Odisea por las Europas II
Domingo 10 de febrero
Estoy en el AVE, el tren de alta velocidad, ya listo para
salir desde Madrid a Valencia. Se termina la primera etapa del viaje. Cortita,
pero nutrida. Madrid con Marga y Esteban y con María y Pepe en Segovia. Un fin
de semana de cero por ciento de turismo y cien por ciento de conversaciones
añoradas por meses. Estar dentro de una casa, mientras afuera se queman las
manos de los paseantes con el frío, con una copa de vino o un vaso de cerveza,
conversando por horas y horas y horas y horas de temas del corazón, de lo que
soñamos, de los sueños que se han cumplido y de los que se han frustrado, de
nuestras preocupaciones y nuestros éxitos, con personas entrañables que ocupan
un lugar tan importante en el alma, que somos capaces de decir groserías para
que se nos entienda mejor, podemos dejar que se nos llenen los ojos de lágrimas
sin disimularlo, podemos largar carcajadas dignas de un conventillo. Y todo eso
sin que reparemos un minuto si estas actitudes les harán pensar algo inadecuado
de nosotros, porque ellos ya no piensan nada: lo saben todo. Esto es lo que
significan para mí Marga, Esteban, María y Pepe, y así pasé con ellos riendo y
escuchando y asombrando y comprendiendo. No hay mucho que contar, entonces, o
hay demasiado, pero no para poner en un blog.
El tren ya ha partido, y la pantalla de información dice
286 kilómetros por hora. Se me tapan los oídos un poco. Y mi compañero de asiento mira de reojo lo que estoy escribiendo, me pone nerviosa.
Vayamos, entonces, a mi ridículo leit motiv: ¿he visto nevar? En realidad, estoy en España para
defender mi tesis de doctorado en 9 días, pero los nervios, después de haber trabajado 5 años en esta
tesis y haberla leído dos veces exhaustivamente en Montevideo, se diluyen un poco y he tomado estos días para pensar en un infantil, ridículo y caprichoso objetivo: ver
nevar.
Tengo la nieve en los arquetipos heredados de mi
ancestros, como una idea que no he formado yo misma, pero que ha venido ya como
un lacre, una sello con el escudo de una estirpe, prendido de los bulbos de mis
cabellos, allí, bien dentro de mi cabeza, sin que pueda verla pero puedo sentir
mi conexión con ella. Cada vez que he viajado al hemisferio norte la nieve me
ha evitado. Siempre viajé en invierno. La primera vez fue cuando cumplí veinte
años y mi padre me regaló un viaje a Inglaterra para estudiar inglés por un
mes. Mi madre, entusiasmada, me compró un par de botas de cuero, suela de caucho
y forradas de corderito por dentro. “Para la nieve” decía. Pero enero y febrero
de 1989 fueron meses de sequía en Europa, por lo tanto no nevó ni una vez. En
febrero el viaje se extendió por Francia, Austria, Italia y España, de esas
breves visitas de dos días en cada ciudad. Fue parte de esas visitas un paseo a
una estación de ski en Austria, pero la sequía había dejado una capa finita de
hielo que no permitía hacer ni una bola de nieve. Me tiré en un trineo desde
una lomita y aterricé de manos, sin guantes, que me quedaron rojas, raspadas
por el hielo duro como si me hubiera caído en la vereda. Pero yo todavía no
estaba obsesionada con la nieve. Simplemente sería cuestión de tiempo, eso
pensaba. Mi madre se desilusionó porque las botas no habían podido cumplir con
su función.
Viajé a Europa tres veces más, y las botas, que son
demasiado calientes para usar en Montevideo, incluso en invierno, siempre
viajaron conmigo. La nieve volvió a rehuirme. No porque hubiera sequía, sino
porque nevaba unos días antes o unos días después de que yo pasara por los
sitios donde podría llegar a nevar. Poco a poco me fui haciendo consciente de
que algo extraño, casi karmático, estaba ocurriendo. ¿Es que sería mi destino
nunca verla? No fue hasta que comencé a planificar esta novela sobre mis
abuelos y su vida en su aldea en Polonia que me hice consciente de mi obsesión.
