De alondras y ruiseñores 3

Seguimos con el tercer capítulo de la novela. Si quieres leerla desde el comienzo, pincha aquí y comienza a leer por la entrada de más abajo, en orden numérico. Les recuerdo que hasta el último capítulo, Ana se había encontrado con la misteriosa carta para su madre, y se pondría a investigar de qué se trataba. Pero en este capítulo nos detenemos un momento a conocer más a Ana y su vida íntima...

3

Cuando abrió los ojos por segunda vez en la mañana, Fabrizio ya se había ido. Todavía el aire olía a café, pero no tan penetrante como a las ocho de la mañana, cuando habían desayunado juntos. Era sábado. Ana no trabajaba los sábados, y solía dormir hasta el mediodía. Pero una vez cada dos meses Fabrizio venía desde México por quince días y ella pasaba esas noches de viernes y sus correspondientes mañanas de sábado con él en el monoambiente en el Centro que la empresa para la que trabajaba había adquirido como base para que anclara en sus frecuentes viajes.
Habían pasado una noche tranquila. Pidieron pizza por teléfono, él siempre tenía cervezas en la heladera, y ella había traído un litro de helado comprado en el autoservicio justo debajo del edificio. Era una rutina que se cumplía desde hacía dos años y medio, por lo que el romanticismo de las cenas con velas y tacos elaborados por él mismo se había transformado en charlas largas de asuntos cotidianos, y la elaboración de la comida se había ido simplificando para no entorpecer la tertulia, hasta recurrir a las rotiserías que entregaban a domicilio. La cama también se había rutinarizado, y habían ya dejado atrás noches enteras en vela, en que cuando estaban a punto de dormirse, se miraban y –clic– volvían a empezar a acariciarse. Ahora parecían un matrimonio bien consolidado; sabían exactamente qué les gustaba a cada uno y lo llevaban a cabo sin hacerse rogar. Ana sabía, por ejemplo, que cuando besaba el pecho de Fabricio, muchas veces podía permanecer allí por varios minutos, pero otras, inadvertidas que había aprendido a percibir, sentía en la coronilla una dulce presión a la cual si cedía, la iba a guiar –lo sabía– hasta aquellos matorrales de él que en algún tiempo le habían dado miedo, pero donde ahora sabía exactamente qué hacer, la precisa imposición de los labios, la ayuda que podía ejercer su propia mano, y los mensajes que los suspiros de él le enviaban, como, por ejemplo, cuándo insistir en un movimiento particular de la lengua, e incluso cuándo detenerse y volver a su pecho. Fabrizio también sabía que a ella le molestaban sus propias piernas, demasiado largas, por lo que habían optado tácitamente, sin jamás decirlo, por una postura dulce y relajada, donde ella miraba hacia la pared de su lado de la cama, en posición fetal como si nada estuviera ocurriendo, y él se amoldaba a su cuerpo, en idéntica posición, a su espalda, mientras le resoplaba en el oído. En algún lugar había leído que se llamaba “la posición de las cucharas”, y cuando ordenaba la cocina –la de él o la suya propia– no podía evitar colocar a las cucharas todas juntas, cóncavo contra convexo. Si no lo hacía, se quedaba con una sensación de que había dejado la cocina desaliñada, y su propia voz interior la hacía sonreír, en una broma íntima que no compartiría con nadie.
La noche anterior no había sido distinta. Un apacible repiqueteo de cucharas, dormir seis horas de corrido hasta que a las ocho menos cuarto sonaba el despertador de Fabrizio, Ana levantándose antes que él para subir la temperatura del calefón y encender la cafetera, y la misma conversación de todos los sábados:
-Es tu día libre, Ana, quédate en la cama, que yo ahorita me preparo el café.
-A mí me gusta cuidarte. Vos levantate y duchate, que yo apronto la mesa.
Ambos desayunaban en bata, con la diferencia de que él a continuación se vestiría con camisa y corbata, y ella volvería a la cama hasta que el sol estuviera tan arriba que ya no pudiera ignorar sus pinchazos tras las venecianas, nunca herméticas. Después se levantaría, miraría la tele mientras decidía qué cocinar, luego bajaría al autoservicio, compraría lo necesario para la comida de turno y volvería al monoambiente a preparar todo para esperarlo a la una y media con el almuerzo.
Esa mañana no fue diferente. Descartó una vez más cocinar ella misma una Caruso porque no tenía ánimo de picar la cebolla y decidió que compraría la salsa ya preparada en la fábrica de pastas. En la esquina, haciendo su número frente a los autos que se habían detenido ante las luces de tránsito, estaba el malabarista. Era un muchacho altísimo y delgadísimo, como un árbol joven, con el cabello oscuro, crespo y largo hasta la mitad de la espalda, vestido de un perpetuo negro que lo hacía lucir aun más delgado y más alto, ofreciendo su acto con bolos de colores que subían y bajaban con un magnetismo hipnótico entres sus manos, a cambio de la moneda que algún automovilista tuviera la buena voluntad de dar. Nunca variaba su número, aunque sus ropas siempre lucían limpias y él aseado, y los bolos algunas veces evidenciaban haber sido recientemente pintados con nuevos colores brillantes. Como si los malabares fueran una profesión real, para toda la vida, como el kioskero que pone un nuevo toldo a su puesto, o la maestra que se compra un flamante guardapolvo, el joven invertía tiempo y talento en mantener decorosa su vestimenta y vistosas sus herramientas de trabajo, los bolos, a cambio de un puñado aleatorio de monedas. Ana recordaba que lo había visto por primera vez la misma tarde que visitó, también por primera vez, a Fabrizio. “¿Este muchacho piensa seguir haciendo esto toda la vida?”, ahora pensó. Y aunque esa mañana, evidentemente, no fue diferente a las demás en innumerables detalles, fue cuando se dio cuenta de que Fabrizio la aburría.
