Mujeres de un reino muy muy lejano

Hoy les cuento una cosa que me pasó el año pasado y cuyo influjo me persigue cada día...

Tengo prontas las maletas, las acabo de entregar en recepción para que las custodien hasta el momento de mi partida definitiva, y me siento en el living junto a la puerta de entrada, de cara a la calle Abdulhakhamit que aparece bastante apacible para lo que es el resto de Estambul a estas horas del mediodía. Me percato de que llegó el momento que tanto he esperado desde que supe que la Universidad me financiaba el viaje para este congreso en Turquía: el regreso. No me gusta viajar, no me gusta dejar a los niños fuera de la égida de mi control, menos me gusta apabullar a mi marido con largas listas de actividades y recomendaciones. Pero esta vez ha sido un poco peor. No sólo porque nunca he hecho un viaje a un lugar tan lejano, sino porque mi suegra falleció en la mitad de mi estadía. Todavía recuerdo el choque que significó esa palabra, “falleció” cuando la leí en el email que él me envió, titulado “Kurosawa”. Quería consolarse a sí mismo a través de mí, haciendo referencia a la película “Sueños” del referido director, que habíamos visto juntos. Nunca más olvidamos el último sueño de la película, donde un funeral se manifiesta en la forma de una fiesta de agradecimiento por la vida larga y provechosa del muerto. Eso era lo que mi marido quería decirme a través del mensaje que me envía: no quiere tomar la muerte de su madre como una tragedia, sino como el recordatorio de que tuvo una preciosa vida. Para mí, acostumbrada a recibir mensajes donde se planteaban pequeños problemas cotidianos que tenían solución por medio de un consejo, la palabra “falleció” me abarcó toda la cabeza y el pecho, como si inundara mis pulmones de una noción de inexorabilidad que pocas veces en la vida había sentido. Acostumbrada a responder “ya se va a solucionar”, la palabra “falleció” no me dejaba lugar alguno para el diseño de soluciones. Mi suegra, con su voz suave y su paciencia, ya estaba bajo otra jurisdicción, para siempre.
Pero no fue hasta el momento en que me senté, tres días más tarde, en el living del hotel, con las maletas ya entregadas en custodia y tres horas por delante antes de salir hacia el aeropuerto de Ataturk, que volví a pensar en la turbiedad de la palabra “falleció” y la lloré discretamente, cubriéndome la cara con un periódico escrito en un idioma que nunca, en esta vida, podré llegar a descifrar. Unos momentos después, llegó a sentarse en un sillón junto a mí una muchacha musulmana que no tendría mucho más de veinte años. Poco sé de religiones, pero por la zona del mundo en la que me encontraba, sus rasgos arábicos y un largo vestido gris bordado que llevaba puesto, eso pensé. Pocos minutos más tarde descubriría que estaba en lo cierto. Ella venía arrastrando un par de valijas, y se sentó junto a ellas en un sillón que formaba parte del mismo living donde estaba yo. Me sonrió con una dulzura inusual, sin separar los labios, estirando apenas los ojos almendrados en un gesto bondadoso. Cuando le pregunté si partía de Estambul ese día, me contestó que sí, que era pakistaní y que volvía a su país, hoy. También había formado parte del mismo congreso, y nos habíamos hospedado en el mismo hotel, pero no habíamos acertado a encontrarnos. El congreso había recibido a cerca de dos mil personas, por lo que las posibilidades de que dos personas que no se conocen eligieran ir a ver la misma ponencia,  que hubieran reparado una en la otra y trabado conversación, era mínima. Fue sólo ese