Golondrinas sin retorno 6

Continúo hoy con las golondrinas. (Si quieres leer el resto, haz click en las etiquetas "Charlemos de..." encima de "golondrinas sin retorno" y léelas en orden 1, 2, 3... etc.; no te sorprendas que aparezcan en orden descendente) Aquel día en que escribí por última vez (el episodio 5), me sucedió que me contacté gracias a la magia de internet con una canadiense cuyo padre y abuela nacieron en el mismo pueblo de mi abuela. Eso me paralizó. Porque en el intercambio empecé a darme cuenta de que muchas cosas que yo sabía por tradición oral, por parte de mi abuela, tal vez no eran tan ciertas. Y me obsesionó la veracidad. ¿Podría seguir escribiendo si mis datos no eran verdaderos? Demoré varios días en retomar las golondrinas. Pude hacerlo cuando me di cuenta de que lo que yo quiero contar, lo que quiero compartir con ustedes y lo que quiero que identifique a tantos otros descendientes de inmigrantes, no es un hecho preciso en un año y un país, sino una sensación que constituye un legado. Entonces comprendí que no importa que algunos datos que me haya contado mi abuela no fueran precisos. Porque de hecho, los recuerdos que ella tenía de su aldea eran los recuerdos de una niña... ¿Cómo podrían llegar a ser acertados, precisos? Imposible. Pero lo que a mí me constituyó no fue la historia real, la de los libros, o la objetiva, la que sucedió de veras (si es que existe una historia objetiva y verdadera, o sólo se trata de relatos contados desde diversas perspectivas) sino la que me llegó a través de los cuentos, las risas y los miedos de mis abuelos. Comprender eso me liberó. Y aquí continúo con mis golondrinas...


Por ese tiempo, Ladislava comenzaba a aburrirse de la vida en la aldea. Una aldea llamada Zabiele, que en ese tiempo no figuraría en ningún mapa, y donde en esos años (finales de la década de los 20) acababa de volver a pertenecer a Polonia, que también tantos años había estado oculta dentro de los mapas rusos. Una aldea que hoy día, principios del siglo XXI, alberga ochocientos habitantes, pero hace cien años no serían más de cincuenta familias. Una aldea donde ella había vivido cosas innombrables, y que sin embargo relató en esos huecos del tiempo que nadie sabe bien dónde se materializan, a su nieta. Historias terribles, historias de guerra, historias que habrían hecho a cualquier ser humano sensible salir en busca de otros horizontes en cuanto le hubiera sido posible.
Por ejemplo, le había relatado el momento en que, durante la Primera Guerra (entre los años 14 y 18, es decir, cuando Ladislava tendría menos de 10 años de edad), un par de soldados de un bando u otro, supuestamente alemanes o rusos, se habían acercado a la casa de la familia rogando por un lugar donde dormir, porque hacía días que no lo hacían. No importaba de qué bando eran, porque a los polacos no les interesaba esa guerra, al menos a esa gente de campo, que seguía en su letargo feudal, con sus casas de madera y sus animales de trabajo. Es que Polonia no era parte de esa guerra, que irónicamente se había desarrollado en gran parte en su territorio. La familia les había abierto el establo, donde los soldados, con sus rostros jóvenes, de rasgos todavía aniñados pero surcados por las inclemencias del tiempo, la preocupación y el horror vividos, se acurrucaron junto al ganado y quedaron dormidos inmediatamente. Recordaba Ladislava que su madre había comentado que ése no era lugar para estos jovencitos, que seguramente tendrían una madre en algún sitio, preocupada por si comían bien y estaban abrigados, y que tendrían, en lugar de hacer la guerra, que estar cortejando a las muchachas de sus pueblos. La niña Ladislava se entretuvo entonces antes de dormir con la imagen de las madres de los soldados, despidiéndolos con un beso en la frente y entregándoles un atado con ropa de abrigo y hogazas de pan. Como todas las madres del mundo, como ella misma un día lo sería. Imaginaba los ojos azules de los soldados mirando galantemente a alguna muchacha de aldea, los imaginaba trabajando la tierra, como a sus propios hermanos. Se durmió sonriendo, como si las palabras de su madre hubieran alejado un tanto la guerra que los cercaba como fantasmas, y le hubieran permitido imaginar a una humanidad perfectamente en paz, como debería haber sido siempre. La despertaron los gritos. La madre y el padre miraban por la ventana, sus rostros congelados de horror y las manos tapando las bocas para ahogar un grito. Ladislava se acercó a hurtadillas a otra ventana. Sabía que entre sus padres no le harían un lugar, que la obligarían a volver a la cama. A través de los vidrios empañados vio cómo otros soldados, de uniforme distinto –rusos o alemanes, contrarios a los que dormían, pero los colores y las características se difuminan en las brumas del tiempo, además de que no es importante... ¿es relevante, en realidad, quién muere y quién vive, en una guerra?-, habían abierto con escándalo el establo y sacaban de allí a rastras a los soldaditos con los que Ladislava había soñado. Todo el pueblo parecía estar pasando por una situación similar. Con antorchas, a caballos y en un violento tropel, el nuevo grupo militar, que seguramente los había venido siguiendo, había asolado el pueblo, abierto todas las puertas, revisado todos los establos. Los soldaditos no parecieron despertarse. El sueño que necesitaban hacía días los había ganado rotundamente, los había envuelto, los había preservado del horror que les esperaba. Entonces Ladislava vio cómo los arrastraban hacia fuera, tirando de sus botas, pateándolos, gritándoles,  y ellos comenzaban a entreabrir los ojos, como los bebés recién nacidos, su primera reacción ante la luz hiriente, los puños cerrados cubriéndose la vista, y un grito, un llanto, una palabra que en los recién nacidos aún no puede ser… y en los soldados ya era imposible que fuera… “mamá”. Si hubieran estado lo suficientemente conscientes, seguramente eso sería lo que habrían  exclamado.
Los enemigos desenvainaron sables y los cortaron en pedazos. Pobres soldaditos.
Muchos, muchos años después, Leonora discutía sus dificultades para dormir con una amiga, que casualmente era psicoanalista. En su asociación libre se le ocurrió referir el hecho. La amiga le dijo “es que en tu familia, dormir parece ser peligroso”. “Puede ser… puede ser.”
Arquetipos que nos acompañan por siempre, el miedo del bisabuelo puede, si se mira bien, encontrarse reflejado en  los ojos del bisnieto.  Cargamos con sus bultos, con sus alforjas, y esencialmente, no hemos cambiado nada.

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