Extractos y entretelones - A su imagen y semejanza

 Comencemos por un fragmento


A su imagen y semejanza es mi novela sobre la vida de travestis uruguayas. La novela me surge como le surge al protagonista llegar a conocer a los personajes que la pueblan, casi sin querer. Pero, igual que le sucede al protagonista, una vez que las conocí no las pude dejar ir sin más. Quise retratarlas. Como el fotógrafo que no soy, quise arrancarles un trozo de espíritu para quedármelo para mí. Las entrevisté, escribí sus historias y ellas corrigieron su verosimilitud. Después, até todo en esta novela. 
Para empezar les dejo un fragmento. Justamente el menos típico, el menos esperado en una historia de esta índole. Esta es una historia conmovedora pero que no está entre las favoritas de la novela porque no "husmea" en las particularidades de ser travesti, sino en algo que todos los seres humanos compartimos en mayor o menor medida: la ternura y la quimera de tener una vida diferente.
Si te gustó, puedes seguir leyendo en esta página, más abajo hay más y más fragmentos, reflexiones y relatos de los entretelones, que no fueron menos interesantes que la novela, por cierto... Bienvenidos a compartir conmigo esta aventura.


Había sido una primavera fría y lluviosa la de 1987, y Aurora –que ya era “ella” por completo– iba a trabajar al parque, como desde hacía años y como aún lo hace. Ese día las nubes negras colgaban peligrosamente sobre el lago, como si un viento fuerte pudiera desenganchar las piolas invisibles y derribar la tormenta que se aguantaba como de milagro. Faltaba poco para oscurecer, y desde un desagüe al borde del lago le llegó el vagido débil de un gato. No supo por qué se acercó; nunca le habían llamado la atención los gatos. Sus ojos en la semioscuridad se habían preparado para encontrarse con dos ojitos amarillos, una boca abierta con puntiagudos colmillos y un cuerpo de pompón. Le sorprendió hallar una tela, y al enfocar sus ojos con más atención vio que era una especie de rebozo calado hecho en telar; pretendía ser blanco, pero el roce contra el hormigón del desagüe y el barro lo habían dejado manchado por partes, pero sólo algunas, como si hiciera poco tiempo que estaba allí. Debajo del rebozo, que parecía inflado por un viento mágico, se sacudía algo. Aurora se inclinó y con las dos manos agarró el bulto, el corazón saltándole en el pecho porque ya sospechaba el precioso contenido.
Al contacto con su pecho, el bulto dejó de agitarse. Destapó uno de los extremos y se encontró con la carita rozagante de un bebé, los cachetes gordos, los ojitos negros abiertos, fijos en los suyos, con una mirada de curiosa expectativa que la cautivó como la de un adulto. Llevaba puesto un poncho con capucha y debajo un enterito amarillo patito, y las manos pequeñas ocultas bajo mitones blancos. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue llevarlo a la comisaría. Los milicos de la Seccional 5ª eran buena gente; Aurora los conocía bien de sus idas y venidas con la ley. Paró un taxi y le explicó que no tenía un peso encima, pero que había encontrado un bebé y quería llevarlo a la comisaría. El taxista no necesitó más explicaciones. Mientras se alejaban del parque, una fría tristeza se le metió a Aurora por la nuca, presagiándole que en minutos entregaría a ese bebé y nada más sabría de él, a pesar de que le estaba salvando la vida.
En la seccional, los policías la saludaron embromándola:
— ¿Tuviste familia, Aurora?
—Sí —les respondió—, ¡vengo a buscar al padre!
Tal como lo había presentido, allí entregó al bebé y eso fue lo último que supo de él. Al otro día leyó en el diario que tras haber ingresado al Pereira Rossell, se había constatado que tenía dos meses de edad y, para su sorpresa, que no era un bebé, sino una beba. Fue inmediatamente al Hospital para preguntar por ella, y le dijeron que su destino ahora quedaba completamente en manos de la familia que estaba en lista de espera para su adopción. En el diario, como en el fondo del corazón de Aurora, quedó la frase que nunca olvidará y que casi sin pensar dijo en la comisaría: “Me queda la satisfacción de haberla encontrado con vida”.
Con lágrimas en los ojos, Aurora compartió conmigo sus reflexiones acerca de lo curioso de que dos personas puedan cruzarse en el punto más importante de sus respectivas vidas y, sin embargo, no haber sido nadie una para la otra, seguir siendo nadie, un anónimo, y perderse por diferentes caminos del mundo. Me contó que muchas veces después de eso se ha descubierto a sí misma pensando en esa beba, imaginando, si es verano, que la lleva a la playa con baldecito, rastrillo y pala a jugar en la arena; si es invierno, se ve acompañándola a la escuela con la moña azul. Dice que cada año fantasea con su cumpleaños, que debe de ser a mediados de julio y, hace poco, cuando cumplió los quince, sacó mentalmente las cuentas para ver si habría tenido posibilidades de hacerle una fiesta. Su recuerdo no la abandonó jamás y ha sido hasta el día de hoy la forma de Aurora, a su manera, de ser madre y ver crecer a una criatura aunque sólo sea en la imaginación. Porque Aurora tiene la certeza –así me lo contó– de que, esté donde esté, esa niña y ella están conectadas por esos hilos extraños del destino.

