Mujeres de todos los colores y lo difícil de ser madre

Detalle de La Maternidad de Gustav Klimt

Si ya han leído mi serie "Mujeres de todos los colores" sabrán de qué les hablo. Si no lo han leído, les cuento que se trata de mi trabajo en un Hogar diurno para madres sin techo que depende del Estado. Trabajo allí con un taller de narrativa, para ayudar a esas mujeres a reconstruir una historia de dolor que las ha llevado a bloquar sus expectativas y a terminar en la calle. No tienen problemas de incapacidad; tienen problemas de auto-estereotipo, un bloqueo emocional. El mundo es una carga demasiado pesada para ellas. Si te interesa leer los capítulos anteriores, pincha aquí. La primera entrada con la que te encontrarás será esta misma. Para leer más, deberás bajar hasta fechas más antiguas. 
Hoy sigo con un nuevo episodio. 

Esto sucede un martes 13 del año 2010. Lejos de ser un día ominoso, como la fecha anticipa, éste es el día que recordaré con más cariño en el taller. Mis mujeres han decidido ellas mismas esperarme en el salón de actividades para niños, que durante la semana está desocupado porque los niños están en la escuela. Lo han decidido así para estar “más tranquilas”. Allí me conduce una de las educadoras, y al entrar me encuentro con Silvana y Ximena sentadas a una mesa muy baja, sobre sillitas confeccionadas a la medida de los chiquitos que allí trabajan, como en los jardines de infantes. Silvana tiene a su bebé en brazos; está dándole pecho, y alrededor de la mesa camina, gatea y salta el chiquito de Ximena, que se entretiene con los diversos juguetes de la salita.
He traído un tomo de Las mil y una noches con grabados antiguos y tapa dura, que hay en mi casa desde hace muchos años y cuyo origen es oscuro. Se quedan mirando la reliquia que emerge con dificultad de la boca de mi bolso. Comienzo a explicarle a Silvana, que estuvo ausente el martes pasado, por qué traigo este respetable tomo, pero Ximena me quita la palabra. Que Karina se llama también Scheherezade, que Scheherezade es la narradora de los cuentos de las Mil y una noches, que Aladino es uno de esos cuentos, que Scheherezade se había casado con un sultán que mataba a sus esposas al amanecer de su primera noche de bodas, que Scheherezade lo había conquistado con sus cuentos y por eso había sobrevivido mil y una noches, hasta que el sultán, enamorado de ella, ha cambiado y decide seguir con ella como esposa para siempre. Me asombra cómo prestó atención en la sesión pasada. Muchas veces tengo la impresión de que están absortas en sus propias historias, buscando la mínima excusa para ponerse a escribir como desaforadas. Pero el relato de la narradora de las Mil y una noches ha cautivado a Ximena, y ahora también a Silvana, que la escucha y exclama con entusiasmo, tal vez porque intuyen que la narración puede convertirse en una tabla de salvación para ellas mismas, al igual que para la Scheherezade de la leyenda. Contar historias salva, por eso ha resultado una fuente de inspiración.
Sin embargo, hoy no nos sumergimos en el cuento que he seleccionado, ni tampoco logramos acordar un tema acerca del cual escribir. No me es posible. Porque Silvana ha traído unos dibujos que hizo en un taller de arte al que concurren otro día de la semana, y me da a leer una redacción donde explica su dibujo. La ilustración representa una serpiente, atemorizante en la musculatura que se enrolla alrededor de una cruz. Lo que ha escrito tiene muchas connotaciones psicoanalíticas, a mi parecer, cuenta acerca de un sueño recurrente de Silvana, donde persigue a una víbora porque quiere tocarla, sentirla enroscarse en su cuello, pero la serpiente huye entre el pasto. Más tarde la encuentra enroscada en la cruz, quieta, al alcance de la mano, pero no se atreve a tocarla, la contempla y se va. Yo pienso en cuántas cosas habrá que Silvana persigue pero, que al llegar, no se atreve a apoderarse de ellas. Se lo digo. No sé por qué vericuetos de su mente me empieza a hablar de su madre. No lo entendí en ese momento, y tampoco hoy, que estoy intentando organizar estos pensamientos un poco más. Silvana se pregunta por qué su madre la arrancó de la casa de sus abuelos, donde hasta los cinco años había sido feliz, para llevarla con ella, esclavizarla y golpearla. Le digo lo que alguien alguna vez me dijo, pero nunca me sirvió: “Los padres hacen lo mejor que pueden con lo poco o mucho que saben”. Es irónico; esto nunca me ayudó a perdonar el hecho de que mis propios padres no llegaran a conocerme verdaderamente. Que supieran superficialmente que yo era una niña aplicada, pero cada vez que elegí algo más informadamente que ellos jamás pudieron hacerlo para sus propias vidas, me ignoraron, como si hubiera sido la elección de un ser inepto. Eso me ofendió, me sigue ofendiendo. Mi marido fue para ellos la elección a la ligera de una niña tonta. Tener un segundo hijo también. Que yo haga estas actividades honorariamente me convierte en una eterna adolescente revolucionaria. “Salí rara”. Y me sigue ofendiendo. Y sin embargo, le ofrezco a Silvana, a quien su madre golpeó físicamente entre los cinco y los trece años, cuando pudo huir, la frase inútil, sabiendo de antemano que no le servirá. Me sonríe incrédula, mirándome de soslayo. “No me interesa perdonarla”, me dice. Pero hay algo más que yo quiero decirle, y yo misma no entiendo qué. Me sale decirle que su madre estaba mal de la cabeza. Ladea la cabeza un poco; sigue incrédula, mirando la mesa fijamente. Le digo que yo una vez estuve muy mal de la cabeza y que no supe cómo detenerme. Era un día en que mi hijo Emiliano tenía dos años y medio. Mi marido estaba de viaje hacía meses, yo trabajaba muchísimo y de noche recogía a mi hijo de la casa de mis suegros y me dedicaba a él. No tenía un minuto de ocio y todo eran obligaciones que no podía dejar de cumplir. Y usaba –aún uso- lentes de contacto. En un momento de juego frenético con mi hijo –nos hacíamos cosquillas, nos reíamos, hacíamos una mímica de boxeo-, él roza con un dedito uno de mis ojos y el lente sale despedido. Nunca más lo encontré. Para mí los lentes eran mi bastón, mi muleta. Sin ellos no podía caminar, porque no tenía a nadie en quien apoyarme. Mi hijo, mi trabajo, todo dependía de mí. Entonces estallé. No le pegué, no. Pero ojalá lo hubiera hecho, porque las heridas del cuerpo se curan. Me volví loca y comencé a gritar y gesticular teatralmente, tirándome de los pelos, alzando mis brazos al cielo pidiendo “Dios, ayudame a encontrar el lente!!” Emiliano no entendía. “Quedez que zo te azude a buzcad ed dente?” No quiero recordar lo que le respondí. Que él era mi desgracia y no sé qué otras cosas más. Le puse el pijama brutalmente y lo arrojé a la cama. Le apagué la luz y no le dí las buenas noches, yo que siempre lo abrazaba y le leía un cuento. Lo oía sollozar asustado entre las sábanas, y me dolía, pero algo me impedía volver atrás. Hasta que pedí ayuda. A una amiga por teléfono. Le expliqué que algo se había apoderado de mí, que había hecho algo horrible pero que no sabía cómo volver atrás. Necesitaba que alguien me dijera qué hacer, que me diera órdenes. Mi amiga me dijo que fuera a la camita, lo alzara en brazos y le dijera que había encontrado el lente. Así lo hice. “¿Apadezió?” preguntó Emliano, mirándome con esos ojos verdes enormes. “Sí”. Suspiró y se durmió en mis brazos. Aún me duele. Porque esos recuerdos quedaron en una parte del cerebro de Emiliano donde no puedo volver a acceder. Le he pedido perdón un millón de veces a lo largo de su vida, pero cuando era pequeñito no entendía lo que yo quería decirle, mientras que ahora, que ya es un adolescente, me dice que no recuerda nada de lo que le estoy diciendo. Es decir, no puedo acceder al Emiliano de dos años y medio y decirle que no es mi desgracia, ya no puedo. Porque ese Emiliano quedó encerrado en una memoria que está más allá de mi alcance. Y ese es mi castigo.
Silvana me ha escuchado con demasiada atención. Ximena se ha reído bajito en algunos momentos. Es que no les estoy contando una verdadera tragedia, como las que ellas han vivido, y mi exaltación se le hace graciosa, un poco desmedida. Intento explicarles que el punto de lo que quiero decir es que yo estuve mal de la cabeza un día, y no me considero una mala madre. La madre de Silvana parece haber estado mal de la cabeza todos los días de su vida, lo que la convirtió en una mala madre, pero tal vez no era ella misma, estaba fuera de sí, de la misma manera que yo lo estuve ese día. “Pero nunca me pidió perdón” me dice Silvana. “De muy grande le dije lo que me había hecho sufrir, y le quitó importancia”. “Seguramente sigue mal de la cabeza” le respondo.
Creo que esta charla ha surtido efecto. Yo me voy un poco más aliviada de esta carga que me pesa hace ya más de diez años. Se lo he contado a unas sobrevivientes, y hasta lo han encontrado motivo de risa. “No es nada grave” me ha dicho Ximena. Eso es bueno.
Pero lo mejor es que Silvana agradece al final de la reunión. Me dice que le hizo bien que habláramos de su madre. Y eso es una gran cosa. Y como si sus pétalos se hubieran abierto de pronto ante una gota de rocío, me dice que si me parece bien ella piensa escribir para la próxima acerca de Érika. “Ella es la única amiga que tengo, estoy orgullosa de tenerla”.

