Se sentaron entonces en la cama, uno de cada lado, las manos unidas como descubriendo a aquel ser que tenían frente a sí, de mirada potencialmente lujuriosa y sonrisa indulgente. Y allí no pudieron menos que acordar el pacto, basado en aquella reincidente ausencia de secretos: al no haber encontrado las barreras tan minuciosamente buscadas uno en el otro, se comprometían a seguir hasta el final, a pisar terrenos donde pareja alguna había incursionado nunca en la historia del amor. Serían amigos de verdad, por completo, como esas adolescentes que cuchichean por horas las ilusiones del primer beso, como los amigotes que se pasan las llaves del bulín. Y entonces, si las deidades autoras del destino decidían entreverar sus historias con las de otros personajes, soplando excusas tentadoras a los oídos para desviar aquel camino recorrido tan directo hacia la esencia del otro; entonces, si surgían en la imaginación laberintos retóricos para la desaparición del otro, el compañero, para mirar con ojos sin antiparras otros cristales inquietantes, para escurrir una mano hacia otra piel estremecedora; entonces, si todo eso pasaba, el otro, el compinche, sería el primero en saberlo, para opinar sin malicia y salirse del medio, no víctima sino cómplice, no engañado sino con la verdad, con más verdad que las habladurías, que ya no podrían herir ni separar a nadie.
Estuvieron un  rato abrazados, temblando los dos de miedo  y placer, como dos escaladores mirando hacia abajo desde la cúspide de la montaña que habían alcanzado; con terror de la peligrosidad de aquel pacto que podía llegar a derrumbar sus egos, maravillados a la vez de la distancia recorrida desde el punto de partida, tan modesto como un  beso de los tantos que se seguirán dando para siempre todos los principiantes del mundo, camino en el cual no había vuelta atrás, en el que, paso a paso, se habían ido despojando de sus intimidades hasta la última, la inquietud vulgar, el primitivo celo.
Temblaban los dos cuerpos, deseando  retractarse, gritando las glándulas, los tejidos, los órganos que no era cierto, que no cedían esa libertad, que si había un intruso matarían, pero las bocas, cerradas, sabían que no podían, si querían ese amor total, retroceder.
Años han pasado ya desde el acuerdo de aquel pacto, ni roto ni cumplido hasta hoy día, en que se acarician el pelo nevado y entrelazan las manos con grietas. No saben por qué nunca entró en vigencia el trato; quizás porque cada vez que se encontraron con otros ojos lascivos, inflamadores, enigmáticos, capaces de tirar abajo los travesaños de una vida entera, ellos les buscaban detrás de la lujuria algo que jamás encontraron, que era aquel brillo de la abuela cómplice, o de  Carlitos, el del barrio.

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