* * *

 

Sobre el andrógino, la homosexualidad o, simplemente, nuestra condición de seres sexuados

Comienzo transcribiéndoles el siguiente cuento que forma parte de A su imagen y semejanza, para que puedan seguirme en mis reflexiones siguientes.


Cuando su cuerpo despertó a la carnalidad, Karin, en ese entonces Alejandro, todavía vivía en el barrio popularmente llamado de los “Cuernos de Batlle”. Era el segundo de tres hermanos varones y, si bien sus padres los habían criado de la misma manera, Alejandro salió diferente. Siempre le había gustado jugar con las nenas, robarle los visos a la madre y vestirse de princesa. Cuando iba con los hermanos al campito frente a la casona donde hoy está el Edificio Libertad, que en ese entonces era un inmenso conventillo, todos los chiquilines del barrio jugaban al fútbol, pero Alejandro sólo quería hacer de hinchada y mirar desde afuera. Los amigos de sus hermanos eran pibes bien de barrio, de esos que en las tardes de verano se sientan sin propósito en el murito de un vecino y hablan por horas del clásico del domingo, de un par de jovencitas que acaban de pasar haciendo volar, en su contoneo, el ruedo del vestidito corto, o de lo horrible que les va en una materia en el liceo. Alejandro no se les acercaba, porque se moría de vergüenza, nunca supo bien de qué, pero acaso era ese sentimiento puramente femenino de las adolescentes nuevas, que se sienten vulnerables
frente a los varones del clan y nunca se consideran lo suficientemente bellas como para arrimárseles sin ser merecedoras de burlas. Ellos tampoco se le acercaban, porque a pesar del cambio que había comenzado a observarse, sabían que no era la hermana de un amigo, sino el hermano, y los laberintos de los jóvenes cerebros se hacían más intrincados.
Posiblemente por eso sus primeros amoríos no fueron con conocidos del barrio, sino con chicos que se cruzaba en algún baile, a quienes seducía con su coqueta sonrisa, los vaqueros ajustados y su pelo crecido. Sólo les ofrecía algunos besos y cuando se les iban las manos los frenaba diciéndoles que quería llegar virgen al matrimonio. Era una excusa perfecta en aquella época, cuando todavía funcionaba el argumento que muchas madres obstinadamente predicaban y muchas chicas practicaban de corazón. Así, más de uno, cuando el padre de Alejandro los encontraba apretando en el zaguán, se había ligado una buena paliza y había huido despavorido gritando: “¡Yo no sabía que era un varón!”
Miguel, sin embargo, era del barrio y nunca le había dedicado siquiera una mirada. Él fue su primer gran amor. Alejandro iba todas las tardes a la casona a verlo jugar, se cepillaba el pelo, se perfumaba, preparaba su mejor mirada y se sentaba bajo unos árboles con las hermanas de otros muchachos a comentar sobre ellos. Miguel era altísimo, un físico esculpido en mármol, ya maduro, porque lo aventajaba en varios años, y tenía un pelo rubio brillante y unos ojos claros como el cielo mediterráneo. Años de ilusiones se le fueron en esa canchita, y cuando conquistaba a desconocidos, mientras los besaba cerraba los ojos, imaginando
que eran Miguel.
Una noche de verano, estaba Alejandro en la vereda cuando lo vio pasar en la motito. Alejandro tenía catorce años, y la sangre le murmuraba desde dentro del cuerpo cosas alegres y cosas audaces. Ese día se había puesto unos bermudas jean ajustados en las caderas, un bucito que le dejaba al aire la panza magra de muchacho, y llevaba el pelo atado atrás, en una colita híbrida, ésa que cada día,para ir al liceo, escondía bajo  la camisa y disimulaba con un pañuelo o una bufanda. Se había sentado en el murito frente a su edificio a bobear, saludando a vecinos, fumando un cigarrillo y esperando a que apareciera alguna amiga para chusmear. Miguel pasó por la avenida y, casi sin intención, miró hacia él. A Alejandro el corazón se le fue corriendo del cuerpo y por un segundo no pudo respirar, pero el impulso vital de un momento atrás le permitió alzar una mano tímida en señal de saludo. Le pareció que Miguel quedó prendido del saludo, porque volvió el rostro varias veces; media cuadra más allá se detuvo definitivamente, se bajó de la motocicleta, subió a pie a la vereda y fue caminando con su paso perezoso, empujando la motito a través de los canteros permanentemente descuidados de esa cuadra, donde en lugar de césped, como más adelante en la avenida, siempre hubo pedregullo, baldosas quebradas y barro. Una travesía pareció la distancia entre su moto enlentecida y el murito, desde donde Alejandro aguardaba pensando si hoy se habría puesto la ropa correcta, si su pelo estaba limpio, cuidadosamente al descuido como le gustaba fingir, si a él le gustaría la colita o preferiría el pelo suelto; en fin, ya no había tiempo de hacerse mala sangre porque él estaba a unos pocos metros. Entonces sólo se puso su mejor sonrisa, y así comenzaron a hablar de bobadas, de qué calor que hacía, de qué andaban haciendo solos en la calle a esa hora, de qué linda que estaba su moto, de si levantaba mucha velocidad o no, de si sólo era un cacharro viejo.
