Odisea por las Europas I


Viernes 8 de febrero de 2013

Una vez leí en alguna parte que un escritor había dicho justo antes de morir: “Si tuviera las fuerzas para escribir, escribiría para contar lo fácil y dulce que es morir”.
Exagero un poco, pero lo cierto que en este momento estoy pensando en que si tuviera las fuerzas, describiría, para alertar a otros viajeros desprevenidos, lo dulce pero difícil a la vez que es llegar e instalarse. Tres aviones, esperas de cuatro horas en cada aeropuerto antes de tomar otro avión y una vez despegado, saber que otra vez tendrás 2, 3 o 9 horas de ese zumbido en los oídos que no te deja pensar. No hablo de que se me tapen los oídos por el cambio de altitud o presión, no; hablo de el ruido del motor del avión y su fuselaje razgando el aire. Un ruido ensordecedor, como un enjambre de abejas que se hubiera apoderado de mi entorno. Después, cargar con mi cartera repleta de documentos, este netbook, la cámara de fotos y los artículos personales de primera necesidad, como la pasta de dientes o las flores de Bach... Además del bolso de mano, que no pesa, pero cuando hay que caminar kilómetros de terminal en terminal dentro de los aeropuertos, hacen que los músculos que conectan los hombros con el cuello sufran. Bueno, hoy me duelen tanto que no puedo siquiera encogerme de hombros, es decir, soy una sabelotoda, porque nunca digo “no sé” con ese típico gesto de desentendimiento... ya sé, un mal chiste.
Por otro lado, el sentirse desconectado. Ya sé que es un problema de nuestro tiempo, que no tuvimos hace diez años y que es una estupidez sentirse así cuando la humanidad durante siglos  ha vivido en base a cartas lacradas y transportadas por hombres a caballo. Si no hubiera sido así, Romeo y Julieta no se habrían desencontrado, y la tragedia nunca habría sucedido. Pero uno se malacostumbra, y es así. Resulta que apenas llegué al aeropuerto de Lisboa, encendí muy contenta mi celu para mandar un sms dando la noticia de que me encontraba en ese país donde no había estado nunca, pero no funcionaba. Pensé que en España lo haría, porque yo había consultado por el roaming en España, no en Portugal, pero al llegar a Valencia, tampoco. Es que mi celu no es “tribanda” o algo así como me habían dicho. “Su celular es tribanda?” Ni idea; igual, ya no había chance de conseguir otro, así que dije que sí. Acabo de cmprender que no. En fin. Eso no debería ser un gran problema, Excepto que al llegar a Valencia, y bajarme en la parada de metro Benimaclet, donde me vendrían a buscar los padres de Elena, mi anfitriona, ellos no estaban y yo no podía hacer uso de mi celular que antes de salir de Montevideo había debidamente cargado con una suma que jamás usaré en Montevideo, pero que estaba destinada a gastar en el disparate que cobran el roaming. Quién es Elena? No es mi avatar ni mi alter ego, aunque bien podría serlo. Elena es una amiga que primero Gustavo, más tarde yo, fuimos cultivando en Valencia. En el año 97, durante nuestra primera visita con nuestro hijo Emiliano de dos añitos, Elena trabajaba en la Fundación Etnor, de la que Adela Cortina era una figura importante. Especialmente Gustavo, cuando las computadoras no se llevaban en mochilas, trabajó meses allí y se hizo amigo de Elena. Yo la vi muchas veces y es verdaderamente un amor, de esas personas que sonríen y hacen sonar cascabeles en derredor. Esta vez, como por la crisis la residencia universitaria donde solíamos alojarnos cerró, Elena se ofreció a recibirme en su casa. Cosa que es maravillosa, porque no hay como tener una compañía con quien turnarse el baño, planificar qué y dónde cenar y comentar pequeñeces que han sucedido en el día... Bueno, pues como Elena trabajaba a mi hora de llegada, sus padres me irían a buscar a la parada de metro cercana a su casa. Las instrucciones habían sido claras: “A la salida del metro, hay una esquina con una farmacia de ladrillos grises. Allí estarán mis padres." Pues fui y me senté en un banco que había en la vereda, buscando a la pareja de veteranos. Nada. Y yo sin señal de celular. Tenía los hombros y los brazos agotados de cargar la cartera, el bolso de mano y ahora también la valjia, enorme, pesadísima. A una cuadra divisé un teléfono público. Hasta allí fui, con una pinta de llegada de la guerra que no podía más. Imagínenme. No había dormido en 24 horas, tenía ojeras grises y todos los pelos desaliñados por haber apoyado la cabeza en respaldos de diferente tipo, y cargaba, a esta altura resoplando, mi equipaje. Llegué al teléfono, cómo se usará? Inserté un euro en la ranura, disqué el número del padre de Elena: “fuera del área de cobertura”, y el teléfono me comió el euro. Noooooo. Inserté 50 céntimos más y disqué a Elena, que estaba trabajando. Pero alcancé a decirle que sus padres no estaban, cosa que le extrañó y le preocupó, y se comprometió a avisarles. Casi de inmediato apareció el padre llamándome por mi nombre “Helena!”