Comentarios

  1. Helena, tu historia con Emiliano me movió todo por dentro. yo no tengo hijos pero si un hermano 9 años menor que yo. nuestra infancia en común fue difícil, y muchas veces fui como su madre. ojalá se pudiera revertir mi castigo y pudiera acceder a los lugares de su memoria donde guarda los malos momentos que le hice pasar por no poder entender ni controlar la situación de la que ambos eramos víctimas.

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  2. Querida, no sé tu nombre, pero tu comentario también me movió todo por dentro. Hace más de un mes que publiqué esta historia, y sufrí mucho al escribirla y pulirla, hasta que la saqué fuera y quedó en este blog, como una ofrenda que alguien hace a un dios pagano para purgar sus pecados. Hoy tu comentario me ha hecho volver a esta historia. Porque por más que se exprese y se purgue, la culpa es más grande, siempre. De alguna estúpida manera me alegra saber que hay alguien más a quien le pasa lo mismo ("desgracia de muchos..." dice el refrán). Entonces pienso que lo bueno que tiene pasar por cosas malas es que van a ayudar a otro que también las pasó para entre todos encontrarle un significado y una salida. Y nuevamente la certeza de que estamos aquí para los otros, y que lo mejor que podemos hacer es comunicarnos... Gracias.

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  3. no es estúpido que te alegre, creo que es el alivio de la pena compartida
    Gracias

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  4. Helcia, cuánto te quiero... Fer

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  5. Hola Helena. Me encantó tu blog. Lo comparto acá:

    http://lalibelulamagica.blogspot.com/

    Rossana Piccini

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