Odisea por las Europas IV
Sábado 23 de febrero: Ayer llegué
a Vilnius. Sabía que sería extraño, que no sería exótico, y por eso sería tan
extraño. Pero eso no es culpa de Vilnius, sino, otra vez, “culpa” de la
amistad. El aeropuerto de Vilnius es diminuto, y la salida da a unos halls
pequeñitos con asientos para esperar o ser esperado. Cinco pasos más adelante,
la calle, con sus veredas húmedas de nieve, hielo y charcos de lo que hace
horas ha sido nieve y hielo, y comienza a derretirse, entreverado con la tierra
y el humo del tránsito. Algunos pasajeros se abrazan con personas que allí
esperan. Yo estoy sola. Doy algunas vueltas para asegurarme de que todavía
nadie me espera. Entonces la oigo, el grito de “Gelchi!” [sic] que hace tantos
años no escuchaba. Viene del “Helcia”, el diminutivo en polaco de Helena con el
que me llamaban mis abuelos y mis padres. Mis más cercanos amigos de la
adolescencia, apenas descubrían cómo me llamaban en casa, adoptaban el apodo
porque les daba risa. Y a mí siempre me encantó. Entonces, gritando “Gelchi”,
Marisa viene corriendo por un corredor que aparentemente proviene de otro hall de
arribos. Un abrazo postergado por casi tres años. Inmediatamente me hace correr
hasta el ómnibus que une el aeropuerto y el centro, y que pasa por la mismísima
puerta de su casa. Vamos conversando en “uruguayo”, porque no es castellano,
sino justamente eso, uruguayo, lo cual le quita todo exotismo a lo que voy
viendo a través de la ventanilla del bus. Trato de filmar las casitas de techo
a dos aguas cubiertas de nieve mientras Marisa me cuenta que sus hijos asisten
a una escuela pública que es particularmente de reinserción de los lituanos que
han vivido en el exilio. Me va mostrando, a medida que pasan las paradas, que
por aquí queda el colegio de los chicos, que viven allí a tiempo completo
excepto las vacaciones de Navidad y las de verano; o que el suelo del bus está
completamente mojado porque los pies de todos entran embadurnados en nieve pero
la calefacción del bus hace que se derrita formando esos charcos barrosos.
Le pregunto algo acerca de los
precios. Caro y barato a la vez, un poco inconsistente. Un taxi al aeropuerto,
si no hubiéramos tomado el bus, saldría unos 10 dólares. Pero el bus, poco
menos de 1. El taxi es barato para nosotros los uruguayos, pero el bus es casi
igual. El alquiler de un apartamento en la zona que ella vive, que es una zona
residencial muy bonita poblada de embajadas y un hermoso parque, saldría algo
así como trescientos dólares, pero un buen sueldo puede ser de seiscientos dólares, mientras
que en el supermercado, a la noche al acompañarla compré una Coca Cola de dos litros, sobrecitos de
especias para llevar a casa, pan americano para el desayuno, un litro de jugo
de frutas natural y un tipo de arroz (“sarraceno” en castellano) que aquí se
come mucho, y todo me cuesta unos doce dólares. Eso es barato, en relación a un
salario promedio, pero el alquiler es un poco caro, y el bus no mucho más barato
que en Montevideo. Me pregunto si tendrá que ver con las prioridades. Vilnius
es una ciudad muy pequeña (puede recorrerse a pie, y en todo caso en un coche
de punta a punta en veinte minutos), y el transporte puede llegar a considerarse un
lujo innecesario, ¿será así?
En la tarde llega Rimas, su diviiiinooo hijo varón menor. Tiene dieciséis años, es altísimo, con unos ojos celestes típicos de
estas latitudes y una sonrisa que deja entrever un alma purísima, como pocas
veces nos encontramos en este mundo. Y no es la edad; es la actitud. Tiene
siempre algo nuevo para decir acerca de lo que observa y que para otros podría
ser “obvio”, y con sencillez sabe muchos datos y los expresa en un lenguaje
juvenil, sin ornamentos intelectuales, que frecuentemente corona con una
pregunta filosófica del tipo: “A veces me pregunto si esto no sucediera, ¿cómo
sería de otra manera?” Justamente me ha preguntado qué es la filosofía, y yo le
explico que es una manera de ver el mundo que se aparta de “lo obvio”. Se ríe.
“Con razón mamá dice que soy filósofo”.