Ellos me habían contado cómo un frío insoportable se aliviaba cuando comenzaba
a nevar, y los niños salían al exterior, a pesar de los rezongos de los padres,
para levantar sus rostros al cielo con los ojos cerrados y recibir los copos de
nieve blanda y suave en sus mejillas y su nariz. Después comenzaban las
batallas de bolas de nieve, y también estaba el momento más tranquilo de
moldear los muñecos de nieve. Para mí esto no es parte de las películas, lo
tengo pegado de la retina como si lo hubiera visto, como si fuera un recuerdo
de un sitio y un momento que quiero revivir. Pero nada. Personas menos
interesadas en la nieve la ven fácilmente, casi sin emoción, y comentan como quien ha visto
llover: “Estuve en tal lado y nevó." Pero para mí es huidiza.
En fin. Este año tengo planificado, hacia el final del
viaje, para premiarme a mí misma por finalmente ser doctora, un viaje a
Vilnius, capital de Lituania, por cuatro días, a visitar a mi amiga de la
adolescencia Marisa, a quien la vida llevó a terminar viviendo allí. Y un día
en Varsovia, con una prima segunda que conocí por internet y que me llevará a
conocer el pueblo de los abuelos. Puede ser que allí vea finalmente nevar. Y
sería el clímax ideal de esta película, porque vería nevar justamente en el
primer lugar en el que me lo he imaginado, es decir, en el lugar de donde
proviene mi falso recuerdo. Pero eso es ya a finales de febrero, y el invierno
se estará escapando una vez más, y tal vez la nieve huya de mí otra vez.
Marga, Esteban, María y Pepe lo saben. Entonces lo idearon
así: pasé el viernes en Madrid, y el sábado María y Pepe me esperaban en
Segovia. Marga y Esteban se ofrecieron a llevarme en el auto, “para hacer un
paseo” dijeron, cuando en realidad era un acto de amabilidad inaudita. Incluso
Pepe, cuando por teléfono le dije que me llevaban ellos pero no se quedarían a
comer, dijo “¿Y entonces para qué la traen, si puede venir en autobús?” Tal vez
de allí salió la idea de María. Ya que iríamos en auto, sin depender de las
autopistas, podríamos acceder a Segovia por Navacerrada, subiendo las montañas
camino a la estación de ski que queda en esa localidad. “Allí verás nieve
seguro” dijo María. Ya se habían sumado mis cuatro amigos a esta búsqueda
frenética, que era sólo mía, porque para ellos la nieve es algo común, pero
comprendían, tal vez absurdamente, tal vez con un entendimiento que sólo puede
provenir del amor, que eso, por pequeñez que fuera, no podía serle negado a
alguien que lo deseara tanto. Como cuando Saint Exupery accede a dibujarle el
cordero dentro de la caja al principito, por absurdo e innecesario que le
pareciera. El principito parecía desearlo mucho, ¿por qué no hacer el dibujo,
aunque dibujar no fuera su mejor habilidad?
Marga y Esteban entonces forzaron al coche, que se quejaba
porque su motor es pequeño (especial para ciudad), a subir la montaña con el fin de
lograr el dibujo del cordero dentro de la caja para el principito.
A medida que subíamos comenzaba a verse escarcha en los
bordes de la ruta, entre los pinos. Carteles señalaban la altitud cada vez más
grande: 1500 metros, 1600 metros. Cerca de los 1800 metros, los pinos
comenzaron a parecer árboles de navidad vestidos de blanco. El tráfico comenzó
a espesarse debido a las colas para entrar a la estación de ski varios metros
por delante, y perdí la cuenta de la altitud. Lo último que recuerdo antes de
sumergirme en un asombro infantil fue un cartel que decía “Stop” y que estaba
surcado por chijetes de nieve.
Marga detuvo el coche al costado de la ruta.
Muchos autos hacían lo mismo, para observar la maravilla. Los árboles estaban
completamente blancos, y los bordes de la carretera, y desde allí internándose
hacia el bosque, la nieve era espesa como para enterrarse en ella. Nos bajamos
y comenzamos a caminar allí, y sentí como una de mis botas no encontraba suelo
firme, y se metía hasta el tobillo en una capa suave y gruesa de nieve, como si
el bosque estuviera hecho de merengue. Eran, naturalmente, las botas que me
había regalado mi madre hace veinticuatro años… Me hace pensar que,
posiblemente, todo cumple, alguna vez, la función para lo que fue concebido.
