¿Me estaré poniendo vieja? (o Road movie 2014 - episodio 4)

Dicen que la vejez se hace presente a cualquier edad, que su síntoma es la ausencia de asombro (“la capacidad de asombro…etc.” diría un estúpido personaje uruguayo). Eso es lo que sentí hoy cuando estuve, hace apenas unas horas, en las cataratas del Niágara. En realidad no quería ir. Pero Zygmunt insistió, me dijo que eran preciosas y que además serviría para cortar en 2 el viaje de regreso a Michigan. Claro que las 12 horas se transformarían en 15 con el desvío hacia las cataratas, pero seguramente no sería lo mismo hacer 12 horas, como a la ida, con cortes de 15 minutos para comer e ir al baño, que 7,5, 2 horas caminando por el parque junto a la bruma rugiente del Niágara precipitándose por el vertiginoso corte en su curso, y 7,5 horas más. Tenía razón. Lo único que no me satisfizo fue lo que sentí. O, mejor dicho, lo que NO sentí. Sí, es impresionante la potencia natural de esa agua. Sí, lo más llamativo es que, allí, al norte de los Estados Unidos, la primavera todavía  no llega, y grandes zonas donde Zygmunt jura que también cae agua en verano, se ven como la cobertura blanca, inmóvil,  a la vista suave, de una torta de bautismo. Ok. Saqué fotos como pude, apretujándome entre japoneses, cubanos y americanos seguramente provenientes de grupos de excursiones desde zonas más al sur, donde sí ha llegado la primavera, que llevaban shorts y sandalias mientras yo añoraba una bufanda. Un grupo heterogéneo de personas, que me parecían todos estúpidos (yo incluida), tratando de pelearse por una toma más o menos clara de su persona contra las barandas al borde del agua, como prueba de que allí habían estado. No, yo no soy una excepción, también tengo mi foto cholula, y aquí estoy:

Lo que me diferenciaba, tal vez, era que ellos parecían tomárselo en serio, mientras que yo me sentía vieja. Pensé que el rugido del agua, la niebla producida por millones de gotas salpicadas a metros y metros de altura, e incluso ese arcoíris que se formaba a la altura de mis ojos, no me llamaba la atención. ¿Estaré vieja?
Quiero pensar que fue por la aglomeración de emociones en relación a las personas que conocí estos días, que mi asombro no tiene espacio para una sorpresa más. Las personas, en sí mismas, su estilo de vida, sus miradas y su lenguaje, pero también lo que significaban para mí, y sobre todo, sus sueños, tan iguales y tan diferentes  a los míos, porque, claro, todos queremos ser felices, pero hay formas de buscarlo que simplemente no están al alcance de cualquiera.
Tomemos al primo Andrzej, por ejemplo, con su cara redonda, su enorme panza también redonda “de tanta cerveza” como él mismo admite, su camisa a cuadros, su chaleco de guata y su camioneta Chevrolet gigantesca. Un granjero. Pero su imagen no es nada si no la ubicamos en Chicopee, un pueblito de inmigrantes de todas las nacionalidades (entre otros polacos, portugueses, latinos y una pobre “working class” americana). Andrzej no es un granjero. Es un maquinista en una fábrica de algo que no entendí cerca de su pueblo, pero luce como un granjero, tal vez porque lo fue en Polonia, antes de emigrar hace unos 30 años (ahora tiene 60), tal vez porque vive en una zona casi rural de Estados Unidos en el estado de Massachusetts, tal vez porque es la mejor forma de trabajar, en su tiempo libre, en las 60 hectáreas que compró en la ladera de los montes Apalaches. Allí nos llevó, para eso su enorme camioneta, y entre los pinos gigantescos y abedules blancos, en un claro del bosque limpiado por él mismo y su tractor que está allí como prueba y testigo, una casa rodante, pequeñita pero amueblada como una casita de muñecas, con una alacena repleta de todo tipo de bebidas alcohólicas. Esa es su manera de buscar la felicidad. Por más que a mí me gustaría, no podría comprar un lugar así, simplemente porque donde yo lo quisiera tener, en el paisito, directamente un lugar así no existe.
Andrzej es muy tímido. Es el hijo de Antoni, diría yo la principal estrella de este viaje, el sobrino de mi abuelo de 94 años, el último testigo vivo de que mi abuelo existió y un día enloqueció partiendo para Uruguay. Yo lo iba a ver a Antoni. Zygmunt había acordado llevarme en ese viaje interminable, gastando galones y galones de combustible, sólo para que yo le diera un abrazo, tal vez el último, a este viejo significativo. Pero Antoni vive con Andrzej, y el dueño de la casa es este último. Tímido a más no poder, con una especie de vulnerabilidad rayana en la tontería, probablemente producto de ser el hijo de un hombre tan fuerte y autoritario como su padre (que aún hoy día camina, sí, con un bastón, pero mantiene erguida la cabeza como si sostuviera con el mentón un implemento de malabarista), había hecho todo lo posible para no conocerme. Había llamado a Zygmunt semanas antes, días antes, horas antes de nuestra travesía, para insistir que en su casa no tenía comodidades, que iba a estar trabajando, que no nos podía recibir. A mí no me importaba nada. Antoni sí quería verme, y yo iba a darle un abrazo a él, por lo tanto fuimos “a prepo”. Pero al llegar, Andrzej tal vez había tomado un poco para aflojar su timidez, y cuando me dio el primer abrazo, la razón le mostró a sus emociones la relevancia de que yo estuviera ahí, de dónde venía y  por qué, y comenzó a llorar como un niño. La verdad es que fue algo muy, muy especial, que no esperaba.
Quien no lloraba como un niño, porque me miraba detrás de sus lentes de carey mientras me examinaba la cara con sus manos grandes y agrietadas como un tronco antiguo, era Antoni, que por un momento levantó su bastón del suelo, lo dejó colgado de su antebrazo y se dedicó un buen rato a sostenerme la cara entre sus manos, mirándome, él a mí, llorar.
Cómo explicar en pocas páginas lo que pasó en esas 36 horas que estuvimos todos juntos. La familia polaco-americana típica, con la alacena llena de todas las delicatesen imaginables, los cosméticos del baño demasiado perfumados y de funciones inútiles pero voluptuosas, la ropa de cama sensualmente afelpada y la calefacción omnipresente que marcaba una diferencia radical con el frío exterior, todo eso hacía de la casa y la familia una ostentación de opulencia un poco en demasía. Pero así vive la mayoría en este país, aunque vivan en un barrio de “working class”. La esposa de Andrzej y la hija, permanentemente en la cocina, cocinando, sirviendo, o lavando la vajilla. A mí me dieron el cuarto de la hija de 18 años, y Zygmunt durmió en el subsuelo, que tienen arreglado como para un encuentro entre amigos trasnochados, con heladera y sofás camas.
Durante las comidas, chusmearon un poco en polaco, un poco en un inglés “cuadrado”, como el español de mis abuelos, sobre otros miembros de la familia que viven en otras ciudades de Estados Unidos, o Polonia, y contaron chistes, de salón y verdes, que no tuvieron problema en traducir para mí al inglés. El viejo Antoni se fue ablandando poco a poco durante todas esas horas, comenzó a hablar en inglés, un poco rudimentario demás, que se había negado a hablarlo hasta casi el final de nuestro encuentro, como si quisiera ahora asegurarse de que antes de irme yo hubiera absorbido todo lo que él tenía para decirme. Finalmente, la última noche, me contó con ayuda de traducción de su hijo un “secreto de familia”, mirando de reojo a Zygmunt para asegurarse de que él no estaba escuchando. Me lo dijo porque “you are like my baby, you have to know”.

Hoy de mañana, partimos a las 6 de la mañana, para que diera el tiempo de pasar por las cataratas. La esposa de Andrzej preparó un suculento desayuno y sándwiches de jamón y pepino para el largo viaje. Todos nos abrazamos mucho con lágrimas en los ojos, pero esta vez fui yo quien sujeté el rostro del viejo Antoni entre mis manos. Quería verlo por última vez. No era una imagen mutua muy fiel la que guardaríamos uno de otro, porque ambos llorábamos, y se sabe que cuando alguien llora se le desfigura la cara. Pero no había nada que hacer. La cosa era así. Es claro que era la última vez que lo vería. Tiene 94 años, las chances de que yo vuelva a Estados Unidos, particularmente cerca de, o con tiempo de ir a, Chicopee, son remotas. Pero mis manos pudieron tocarlo, despedirme de él tal vez de la misma manera en que mi abuelo lo abrazó y acarició en 1930. No es poca cosa.
Las manos de Antoni, ofreciéndome como regalo un retrato de su tío favorito, mi abuelo, y que hasta el día de ayer tuvo sobre su mesita de luz. Ahora es mío. 


Comentarios

  1. Me encantó Helena, que lindo paseo y qué emoción!! ¿Cuál era el "secreto de familia? Ah, mi familia lituana no tiene esas cosas! jajaja. Un beso

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ahhhh, Manu querido!!!! SI escarbás, TOOOODAS las familias tienen secretos... sólo hay que saber adivinar y escuchar... Y no te voy a contar el secreto, por lo menos en el blog, por algo es un secreto!!!!!! ;-)

      Eliminar
  2. ¡Qué bonito escribes Helena!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El por qué de la alondra y el ruiseñor

La foto que me sacó la hermana de Fucile (y esas cosas de la vida)

El cementerio del Cerro