Mis abrigos excesivos se hacen un
poco redundantes en la casa de Marisa. Al parecer, la mayoría de los edificios
están calefaccionados centralmente (lo cual sale carísimo, pero no se puede
reducir ni ahorrar) y dentro de los apartamentos la temperatura es de entre diceciocho
y veinte grados centígrados. Al entrar, me hace quitarme las botas porque siempre
los calzados llegan con nieve y hielo, entonces se dejan a la entrada, sobre
una alfombra, y se anda por la casa o con medias o con pantuflas, para evitar
el barrial. “Por eso odiamos el invierno”, me dice, “hay que vestirse y desvestirse
cada vez que entramos y salimos” y yo empiezo a relativizar mi quimera de la
nieve…
Antes de anochecer Rimas y Marisa
me llevan a caminar por el parque cercano a la casa. Está oscureciendo, y la
nieve blanda y brillante, virgen, caída en los dos últimos días y en algunos
sitios nunca pisada, comienza a lanzar unos destellos azulados o grisáceos,
dependiendo de la luz de los faroles. Hundo mis botas en la nieve fresca, meto
mis manos y no me importa el frío. No he visto nevar, pero este espectáculo es
ya demasiado hermoso. En el parque, algunos padres arrastran trineos con sus
niños, ya de regreso a sus casas. Hay un cementerio de soldados; las cruces de
diferentes estilos sobreviven sin haber sido cubiertas por la nieve, pero
alrededor de ellas todo es blanco, sin hollar. Cinco grados bajo cero. Me dicen
que si estuviera menos frío, comenzaría a derretirse y habría charcos y sería
resbaloso. Es así de hermoso porque se ha mantenido el frío. Frío y seco. Y se
me adormece un poco la mandíbula, de las pocas partes de mi cuerpo que están
descubiertas, y veo que no puedo sonreír y hablar a la vez… hay que tomárselo
con calma.
Caminando por la calle, enterrada en la nieve |
Rimas es también una mente
artística. Acompaña a un grupo de música latina que toca en bares nocturnos. Él participa de los coros acompañantes. Esta noche tiene actuación, pero se
compromete a ser mi guía mañana por la mañana. Me llevará al museo de las
víctimas del genocidio, ubicado en la antigua sede de la KGB. Y justo está
estudiando la Segunda Guerra Mundial para un escrito el lunes, por lo tanto le
sirve para repasar, además de que lo tiene bastante leído. Me encanta la
perspectiva de ir con Rimas de guía.
Una vez en la cama, quiero
escribir este blog pero se me cierran los ojos y no puedo mantener el hilo.
Duermo perfecto, a veinte grados centígrados, mientras afuera hay bajo cero.
El sábado me levanto a las diez y
estoy deambulando como un fantasma que no reconoce sus recintos mientras Marisa
promete un desayuno suculento desde la cocina, derritiendo manteca en el sartén
para hacer blynai, una suerte de panqueques típicos lituanos, y Rimas llega a
la casa. “¿Desayunaste?” Le preguntamos al unísono. “No, claro, los demás se
quedaron durmiendo, nos acostamos a las cinco, pero yo vine para llevar a pasear a
Helcia”. Tiene esas cosas que lo convierten en un tesoro. El mundo necesita más personas como Rimas, con esa dulzura y desprendimiento. Otro adolescente en
su lugar posiblemente habría dicho mucho más tarde a modo de disculpa “no me
pude levantar, nos acostamos muy tarde”, pero él estaba ahí, incluso se lee
cierto interés en su mirada de hacer ese paseo conmigo.
Desayunamos juntos y
salimos por las calles de Vilnius. Un Vilnius blanco, todo blanco como la noche
anterior, sólo que ahora es casi mediodía y a pesar del cielo nublado el blanco
resplandece molestando la vista. Mi guía me va mostrando lo que vamos viendo a
lo largo de la Gedimino Prospektas (Avenida): el parlamento, la antena de
televisión a lo lejos, y me va contando episodios de la historia reciente de
Lituania, la primera nación en alzarse contra el régimen soviético. Va
diciéndome las fechas con naturalidad, un poco titubeando, otro poco imponiendo
una seguridad de oriundo. Como quien allá en el paisito hablara de la
Revolución Oriental y el papel de Artigas… un poco seguro, repitiendo lo que ya
debería parecer obvio, un poco oscilante entre la colección de datos que la
memoria se empeña en apilar. Se enciende de entusiasmo cuando habla del
deporte: cuenta cómo en esa época, cuando el equipo de básquetbol representante
de la URSS ganó una medalla olímpica, la mayoría de los jugadores eran lituanos, y posaron
ostentando el trofeo y la polémica bandera lituana. Es evidente que eso es algo
que se dicta en las escuelas, de la misma manera que a nuestros hijos les
insuflan la admiración por Artigas. Pienso que el hecho de que la historia de
Lituania haya atravesado tantos hechos heroicos tan recientemente es lo que
marca su identidad, el orgullo de pertenecer. ¿Es tal vez eso lo que nos falta a
los uruguayos? Nuestra Revolución tuvo lugar hace doscientos años, nuestro héroe murió
en el exilio, decepcionado por el resultado de sus anhelos, y nosotros no
tenemos nada más reciente a lo que agarrarnos que a un cuarto puesto en el
Mundial de fútbol de hace tres años… Claro que estos chicos como Rimas, también muestran
una identidad partida, un cierto orgullo que no sabe exactamente dónde
colocarse, debido a su nacimiento en un sitio soñando con las glorias de otro sitio. Ahora se encuentran en el lugar de la gloria, pero ¿a dónde pertenecen realmente? Es una pregunta filosófica...