momento, en que las dos esperábamos que llegara la hora de partir hacia el aeropuerto en el micro que teníamos asignado, que llegamos a vernos, desde detrás de nuestras mutuas miradas de simpatía. Yo saqué un pañuelo para sonarme la nariz de la congoja de minutos atrás. “¿Gripe?” me preguntó ella su inglés de acento peculiar. “No”, decidí no mentirle, “estuve llorando”. Su gesto equivalió a una pregunta, la boca semiabierta, una ceja apenas alzada que invitaba a seguir hablando. “Mi suegra falleció durante el congreso; yo la quería mucho, pero lo supe en el medio del congreso y todavía no lo había podido internalizar; sólo pensé en que mi marido estaba solo con nuestros hijos cuando sucedió esto”. La expresión de intriga se suavizó para dar lugar a una mirada de ternura. “Mi madre murió hace dos meses”, me dijo, “¿cuántos hijos tienes?”. Le conté sobre Emiliano y Leandro, de quince y nueve respectivamente, y su gesto volvió a mutarse en sorpresa. “Tu rostro es muy dulce, como de una mujer recién casada, o incluso soltera, nunca habría sospechado que tenías hijos hace ya tantos años”. Seguramente la vida de una mujer musulmana deja en el rostro más huellas que en el de una occidental. Al menos que el de una uruguaya, una uruguaya y de clase media, lo que equivale a decir –lo he comprendido tras años de experiencia- el paraíso. Me dice que se llama Nazia, le digo que me llamo Helena. “Helena… Helena” piensa. Seguro que mi nombre le suena a Occidente, símbolo de esa otra mitad del mundo de donde le llegarán tantas leyendas como a nosotros de Oriente. No en vano la obra que inauguró la literatura y la educación aristocrática en valores en nuestra tradición occidental tiene como punto de partida el rapto de una mujer con mi nombre. Pero no encuentra en su mente la referencia. Sólo oye sus ecos, como una reminiscencia. Yo no tengo ánimos para explicárselo y me quedo en silencio, mirando hacia la calle.Minutos después se nos suma otra mujer. Mayor que Nazia, más bonita y más elegante. Nazia es rellenita, de estatura baja y anchas caderas, y unos ojos tristes como un domingo de lluvia. Esta trae unos ojos negros iluminados de un espíritu indoblegable, un vestido rosa fuerte, bordado delicadamente que le llega hasta los pies, apenas entallado sobre su cuerpo casi diría que atlético. Me mira directamente a los ojos. Su mirada no es hostil, pero es muy franca, incluso incomodante. Un piercing adorna el costado de su nariz, un brillo de plata resaltando sobre su piel ensombrecida, como la primera estrella en el cielo que anochece. Luego mira a Nazia, la interpela en un idioma que no conozco. Más tarde sabré que se trata de urdu, el idioma que predomina en Pakistán. Nazia me mira, me señala, hablan de mí. Ambas son de Pakistán, compartieron la habitación durante el congreso y vuelven juntas a su patria. La bonita, mayor, la de mirada convencida se llama Uzma. Me estrecha la mano en señal de saludo. ¿De dónde vengo? No importa, apenas puede repetir “Uruguay”, no le interesa el fútbol, donde en estos días (acabábamos de ganarle a Sudáfrica en el glorioso Mundial que nos logró arrancar del letargo que nos tenía anclados en el sueño de Maracaná) estábamos siendo noticia en el mundo. Yo podría haber venido de Alaska o Madagascar, ella no tenía idea, y yo le explico, pero creo que da lo mismo, como si un extraterrestre recién bajado de su nave nos diera las señas de un planeta confundido entre decenas de otros, en otra galaxia: da lo mismo. De hecho, tengo la impresión de que somos de galaxias diferentes. Hasta un rato después.