—Yo ando tomando mi último aire, porque mañana me caso —dijo Miguel.
A Alejandro un espasmo le congeló el pecho, pero siguió con la coqueta expresión cómplice en la cara.
—Con razón nunca me diste bola… ¡Y yo no sabía que tenías novia!
Él festejó el atrevimiento con una risotada que le salió de la boca como una ristra de cascabeles.
—¿Qué tiene que ver mi novia…? No sé… era por tu edad… nunca nos hablamos mucho… a vos nunca te vi jugando un partido…
Todavía le seguía hablando como si fuera un muchacho, pero de pronto, Alejandro se apartó un mechón de
pelo de la cara e inclinó el rostro a un lado para verlo mejor a resguardo de un foco de luz que le daba en los ojos.
El semblante le cambió, como si un ángel diferente lo hubiera poseído.
—Además… no quería quemarme con los pibes del barrio…
Fue la primera vez que le habló como a una mujer, insinuando la posibilidad de una relación ilícita. Alejandro bajó la mirada; aquello era más de lo que había soñado. Entonces Miguel siguió hablando.
—Estaba pensando… como no me hicieron despedida de soltero… yo mismo me quiero dar un regalo de casamiento.
—¿Ah, sí? —le preguntó, volviendo a mirarlo con los ojos encendidos—. ¿Qué regalo?
—Vos.
A decir de las chicas del barrio, “se le cayeron las medias”, y sin pensarlo se subió a la motito. Miguel lo llevó al “Bella Vista”, una casa de citas como las que hay en cada barrio, donde confluyen las fantasías, los mitos y los recelos de los vecinos de todas las edades. Por ese portón entró Alejandro, menor de edad y de sexo dudoso, en plena dictadura, pero tenía puesto el casco, y el encargado, por gentileza, nunca miraba a las damas. Se dieron esa noche un amor pausado, cauteloso, como dos novios púberes con deseo temeroso, con turbación ardiente.
De vuelta en la puerta de la casa de Alejandro, una hora más tarde, Miguel se quitó del dedo el anillo de compromiso.
—Tomá, para que recuerdes esta noche siempre.
No podía aceptárselo; al otro día era la boda, ¿qué le ofrecería a la novia de blanco en el altar?
—No importa —dijo—, algo voy a inventar, pero quiero que lo tengas vos. Y quiero que sepas otra cosa: si
hubieras sido hombre, habrías sido común y corriente. Si hubieras sido mujer, serías del montón. Pero así como sos, sos especial, tenés algo que nadie más que yo haya conocido tiene.
Ahora Karin se quita ceremoniosamente la sortija, con orgullo, para que podamos examinarla. Vimos la fecha, 1980 decía, el año de la boda que de cualquier manera se llevó a cabo, pero cuyo emblema guarda Karin. Seguramente la afortunada mujer no sabría jamás que el anillo que su prometido perdió fatalmente el día anterior al casamiento llevaba más de veinte años en la mano de Karin, acariciando pieles de muchos hombres, exactamente lo opuesto a la función para la que se supone que es concebido todo anillo de bodas. Para Karin, fue el mejor regalo que pudo hacérsele. Nos confesó que cuando algunas veces se miraba al espejo olvidando quién era en realidad –cosa que ocurría con indeseable frecuencia–, tenía el anillo para recordarle las palabras de Miguel. No había estado frente al altar, pero sabía que el gran amor de su vida habría querido casarse con ella.

Este fue uno de los primeros cuentos que escribí cuando estaba elaborando A su imagen y semejanza. Estaba tan satisfecha con la manera en que lo había logrado expresar, que solía leérselo a los amigos que venían a comer una pizza a casa un sábado de noche, o lo mandaba por email a los que tenía más lejos. Un día me dejó pensando una frase de César, un querido amigo ahora fallecido. Me dijo "está muy bueno cómo tratás el nacimiento de lo andrógino en Karin, pero en ningún momento se te ocurre tratar la homosexualidad oculta de Miguel..." Ante mi mirada de estupefacción, agregó, dubitativo: "Porque Miguel se habrá casado y todo, pero en el fondo era homosexual... ¿o no?"