Las personas también, pero a veces lleva un tiempo para el que no estamos
preparados con nuestra impaciencia moderna.
Llegué eufórica a la Granja de San Ildefonso, el pueblo de
Segovia donde viven María y Pepe. “¿Has visto nieve?” me preguntó María
inmediatamente después del abrazo. “Nieve sí, pero nevar no” fue casi a coro la
respuesta mía y de Marga. “Vale, eso lo verás en La Granja, si tenemos suerte”,
dijo María.
Pues, hoy en la mañana fuimos al Palacio de La Granja. Un
palacio de vacaciones de la familia real durante un tiempo desde Felipe V (1724). Fuimos con María y Santi, su hijo de tres años, a caminar y
correr por los caminos que se pierden en el horizonte, flanqueados por arbustos
y estatuas, y canales de agua cruzados por puentecitos, donde nadan velozmente
patos que vienen a demandar trozos de pan a los paseantes. Había una fuente
congelada. Los caminitos, escaloncitos y rejas estaban cubiertas de una capa
fina de nieve. “Es que nevó anteayer”, rió María, sabiendo que estaba
insinuando que una vez más me había rehuido la nieve. Se nos unió Isabel, una
mujer de nuestra edad vecina de María, que tiene una niña y un niño mellizos,
de la edad de Santi. Los tres niños corrían alrededor, escondiéndose, tirándose
la nieve que juntaban del piso. Y de pronto, casi casi, comenzó a suceder.
Primero un granizo pequeñísimo, delicadísimo, que cayó primero uno, luego otro,
sobre los puños de piel de mi gamulán. Pensé que era de la nieve que tiraban
los niños. “Vaya, parece que está comenzando a nevar”, dijo Isabel. Me quedé
observando, emocionada. El granizo discreto se convirtió en agua nieve. Más
constante y nos mojaba. “Un preámbulo”, dijo María. Llegué a tener mi cabeza
cubierta de pequeñísimas piedritas blancas. Pero se detuvo allí. Bueno,
reflexionamos con María y Pepe una vez en la casa, ya estoy más cerca. Como si
fuera avanzando paso a paso a mi objetivo. No tiene por qué ser así. No es como
aprender a caminar. Un paso, caerse, luego otro. Podría haber visto nevar el
primer día que estuve en Inglaterra, hace veinticuatro años. Pero no, un karma
hace que se convierta en una especie de peregrinación hacia ella, un objetivo
en el horizonte, que se acerca lenta y gradualmente. Ya será.
Ahora tengo una semana en Valencia, allí nunca nieva, y me espera un arduo trabajo de estudio para preparar la defensa de la tesis. Por lo tanto estas entradas en el blog serán un poco menos interesantes, tal vez, nunca se sabe lo que nos espera a la vuelta de la esquina...
Bieeeeeeeeeeeen!!!! nieve al fin! ya falta poco para verla caer....muchos besos Hele!
ResponderEliminarEmocionante tu relato de las experiencias compartidas, nos lo pasamos muy bien. Ahh y ayer cuando nos levantamos, 10 cms de nieve en nuestras ventanas....
ResponderEliminarHelena!!! todo llega y seguro sera en el momento justo, como todo lo que deseamos fervientemente.. Hermoso y conmovedor tu relato, me quedo con ganas de más. Te deseo TODA LA INTENSIDAD POSIBLE EN ESTE VIAJE Y QUE VIVAS MINUTO A MINUTO SORPRENDIENDOTE. Muchos besos!! Gaby.
ResponderEliminarPD: .....y muchos copos de nieve rozando en tus mejillas!!!
Te estoy esperando...y prendiendo velas para que caiga nieve (pero solo por vos) yo ya me aburri de ella...y del frio...y de los dias sin sol...
ResponderEliminarEn fin, veremos que sucedera.
Besoootes
Me mató tu amor por la nieve...
ResponderEliminarAbrazo de Oso Polar.