Más mujeres de todos colores y "Tilo"

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Hoy -me refiero a un día del año 2009- traje un relato de Juana de Ibarbourou llamado Tilo, donde la poetisa uruguaya recuerda con ternura momentos de la infancia con su perro. Les digo que voy a leérselos en voz alta para que nos sirva de inspiración y poder regresar a la niñez, de donde rescatar algunos recuerdos. A Silvana se le endurece el rostro. “Yo no tengo nada que contar”, me dice. “A mí siempre me cagaron a palos, y lo único que yo quiero es que a mis hijos no les pase lo mismo. No tengo intenciones de acordarme de nada, y menos escribir”. Le explico que no es obligatorio, que está claro que ella debió tener un pasado difícil, pero que lo que se espera hacer, justamente, es intentar rescatar algo, como una mascota, un amigo, un momento del día, en que puedan reconectarse con la fantasía que todo niño desarrolla. El rostro de Silvana no se suaviza; moreno, límpido y rebosante de juventud, enmarcado por decenas de trencitas en las que ha anudado su pelo, me mira desde el mismo sitio desde el que me miró el primer día. Desde un país lejano, como si yo fuera una extranjera en su tierra. Habíamos logrado acercarnos, pero hoy, me ha vuelto a enajenar. Ximena levanta la mano, desde detrás de la mesa, con el respeto que aprendió tiempo atrás en la escuela. “Yo quiero decir que, al revés de lo de Silvana, yo tuve una infancia llena de amor. Me gustaría escribir todo eso.” Me dispongo a comenzar con Tilo para, les digo, despertar ideas en ellas. Silvana se pone de pie y dice con hosquedad “yo no puedo quedarme, me acordé de que tengo que ir a hacer algo” y sale del salón. Me quedo con la sensación de que tengo las manos vacías, de que, queriendo hacerle un bien, tal vez le he hecho un mal, como dar un regalo que entristezca al agasajado. Comienzo con Tilo, de cualquier manera.
Noto que sólo Mayra, con su bebé en brazos, me escucha y se sonríe ante la descripción del perro de Juana. Las demás ya están absortas, sus cabezas gachas, sus miradas dirigidas hacia la mesa, y escriben sin parar. Ya me había pasado esto. El taller de “lectura y escritura” se ha convertido en “sólo lectura” para algunas que todavía no se atreven a plasmar sus experiencias en el papel; “sólo escritura” para las que rebosan de ansiedad por ser escuchadas. El caso de Mayra es del primer tipo. Cuando termino de leer Tilo, me encuentro con sus ojos y le digo que puede tomar una lapicera y compartir algo con el resto de nosotras, se pone de pie y con su figura esbelta, de piel aceitunada y cabellera negra espesa, se retira del salón. “Tengo que irme”, me dice, pero no pretende fingir coherencia, ya que lo único que hace es sentarse del otro lado de la ventana que nos separa de la sala de los cochecitos de bebé, y de allí sigue participando, aunque no escribiendo. Irse del espacio físico de nuestro salón fue su manera de huir del compromiso de exponerse.
Patricia estira la mano, arrastrando por la superficie de la mesa su cuaderno escolar. Su carita joven, de sonrisa translúcida, me mira con la esperanza de que lo que ha escrito sea comprendido. Se expresa con sonidos que en un comienzo me fueron difíciles de entender. Tiene una dificultad del habla que sus compañeras ya hace tiempo han zanjado, puesto que me hacen de intérpretes, pero la escritura nos ha servido de puente, porque puedo leerla y no necesito pedirle que repita.
El párrafo ha hecho que se suspenda la circulación de mi sangre. En comparación con la lectura de Tilo, sobre el perrito que Juana creía de pedigrí y que la acompañaba a la escuela; después de la lectura que he hecho un minuto antes del relato de Lourdes, que me cuenta acerca de su mejor amiga en la primaria, la narración de Patricia me magulla los ojos con la palabra “abuso”. Curiosamente,  como respuesta a mi exhortación de recuerdos reconfortantes, Patricia se entrega a la descripción minuciosa de la noche en la que encontró a su padre en la cama con su hermana, desnudos. Un relato despojado de emociones o adjetivos. La crueldad sin eufemismos vista a través de los ojos de una niña. El texto termina con la explicación, que he estado buscando en mi intuición, acerca de la razón por la que Patricia me confiaría esto, si hace apenas un par de semanas que nos conocemos. El padre hizo prometer a ambas niñas que no contarían nada a la madre. Años y años de silencio, hasta hoy, que una supuesta profesora de escritura se convierte en el recipiente esperado. Rodeada por unas circunstancias formales que se lo permiten, Patricia se abre porque esta vez siente que no está haciéndolo a través de un impulso emotivo que puede dejarla una vez más expuesta al mundo que ya tantas veces la ha vapuleado, sino por cumplir una tarea requerida desde una autoridad docente. Sólo que yo no se lo he pedido.
Le devuelvo el cuaderno, sin leerlo en voz alta. Le digo que está muy bien escrito, y que requiere mucha valentía el disponerse a contarlo. Me mira orgullosa. Sigo con el poema que ha escrito Carina, sobre el amor. Lo leo en voz alta. Levanto la vista y me encuentro con lágrimas que corren silenciosas por las mejillas de Patricia. Copiosas, imposibles de detener. Las demás le preguntan si le emociona el poema de Carina. Niega con la cabeza, señala su propio cuaderno y sigue llorando. Agradezco en mi corazón a Dios la posibilidad de estar ahí, siendo causa y continente de la liberación de tanto sufrimiento agazapado. Tal vez a partir de hoy Patricia se sienta un poco mejor. O esa es la ilusión que da sentido a mi trabajo.
Antes de terminar la sesión, otra mujer llamada también Karina me dice con su sonrisa de golosina que no puede entregarme el cuaderno porque le ha llegado la inspiración; aún no ha terminado su obra de hoy y piensa seguir en los días sucesivos.
Ximena me entrega el suyo y me dice “Antes de irse, ¿puedo hablar con usted a solas?”.
Les anuncio que acaba de terminar nuestra sesión de hoy, y les pregunto si quieren suspender la de la semana que viene, ya que serán vacaciones de primavera, y los niños estarán invadiendo todo el lugar. Me dicen que no, que a los niños los van a poner a mirar tele, que yo no falte. Me voy contenta.
En el pasillo, Ximena me regala un pantallazo panorámico de su propia niñez. De su abuelo, con quien vivía en el Departamento de Maldonado, y de lo aplicada que había sido en la escuela. De hecho, eso se evidencia en la hermosa caligrafía de su cuaderno. De sus sueños de un futuro brillante hasta la muerte de su abuelo, de su venida a Montevideo y de su estar en la calle, con 24 años de edad y dos hijos pequeños. Dice que quiere escribir un libro de su vida, y que esto que me entrega es sólo un comienzo. Le digo que lo vamos a escribir juntas. “Nos vemos el martes”, nos decimos. 

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