Nuestro recorrido termina en el objetivo que ayer nos propusimos: el
Museo de las víctimas del genocidio, y tal es la profundidad de la conversación
que esta visita suscita, que terminamos durante un buen rato sentados en un
banco en el pasillo. Allí fue donde me pregunta lo que hace tiempo tiene en
mente, atragantado como una espina: quiere escribir su autobiografía… ¿debería
hacerlo en español o en lituano? Le digo que en el idioma que más le inspire,
que menos lo tranque, que más fluidamente le permita avanzar. Español,
entonces, me dice, y me habla del examen de idioma lituano que debe rendir y
que lo pone un poco nervioso. A caballo entre dos continentes, entre dos identidades
y dos idiomas. ¿A dónde pertenece Rimas? Es la misma pregunta, tal vez, que se
hacían nuestros abuelos en Uruguay. Ahora él repite la historia, ha vuelto a la
tierra de sus antepasados, y según lo previsto allí permanecerá por el resto de
su vida. Bueno, tal vez. Porque un alma de pájaro como la de Rimas puede
llevarlo a cualquier parte.
Terminamos la visita al museo con
un nudo en la garganta. Vimos las celdas de castigo, la sala de ejecuciones,
las fotos y los datos de los que allí murieron, perseguidos por defender a su
Lituania, católica, democrática y única por sus tradiciones milenarias, contra
un régimen que buscaba homogeneizar todo, no sólo los ingresos, sino el estilo
de vida, el idioma, la religión, todo. Le cuento, o le recuerdo, algo que ya
sabe: hace aproximadamente un año yo tuve una dura discusión por Facebook con
su padre, un lituano de extrema derecha y ultra católico que decía (dice) que
todos los comunistas eran corruptos. Yo había tratado de explicarle lo glorioso
del ideal comunista: una utopía de que todos los seres humanos pudieran ser
iguales, que no hubiera más pobres ni ricos ni élites incomprensibles e
indignantes. El padre no había entendido. Es asombrosa la incapacidad de
algunas personas de ponerse en el lugar de otros. De reconocer que un ideal,
aunque no sea el propio, pudo haber tenido un origen noble, aunque la realidad
(como a todo, como a todos) lo haya corrompido. La discusión entonces terminó
en la mutua eliminación de la lista de conocidos en Facebook.
Foto profesional tomada del sitio del museo |
Otra foto profesional del interior del museo. Allí se aprecia la alianza nazi-soviética que subyugó a Lituania. |
Al salir del museo, fui yo la que
me puse en el lugar del padre de Rimas. El Museo de las víctimas del genocidio
me recordó a nuestra dictadura, las torturas, las fotografías de los
desaparecidos. Y de nuestro infame olvido, que llevó a que en 2009 el
plebiscito que permitiría derogar la ley de caducidad fuera ignorado por la
mayoría de los ciudadanos. Al menos los lituanos no olvidan. Y es lógico que
así como yo jamás podría escuchar la justificación de una dictadura militar, el
padre de Rimas, que había crecido educado en esa memoria reciente, no pudiera
escuchar que un comunista tuviera buenas intenciones. De alguna manera me
reconcilié con esa supuesta estupidez dogmática. Qué se le va a hacer. Es obvio
que no enseñan Marx en el liceo en Lituania. Y las fotos de los sacerdotes
muertos a manos del régimen soviético por defender el cristianismo y la patria
los habitan a todos los lituanos, como un fantasma con el que conviven. Se lo
dije a Rimas. Creo que quedó contento. Porque si bien supongo que entendió que
yo sostenía una posición más abierta y su padre una postura inamoviblemente
dogmática, en el fondo sabía que su padre no podía ser considerado “malo”, tal
vez simplemente “cuadrado”. Y bueno, ser cuadrado no puede ser tan malo
tampoco. Hay que saber entender.
Así terminó nuestro paseo, con
reconciliaciones varias.
Me encantó...quiero más!!!
ResponderEliminarAy Hele! Que magia tienen tus historias! No entendí una cosa: por qué Rimas habla castellano, o más bién, cómo es que la familia toda es de acá y de allá? Estoy segura que algo me contaste, pero me olvidé. Rimas! Hermoso nombre!
ResponderEliminarRimas nació en Uruguay, hijo de un lituano y una uruguaya descendiente de lituanos (que es mi amiga desde la adolescencia). Hace unos pocos años (3, algo así, no recuerdo bien), emigraron todos desde Uruguay a Lituania. Ahora repiten la historia de los abuelos de Marisa (y los míos) pero al revés: de "la América" a "las Europas". Y vuelve a ser duro, soy testigo... Como mis padres, estos chiquilines viven a caballo entre dos realidades y tienen una nostalgia por lo que nosotros tenemos a manos, justo al revés de los abuelos... Las vueltas de la vida...
EliminarMuchas gracias Helcia por tan linda entrada, la verdad muy lindas tus palabras! Un besote y espero que haya sido un viaje inolvidable... si no lo fue, siempre está la posibilidad de repetirlo, ¿no?
ResponderEliminarClaro que fue inolvidable, pero claro que se puede repetir!!!
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