De inmigrantes y barcos


Barco de inmigrantes, de Marcel Janco (rumano, 1895-1984)


Así llegó Jan Modzelewski, mi abuelo, en uno de esos tantos barcos que traían inmigrantes desde la Europa oriental. Llegaban con sus baúles, repletos con sus humildes ropas, abrigos como acolchados de plumas que en sus aldeas habían sido imprescindibles, y recuerdos, como alguna única foto existente de sus padres, o un relicario con un mechón de cabellos de alguien muy querido, a quien no sabían si volverían a ver. Casi con certeza que no, que no volverían a verle.
Esos viajes están llenos de anécdotas; todas muy diferentes pero todas capaces de ser contadas en un solo capítulo, porque no importa si fueron protagonizadas por alguien con tal o cual nombre, ni un año antes o uno después; todos vivieron cosas semejantes, o al menos podían reconocerse en el relato de otros. Por eso les gustaba reunirse, por las noches, a estos jovencitos inmigrantes, a contarse sus anécdotas y recuerdos del barco, que a todos fascinaban porque a todos les había ocurrido algo similar, o podría haberle ocurrido, o lo había evitado por milagro.
Surgían entre ellos los llamados “hermanos de barco”. Así se llamaban a sí mismos aquellos compatriotas que habían compartido un mismo viaje transatlántico y, tras un mes de conversaciones y peripecias, se habían vuelto más amigos que los amigos más íntimos que jamás habían sabido tener. Quienes tenían la suerte de que su destino fuera en la misma ciudad, como San Pablo, Montevideo, o Buenos Aires, seguían esta relación de por vida, como si de verdad se trataran de hermanos. Quienes no desembarcaban en el mismo sitio, intercambiaban cartas hasta el final de sus vidas. Hubo muchos que, habiendo tenido originalmente un destino en mente, lo habían cambiado según el destino de su hermano de barco. Así, se cuenta de muchos cuyo puerto final era Buenos Aires, pero desembarcaron en Montevideo porque allí lo hacía su “hermano”.
Viajaban familias enteras en las que los padres iban descubriendo, poco a poco, a medida que avanzaba el viaje, en conversaciones con compatriotas y vecinos de otros países de Europa del este, más acerca de lo que les esperaba en la ciudad que era su destino. Algunos se habían largado sin muchas averiguaciones, pero otros ya iban prevenidos por las cartas que sus hermanos o amigos les enviaban, y sabían perfectamente a lo que se atenían, y así informaban a todo quien quisiera oírlos en el barco. Así, escuché personalmente de labios de un anciano nacido en Lituania que me contó que cuando venía a Montevideo en el barco era un niño de unos seis años, y que su padre, al enterarse que en estas tierras nunca nevaba, había tomado las botas de nieve del niño, enormes, pesadas, lo que había costado más trabajo ubicar en los baúles de la familia, y las había tirado por la borda: “Donde vamos no las vas a necesitar nunca más”. El niño se quedó mirando cómo las ondas del mar se llevaban sus botas, las botas con las que había caminado varios inviernos como su único calzado. Éstas flotaban primero como un barquito más, alejándose del buque, hasta que una por vez se habían volteado y habían comenzado a hundirse, hasta perderse en el mar y la distancia. Entonces el niño había experimentado un desamparo tan grande como nunca antes había sentido, y se había preguntado: “¿A qué lugar voy yo, y a qué lugar van mis botas?” Pero no se había atrevido a hacer la pregunta al padre, para evitar contrariarlo.
Yo todavía tengo mi “pierzyna”, mi acolchado de plumas de ganso, adorable, el que trajo mi abuela materna desde Lituania. La palabra “pierzyna” es polaca, porque seguramente mi madre aprendió a nombrarla de labios de su padre, y así me lo transmitió a mí, pero el origen del acolchado era lituano. Vino en el baúl de mi abuela, esos baúles de madera que uno se pregunta cómo cargaban con eso enorme y pesadísimo para un viaje de un mes. Debió haber sido de una incomodidad inaudita. Pero allí cabía todo, y cabía hasta mi pierzyna. Es tan suave como si estuviera rellena de suspiros; no se sienten los cabos de las plumas, porque las mujeres se dedicaban a separar las barbas del cabo, y guardaban toda esa blandura en bolsas de lino, hasta que alcanzaban a juntar un volumen considerable para armar un acolchado. Mi pierzyna es de una plaza, como tenía cada joven soltero o soltera. De niña lo usó mi madre, cuando se casó y yo nací, lo usé yo. Cuando fui más grande pasó a mi hermano, y cuando tuve a mis hijos, mi madre me lo dio para que formara parte de la ropa blanca de mi casa. Todavía arropo a mi hijo más chico en ella; él dice que le gusta porque queda aplastado bajo el peso moderado de la pluma. Lo mismo que experimentaba yo, a su edad.