Ellas quieren almorzar. Yo, como típica uruguaya, ya no tengo nada en el bolsillo. El traslado al aeropuerto ya fue pago con anticipación, y me quedan cien dólares sin cambiar, por si las moscas, pero ni una moneda turca. Les digo que ya comí, que no tengo hambre. No es cierto, pero prefiero esperar un par de horas más para la bandejita del avión, ni loca voy a cambiar mi billete de cien dólares que tan orgullosamente he sabido conservar. A la vuelta de la esquina del hotel, pleno verano en Estambul, un pequeño bar con sus mesas sobre una calle peatonal ostenta carteles escritos en tiza con los platos del día. Ellas piden unas sopas exóticas que les sirven en unas cazuelas de barro junto con una canasta llena de panes, tantos que ni cuatro personas podrán terminar de comer. Al descuido me apodero de uno y sacio mi urgencia. En la mochila llevo una botellita de agua. Quedo pronta.
Comenzamos así una conversación de muchas cosas, todas entreveradas, como la que tendrían unas personas que están contentas de encontrarse y sin embargo saben que les queda un par de horas para pasar de ser totales desconocidos a nunca jamás reencontrables. Las chances de que volvamos a vernos son remotas. Y sin embargo, algo flota en el aire, un ángel de amistad que va tomando forma y va susurrando en nuestros oídos que quien tenemos allí delante, tan diferente, es sin embargo una mujer, igual a una, con similares sorpresas y pesares. De los hijos pasamos a la muerte… temas universales. De la muerte a la religión. Uzma, devota musulmana, me revela que el Antiguo Testamento es parte de las Escrituras musulmanas, y que Mahoma respetaba a Cristo, pero no como el Mesías, sino como un profeta más, como el propio Mahoma lo fue. Ahora sí, después de su Santo Profeta, esperan la llegada del Mesías. Les digo que nosotros, los cristianos, también estamos esperando al Mesías, pero no su llegada sino su regreso, porque creemos que ya llegó en la persona de Jesús. Uzma acota que los judíos, que no creyeron en ninguno de estos dos profetas, ni Jesús ni Mahoma, también esperan al Mesías, que llegue de una vez por todas. La intuición me golpea la frente como un rayo de luz, y se los digo: “Las tres religiones estamos esperando lo mismo”. Uzma asiente y agrega: “Y las tres religiones creemos en el mismo y único Dios”. Hasta el día de hoy, esta revelación me ha perseguido, como una sombra, o un fantasma. No he dejado de leer sobre el Islam, ni de preguntarme el por qué de la Guerra Santa.Nazia no participa en la conversación, su mirada está perdida en la calle que parece destilar un vapor húmedo a estas horas del día, en que el sol está más alto. Un termómetro digital en la puerta de un edificio marca 32º C. Sus pensamientos, creo yo, están en su lejano Pakistán, en la tumba de su  madre.Se hace la hora y nos encontramos sentadas en la mini van hacia el aeropuerto. Nazia va sentada a mi lado, apoya su cabeza en mi hombro y me toma la mano. Me sorprende: llora. “Extraño a mi madre” dice “y tú eres una dama –lady- tan pero tan amable”. Le aprieto la mano y vuelvo a pensar en mi suegra. Somos dos corazones que comparten una pérdida.
En el aeropuerto Uzma vuelve a mirarme directamente con sus penetrantes ojos negros. Hay una luz hermosa en ellos. “Quisiera seguir conversando de religión contigo, por Internet” y se despide estrechándome la mano. Nazia se me prende en un abrazo que parece eterno y que no pertenece a ninguna tradición, simplemente un ser humano aferrándose, a través del infranqueable cuerpo, al alma del otro. “Escríbeme, por favor”, me dice.
Uruguay me espera con sus calles melancólicas, con su “luz de patio”, como decía Borges. Con sus certezas cristianas sin convicción, con sus vestimentas occidentales, que ya no me atrevo a llamar “normales” –nunca más-, con los pedazos de mi marido, que ha perdido a su madre, que debo juntar a mi regreso. Pero soy una persona nueva. Y hasta el día de hoy seguimos intercambiando fluida correspondencia con estas mujeres que me parecen casi irreales. Viven en un “Reino Muy Muy Lejano”, sólo que hasta allí llega Internet.
  

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