Road movie 2014 - al estilo impresionista III


Viaje en el espacio y el tiempo

Ahora entiendo cómo alguien puede vivir en Estados Unidos hace 40 años y no saber inglés… como el viejo Antoni que conocí la semana pasada, que apenas balbuceaba unas frases hechas… Ha habido (y hay) una ola de inmigración tan pero tan grande, que existen supermercados enteros que traen productos importados de Polonia, y la gente ahí, en esas tiendas, habla en polaco (también en inglés, pero no es lo que sale espontáneamente).  La iglesia polaca (que en Montevideo está casi desierta los domingos)  es, en esta zona de Michigan, nueva, construida hace menos de una década!!
Iglesia polaca en Michigan

Por dentro

El mercado es el mercado. Llama la atención tener tanta comida polaca junta, y libros, y souvenirs, como si uno estuviera de turista, no en EEUU, sino en Polonia.
  
  


Pero lo que me impresionó realmente fue la misa. 

Yo tengo una foto de los años 70 de la iglesia polaca en Montevideo. Quedaba en Jacinto Vera, más precisamente Cufré y Caraguatá; hoy sigue siendo una iglesia, creo que se llama “San Antonio”. Después se construyó una capilla más pequeña en Luis Alberto de Herrera casi San Martín, pero nunca volvió a tener la misma concurrencia. En mi antigua foto, un puñado de personas vestidas de domingo amontonadas  en la puerta es toda la señal de que había algo importante esa mañana en ese sitio. No eran muchos, pero eran todos los que eran, y se sentían contentos de encontrarse y hablarse en polaco después de una semana en sus trabajos locales, en distintos barrios de Montevideo, mezclados con gente uruguaya que les hacía practicar español quisieran o no. (Hoy eso ya es parte del pasado; son contados con los dedos quienes hablan polaco en Uruguay, y a la misa no va casi nadie).

Yo iba de la mano de mi madre. Las dos íbamos por compromiso. Pero las dos teníamos razones diferentes para no querer estar ahí. Ella, porque salió a su padre que, como siempre me lo describió, era “rebelde a la iglesia”. Yo la veía rezar cada noche arrodillada, ya en camisón, al costado de su cama. Y supongo que rezaba en español, nunca la escuché. Yo la miraba desde lejos, respetuosa y silenciosa desde la puerta, hasta que ella se persignaba y yo sabía que podía entrar a darle el beso de buenas noches y tironearla de la manga del camisón para que me acompañara a mi cama y me arropara. Pero la ceremonia de la iglesia, creo que era algo demasiado aparatoso para ella. Dios estaba al alcance de la mano, al costado de la cama, ¿para qué tanta alaraca de trajes formales, rezos estandarizados y silencios pomposos? Tal vez eso lo heredé de ella.
Por mi parte, yo odiaba ir a esa misa porque me aburría, además de que no entendía nada. Veía a mis abuelos ahí parados, en la calle o en el atrio, saludando a todos en un idioma incomprensible, mi padre vestido de traje, de punto en blanco, tan orgulloso de poder hablar polaco una vez a la semana entre gente que lo admiraba, porque era el hijo apuesto y con plata de mis abuelos (mi tío era más apuesto, pero se había ido a vivir a Estados Unidos; era la década de los 70, y la dirección y el sentido de las oleadas de inmigración habían cambiado). Entonces, tarde o temprano, siempre las miradas se dirigían a mí; yo le llegaba a mi papá un poco más arriba de las rodillas y me entretenía, para no llamar la atención, mirándome la punta de mis zapatos de charol. Pero no había caso: alguien decía, en ese idioma de chistidos, crujidos y chirridos algo que sonaba como “ches-chare-cheschi”, y tenían el tupé de agarrarme de los cachetes y zarandearme la cara, como si ésta les perteneciera, como si el dolor que me provocaban no tuviera la menor importancia. Como los niños que aprietan a un gato contra el pecho, creyendo que haciendo esto pudiesen adueñarse un poco de este ser ajeno, que no les pertenece pero quieren asimilar. Igual eran estos polacos viejos que me pellizcaban las mejillas y me desordenaban el pelo, que mi mamá, entendiendo, volvía a poner en su lugar cuando terminaba el acoso, mirándome con ojos compasivos; ésa era una de las expresiones más puras de su amor: su comprensión de lo que yo experimentaba.
En fin. Después se entraba a la misa y el cura recitaba en polaco algunos rezos que resonaban con algún dejo de canto gregoriano, vestigios de la antigua misa en latín, que los fieles respondían en el mismo tono. Eran sólo algunas partes de la misa, pero si se repiten con suficiente frecuencia, yo creo que se graban a fuego para el resto de la vida. Lo comprobé el domingo pasado, y ya se los cuento. Pero antes, permítanme divagar un poco y ya ponerme a escuchar, saliendo de la parte más remota de mi cerebro, a las voces de mis abuelos cantando con fervor, sin vergüenza de desentonar un poco, porque un canto a Dios nunca podía ser mal visto. La voz que más se destacaba, no obstante, sobre todas las de la iglesia, era la de mi padre, que había querido ser cantante pero se casó y nací yo, y se le arruinó el futuro… en fin, nunca lo admitió, pero para mí que fue así… Su voz se alzaba por encima de todo lo que se podía oír en la iglesia, yo hubiera jurado que llegaba hasta los rincones de esos confesionarios oscuros que me daban tanto miedo, hasta adentro de la cajita dorada contra la pared detrás del altar que el sacerdote abría con una llavecita para sacar de allí la hostia, hasta las sonrisas estáticas de las estatuas de los santos, que siempre me parecieron un poco macabras. A mí me daban un poco de vergüenza las voces de mis abuelos, un poco desafinadas, en especial la de mi abuela, que como mujer tenía la voz más aguda y se imponía sobre las demás. Pero la de mi papá, por el contrario, me llenaba de orgullo, porque lo veía sacando pecho con su traje y corbata, y yo sentía que si él no estuviera ahí, no habría misa que valiera la pena presenciar.