Un día conversaba con mi amigo Alberto acerca de mi pierzyna, y él me dijo que nunca tuvo una porque su abuela, cuando venía con su padre pequeñito de la mano en el barco, tuvo la mala idea de tirar por la borda los acolchados de plumas que traía. Cómo pudo habérsele ocurrido hacer algo así, no es muy difícil de entender. Es similar a lo que le ocurrió al niño de las botas de nieve, pero la abuela de Alberto no lo escuchó, sino que lo experimentó en carne propia. Mirando un mapa y manejando algunos rudimentos de geografía, alguien sabe que hacia la línea del Ecuador el clima se hace más cálido, mientras que alejándose de éste, sea hacia el norte o hacia el sur, nuevamente volvemos hacia zonas más templadas e incluso frías del planeta. Pero estos gringos de la campaña del este no conocían de geografía. Cuando el barco navegaba hacia el Ecuador, el clima tropical les hacía creer que hacia allí iban, y que por siempre vivirían así, con ese calor que los hacía chorrear de sudor, en el futuro que les esperaba. Con esta euforia, la abuela de Alberto se deshizo de lo que ocupaba más espacio en su baúl, sus pierzynas. Fue durante su primer invierno en Uruguay que las recordó y las lloró, pero ya era demasiado tarde. Por suerte, mi abuela no era tan previsora. No pensó ni en si ese calor iba a durar, ni recordó que en su baúl había cosas que ocupaban demasiado espacio. Gracias a eso es que mi hijo hoy puede sentir ese peso que viajó miles de kilómetros cruzando el océano Atlántico.
Cuentan otros acerca de la parada ineludible en el puerto de Dakar, en África. Desde la cubierta observaban a los negros que laboriosamente subían y bajaban mercaderías del barco, y, como nunca antes habían visto negros en sus aldeas casi medievales, casi aisladas del mundo exterior por escaso transporte y nulos medios de comunicación, habían preguntado “¿Tienen el cuerpo pintado?”. La tripulación, que iba y venían durante todo el año, no paraba de reír ante semejante inocentada, pero ellos, todos, interpretaban que la risa era por la broma que les habían hecho, y no porque fuera posible que no, que no estuvieran pintados. Una vez en Uruguay, apenas bajaron del barco, mis abuelos, y tantos otros, comprobaron que los negros efectivamente existían, y que no tenían la piel pintada.
Aquellos viajes en barco estuvieron llenos de anécdotas de casos médicos. Niños con fiebres altísimas que enloquecieron a sus padres; mujeres muriendo tras partos complicados a bordo, pestes exóticas que se propagaban entre la tripulación y el pasaje. La que más me ha llegado y no he podido olvidar es la del basquetbolista Victorio Cieslinskas, que formó parte de la selección uruguaya de básquetbol que compitió en las Olimpiadas de 1948 y 1952, y en este último año obtuvieron medalla de bronce. Me hace pensar cómo nuestro destino puede jugarse en un día de nuestra vida, un día insospechado en el que alguien, ni siquiera nosotros mismos, toma una decisión que nos marca y abre una línea alternativa en nuestro camino.
El pequeño Victorio, si es que llegó a Montevideo como la mayoría de estos gringos de los que estoy hablando, digamos en el año 30, tenía ocho años de edad. “Bajando” hacia el sur, el barco iba bordeando la costa brasileña desde San Pablo hacia Montevideo, abandonando las temperaturas elevadas de Brasil y tomando por sorpresa a quienes habían guardado en sus baúles sus ropas de abrigo. Una ráfaga de aire fresco se coló dentro del camarote y Victorio se paró sobre su litera para cerrar la ventana. Era una de esas ventanas de dos paneles horizontales, que se abrían empujando hacia arriba uno de estos paneles, como las ventanillas de los ómnibus cuando los de mi generación éramos chicos. Si recuerdan estas ventanillas, seguramente recuerdan junto con ellas esa dificultad de moverlas, imposibilidad de subirlas cuando nos moríamos de calor e imposibilidad de bajarlas cuando nos moríamos de frío, y el intento duraba pocos segundos, porque uno se sentía observado en sus forcejeos por el resto de los pasajeros, y desistía fácilmente. Imaginen un tipo de ventanilla así pero en un barco, donde la humedad era constante. Evidentemente se oxidaban y la dificultad para moverlas se multiplicaba exponencialmente. Pues bien, el pequeño Victorio, hallándose solo en el camarote, se trepó a su litera y se empecinó en cerrar la ventanilla. Tiró, tiró, se colgó de ella, forcejeó, resopló y se puso rojo, hasta que el hierro cedió y el panel de la ventanilla cayó, pero con tan mala suerte que lo hizo aplastando y atrapando