Se habían conocido en el aeropuerto de Ciudad de México, cuando ella volvía de participar en el Congreso Iberoamericano de Química, y él tomaba su usual vuelo bimensual hacia Montevideo.
El avión se había atrasado un par de horas, y la gente comenzaba a impacientarse. Eso daba lugar a diálogos circunstanciales.
-¡Qué disparate! –comentaba una señora.
-Dicen que la aerolínea está en conflicto… -interactuaba un hombre a su lado.
-¿Montevideana? –oyó de pronto decir a una voz junto a ella.
Giró la cabeza hacia la voz grave y cordial, joven y circunspecta, y allí estaba Fabrizio, mirándola con ojos atentos. Ana bajó la cabeza, como siempre hacía cuando dos ojos de hombre la embestían, como ahora, y vio que en sus propias manos tenía el pasaporte uruguayo, de donde el hombre habría adivinado su procedencia. Cuando la mitad de la población de un país vive en una sola ciudad, la chance de adivinar el origen de uno de sus ciudadanos es de dos a uno.
Así se engancharon en una charla accidental, que continuó en el avión, después de que la señora junto a Ana accediera a intercambiar asientos con Fabrizio. Al aterrizar, ya flotaba en torno a ellos un aire familiar como de viejos amigos de juegos infantiles que de pronto se descubren púberes y deseables. Enredada por las diferentes asas de los bolsos que cargaba, ella le entregó su cartera y le pidió que la abriera, que hurgara hasta el fondo para encontrar su pasaporte. El sacó, a sabiendas, entre sus dedos pulgar e índice un tampón en su cubierta de plástico, y su cara ensayada de asombro e incredulidad hizo que ambos se desternillaran de risa.
La cena, esa misma noche en el monoambiente, fue algo predecible, la conclusión derivada forzosamente de las premisas que podrían describir aquel loco día. La cama, un epílogo, como esos párrafos que finalizan un libro anunciando que continuará; supieron de esa manera que podrían enamorarse, si es que ya no lo estaban, porque esa otra persona los complacía en cuerpo y alma.
Casi tres años habían transcurrido desde aquella primera vez en el monoambiente, desde aquel atraso del avión en Ciudad de México. Y Ana se preguntó qué había cambiado, que no lograba encontrar en Fabrizio la fascinación que le había ejercido hasta hacía no tanto tiempo. Se preguntó también cuándo había sido la última vez que se había sentido segura de que quería seguir con él así para siempre; pero para esta cuestión presentía que no había respuesta, como tampoco hay respuesta a la pregunta de cuándo deja de ser de día y comienza la noche, ya que ni siquiera la puesta de sol sirve de frontera, porque el declive del sol empieza, irremediablemente, varias horas antes. Y esa certeza de que, ay, de pronto ya es de noche, la hacía sentir aun más sola que cuando se había sentido sola porque había estado sola. La soledad siempre dolía, casi físicamente, pero encontraba alguna cura en la opción por una actividad en que uno se encontrara consigo mismo, como una película mala sufrida sin reproches por haberla elegido, o la masturbación sin prisas. Sin embargo, estar en compañía experimentando el aburrimiento hacía que la soledad pesara mucho más, no en el cuerpo, porque de hecho no estaba sola, como el que no puede tener hambre si tiene el plato lleno, sino en las actitudes que debía tomar. Debía aceptar el sexo, debía conversar con Fabrizio, debía interesarse en sus asuntos y compartir con él los suyos, debía planificar salidas a comer afuera o a caminar por la Rambla y aceptar sus invitaciones, porque si nada de eso hacía, habría que justificarlo, lo que daría lugar a una charla sin fin de los motivos y las frustraciones, que también le aburría pronosticar. Entonces la soledad era mayor, como es mayor el apetito de quien tiene frente a sí una comida que nunca le ha apetecido, pero por no llamar la atención sobre sí, finge masticar despacio y sonríe y halaga al chef, sin esperanzas entonces de que le ofrezcan otra cosa.
Cuándo había comenzado a sentirse así, entonces, nunca iba a poder calcularlo, pero con seguridad sería algo relacionado al tiempo transcurrido. No porque pensara que todas las parejas, con el paso del tiempo, tendieran a marchitarse; sus padres habían sido una enérgica representación de lo que dos podían alcanzar juntos a lo largo de toda una vida. Pero tenía la convicción de que el crecimiento tenía que ver con la evolución en etapas, que así como le había gustado jugar a la rayuela en la vereda, más tarde en la vida escuchar música en el zaguán e intercambiar confidencias, para pasar a leer libros en la hamaca paraguaya del fondo en soledad, entendía que el lazo con un compañero sexual no podía permanecer tantos y tantos meses confinado a cuatro paredes de un monoambiente concedido por una empresa extranjera. Es verdad que ella nunca había insinuado mucho. Nunca le dijo, por ejemplo, que le habría gustado viajar a México. Tampoco lo llamaba a larga distancia, y de la familia de él sólo tomaba lo que él ofrecía, que eran unas escasas fotos que traía en la billetera. Y el día que murió Silvia, no lo llamó llorando desconsolada, porque él fue la última persona de la que se acordó.

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