Hace no puedo figurarme cuántos años que no estoy presente en una misa en idioma polaco. Muchos, muchos años. La última vez habrá sido una que pasó inadvertida, como pasará también, quien sabe, el último día de nuestras vidas, sin que lo imaginemos ni podamos mirar con nostalgia (por eso siempre hay que estar preparados).

El domingo pasado, de Pascuas, yo estaba con Zygmunt y Janina y me dijeron que, obviamente, ellos iban a la misa polaca; si yo quería ir con ellos. Yo hace tiempo que veo a las ceremonias religiosas en general con un interés rayano en lo antropológico. Miro a las personas entrando a las iglesias y me pregunto cuál puede ser el impulso que los lleva a estar ahí, en ese aburrimiento, una hora de su día libre en una ceremonia que para mí no tiene demasiado sentido. Pero esta vez dije que sí. Porque esta vez tendría sentido. Sería volver, aunque fuera en el hemisferio norte, a presenciar una misa como a la que iba con mis abuelos y mis padres, que mi madre tanto esfuerzo hacía por soportar, en la que yo sufría tanto por las muestras de cariño exacerbadas de los amigos de mis abuelos. Bueno, pensé, al menos nadie va a apretarme los cachetes ahora…

Lo que viví ahí superó mis expectativas emocionales. Porque ¿cómo explicarlo? Cuando el cura rezó con la entonación de canto gregoriano, cuando Zygmunt a mi lado se puso a cantar en polaco con esa voz que tanto se parece a la de mi abuelo, y cuando, unos lugares más allá, un hombre de traje se puso la mano en el pecho para que su voz subiera más alto sobre las demás, hasta, tal vez, tocar el cielo, empecé a llorar. Y bajé la cabeza, y nadie me vio, por suerte, pero el pecho me temblaba de sollozos. Porque los demás presentes estaban en misa de Pascuas, mientras que yo estaba en un viaje en el tiempo y el espacio. Una vez más junto a mis abuelos, y mi padre, fervorosos cantantes, una vez más sin entender nada, y sólo me faltaba mi madre compadeciéndose de mí (que a esa sí todavía la tengo, pero los temas de compasión mutua se han ido divergiendo tanto, que ya no nos entendemos, como si habláramos idiomas diferentes).


Puedo decir que creo en Dios pero no en las ceremonias. Ahora bien, si las ceremonias son capaces de despertar las emociones que yo sentí ese día, entonces puedo decir que es Dios quien se comunica con nosotros a través de ellas. Porque yo tuve allí, sin que nadie se diera cuenta, un trance religioso.

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