una de sus manitos bajo su peso y violencia. Los gritos atrajeron, no sólo a su madre, sino a las hermanas de barco de ésta, a curiosos y a miembros de la tripulación. La manito de Victorio fue liberada, pero comenzó rápidamente a hincharse y cobrar un color extraño, antinatural. Un morado atemorizante, como si toda la sangre de su cuerpito se hubiera ido a sus pequeños dedos, y éstos estuvieran a punto de estallar. En el barco no había un médico. La sabiduría popular de todos los que estaban a bordo le hizo por varios días llevar su brazo colgado del cuello, pendiendo de una bufanda, y eso se sentía bastante mejor, pero Victorio se seguía despertando llorando por las noches, cuando en un movimiento inconsciente cambiaba de lugar y la mano le rozaba las sábanas. La madre estaba cada día más preocupada. Cada mañana esperaba ver que la manito de Victorio hubiera disminuido de tamaño y suavizado su color, pero no, seguía igual, y el niño seguía llorando varias veces por día. Entonces, una semana después del accidente, se le acercó a la madre un hombre letón, que le indicó por señas y algunas palabras reconocibles en lituano, que era veterinario y que podía darle algún consejo. Después de examinar la manito durante un buen rato, lentamente, procurando que en cada giro el niño no se retorciera de dolor y gritara, hizo un gesto que a la madre le pareció satánico, en el que indicaba que había que amputar. Y él, decía y mostraba, tenía en su maletín algunas medicinas e instrumentos que le permitirían hacerlo. La madre estaba horrorizada, pero el veterinario le hacía entender que si no lo hacían, la vida del niño corría peligro. Entonces sucedió que llegó a oídos del capitán del barco que el niño que se había lastimado la mano con una ventana estaba por ser amputado por un veterinario. El capitán, aterrorizado, llegó corriendo hasta la cubierta, hasta esa escena pictórica rodeada por personajes anónimos de todo tipo: hombres humildes de boina, mujeres con sus faldas amplias y niños que se abrazaban a las piernas de los adultos; en el centro, un hombre hablando en letón sostenía entre sus manos la manita del niño, que sollozaba, y la madre respondía en lituano, también llorando, mientras abrazaba la cabeza del niño, intentando consolarlo. Entonces el capitán, usando su blazer azul marino con botones metálicos para inspirar más autoridad, se introdujo en la muchedumbre circundante y llegó hasta el medio de la escena. “En mi  barco no se amputa la mano de nadie” dijo en alemán, que fue inmediatamente traducido por alguien en voz alta a algún idioma, y se corrió la voz en las diferentes lenguas que se hablaban en el barco. Cinco días después anclaban en el puerto de Montevideo. La mano de Victorio había comenzado a mejorar lentamente, y una vez en tierra firme, tratado por un médico del barrio donde se instalaron, que no cobró honorarios porque se compadeció de la familia recién llegada, terminó curándose en el lapso de un mes. Unos pocos años más tarde Victorio comenzaba a jugar al básquetbol y a destacarse en el deporte. Sin su mano, no habría sido posible. Menos de dos décadas más tarde, llegaba a las Olimpíadas representando a Uruguay. Si la madre hubiera permitido, por miedo a perder al hijo, que el veterinario amputara la mano del niño, Victorio se habría destacado en alguna otra cosa, pero en el básquetbol, jamás. El capitán del barco, cuyo nombre se ha tragado el tiempo, nunca supo, seguramente, que había salvado el destino de un deportista nato.
Y cuántas otras anécdotas habrán sucedido en esos viajes de barco, historias y leyendas que yo no llegué a conocer, pero que laten en la sangre de quienes, sabiéndolo o no, las han heredado.

Comentarios

  1. Me gustó, hermoso relato de las tantas vivencias que pasaron miles de lituanos. Las odiseas y el dolor de abandonar su tierra, su familia y a sus amigos. Pensando que tal vez esa era la última vez que se verían. Las distancias y las posibilidades no eran las mismas. La mayoría de los compatriotas se llevaron a su tumba, los anhelos de volver algún día a pisar esa maravillosa tierra y a fundirse en un abrazo con sus padres y sus hermanos. El tiempo y la guerra frustraron sus esperanzas. Hoy cientos de sus hijos y nietos tienen la dicha de visitar la patria de sus progenitores. De compartir sus sentimientos con sus seres más queridos, visitar los lugares donde abuelos y padres descansan en su eterno sueño. A través de sus ojos también ellos vuelven, ya que a pesar de haber dejado físicamente esta tierra habitan en todos nuestros corazones.

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