. Había desobedecido por completo las instrucciones de Elena. Como no se sabía exactamente a qué hora yo llegaría, la madre se había metido en un café de la otra esquina para refugiarse del frío, y el padre había bajado al metro para ver si me encontraba antes de que yo tuviera que subir las escaleras con el equipaje, y de ahí que el teléfono estuviera fuera de cobertura, porque estaba en un sitio subterráneo. En alguno de esos momentos, mientras la madre tomaba un café y el padre bajaba por alguna de las escaleras del metro, yo emergía por otra de las bocas hacia la farmacia. Lo gracioso fue que cuando finalmente me encontraron, rezongados por Elena que les había insistido en que no improvisaran, que esperaran en la puerta de la farmacia, tras el saludo se inició una cómica pelea entre ellos. La madre, una señora bajita con acento español marcado y un peinado muy cuidado, le reprochaba que ella me había visto varias veces desde la ventana del bar, pero que había supuesto que si era yo, su marido me habría reconocido por la maleta, que desde el bar no se veía. Pero él, claro, cuando yo llegué no estaba allí, y luego no se fijó en mi maleta. Y yo buscaba una pareja, por lo tanto no me fijé en el señor. No era culpa de nadie y era de todos. Yo sin señal en mi celular... En fin, los reproches entre ellos sólo cesaron una vez que entramos en el departamento de Elena y comenzaron a mostrarme cómo funcionaba todo. Pasé un poco de calor, de culpa, supongo que se entiende.
Pero vamos a lo que nos interesa. Finalmente me instalé en el departamento de Elena, conocí a su perrita Pati, que es pequeñita y viejita, por lo tanto se pasa durmiendo, desempaqué y dormí una siesta. Para cuando  Elena volvió del trabajo, yo estaba un poco mejor, pronta para acompañarla a pasear a Pati por los aleredeores del edificio, hacer algunas compras de comestibles, y luego ir a cenar.
Dormí como una bestia, si es que las bestias duermen bien...
Dónde estoy ahora, escribiendo esta entrada del blog? En el autobús que me lleva, hoy viernes, a Madrid, a visitar  a mis amigos Marga y Esteban. Hoy me levanté aún más sabelotoda, me duele cada músculo de la espalda. Pero estoy más tranquila. Y esta entrada será publicada una vez me instale en la casa de ellos. Es decir, es probable que este blog sea publicado la mayor parte de las veces en diferido. Escribiré cuando pueda, y publicaré cuando pueda. En el autobús tampoco hay internet. Es decir, tiene contraseña, y yo no la sé...
Y así fue como tuve las suficientes fuerzas para escribir sobre las dulzuras y las dificultades de viajar y finalmente llegar...

Once horas más tarde... El frío de esta tarde de Madrid hizo que nos quedáramos encerrados en el departamento de Marga y Esteban, pero las horas se pasaron volando, hablando de cosas que cubrían todo el año en que no nos habíamos visto... Mañana me voy a Segovia, a visitar a María y Pepe, mi otra pareja de amigos que representan para mí un cuento de hadas real... Una historia para contar otro día. En resumen, la alumna adolescente enamorada de su profesor jovencito, que se relacionaron seriamente quince años más tarde. Tan seriamente que se casaron. Pero su cuento de hadas romántico se suma al lugar paradisíaco en que viven, la Granja de San Ildefonso cerca de Segovia, y hace que estar cerca de ellos sea como entrar de verdad dentro de un libro de fábulas de otras épocas. Para mañana dicen que hay probabilidades de nevar en Segovia. Hace treinta años que sueño con ver nevar, y nunca se me ha cumplido. Lo lograré mañana?? Serán María y Pepe tan verdaderamente mágicos?
 

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