Y esa pregunta se me ha atravesado muchas veces durante este tiempo... ¿quien se enamora de una chica trans es homosexual? Muchos están convencidos de que sí. Pero yo creo que no. O mejor dicho, me pregunto ¿quiénes nos creemos que somos, cualquiera de nosotros, cualquiera de los pobres habitantes de este mundo, para etiquetar a alguien de "homo", "hetero", "bi"???

Es más, yo creo que quien se enamora de una persona trans tiene un espíritu tan especial que se atreve a cruzar fronteras y estirarse para alcanzar... EL TODO.
Déjenme contarles por qué. En el Banquete, uno de los más célebres diálogos de Platón referido específicamente al amor, se narra el mito del origen del amor de pareja. Se dice allí que en el principio de los tiempos, los seres humanos éramos muy diferentes, unos seres llamados "andrógino". "Andro" significa en griego "macho, masculino, hombre", "gino" se traduce como "mujer, femenino, hembra". Por eso el médico de las mujeres se llama "GINEcólogo", y pueden encontrarse otras palabras con ese inicio si las buscan en un diccionario. En un origen, entonces, el ser humano era, se dice en el Banquete, redondo, con dos caras, de un lado andro y de otro gino. El andrógino era tan poderoso, que los dioses tuvieron miedo de él y lo partieron al medio. Desde ese entonces, cada parte, pobre vestigio de lo que una vez fue un ser invencible, busca su otra mitad.

Un mito hermoso... Lo que no quiere decir, en mi interpretación, que siempre la unión deba hacerse entre macho y hembra, porque no es lo físico sino la ESENCIA de la persona la que es andro o gino, y de acuerdo a eso es que se buscan para complementarse. ¿No se oye muchas veces decir que "ella es la que tiene los pantalones en la casa" o "él es un pollerudo"? ¿No muestran estas expresiones, entre otras, que no siempre quien tiene pene es andro, ni quien carece de él es gino? Pero seguramente, el biológico hombre espiritualmente gino buscó una biológica mujer espiritualmente andro (dicen que la pareja de Chopin y George Sand tuvo esas características...), lo cual puede darse entre hombres biológicos y mujeres biológicas también... ¿Por qué se consideraría "homo" (que significa "igual, de la misma clase") a alguien que busca su otra mitad en un espíritu complementario?

Y sin embargo, yendo un paso más allá, hay algo especial y fascinante en la persona trans... Porque es andrógino propiamente dicho... Tiene el cuerpo, que mantiene andro (o gino), con características conductuales y espirituales notoriamente opuestas. Quien se atreve a lanzarse al encuentro de ese ser que ya es completo en sí, es alguien verdaderamente muy especial. Alguien que se siente verdaderamente completo en sí mismo. Alguien que no necesita un andro o un gino, necesita TODO... Y no como lo que se llama "bisexual" que en un momento busca una cosa y en otro momento apunta a otra... No, la pareja de una persona trans es alguien que quiere todo en una sola persona... Ese sí que es un valiente.

Platón no trató esa posibilidad en el Banquete... ¿Qué pasaría, me gustaría preguntarle al filósofo, si en esa búsqueda alguien encontrara, no su complemento, sino un antiguo andrógino al que no le faltara nada, e igualmente se lanzara a su conquista? A Platón no se le ocurrió, pero yo les aseguro, que alguien así no es ni homosexual ni hetero... Es otro poderoso andrógino, escondido tras un único genital, para que los dioses no lo descubran y quieran volver a destruirlo...

* * *

Este es uno de mis fragmentos favoritos. Ojalá lo disfruten...



Ya estaba ahí. La luz blanca lo enceguecía, dándole de lleno en la cara, y oía, aunque no podía verlos, las voces de los cientos de espectadores que se iban apagando una a una, intrigados por su presencia, que en ese momento –¡ay!– ojalá no llamara tanto la atención. Dio un paso más; la plataforma roja de madera, enorme, hizo cloc sobre el escenario, retumbando en el silencio que cada vez se hacía más profundo. No sabiendo qué hacer, con timidez se acarició una manga; sus dedos resbalaron sobre la piel de conejo blanca de la chaqueta y de pronto, sin avisar, la música comenzó a sonar, estridente, ahogando el último eco del grito de su hermana, que desde alguna parte dijo: “¡Buena, Ángel!”.
Pero no se escuchó nada más. Sólo la música y el retumbar de los tacones que nadie más que él podía oír, mientras marcaba con sus piernas, de aquí para allá, el ritmo disco.
Trataba de concentrarse, de repetirse “esto está ocurriendo, esto está ocurriendo” para atrapar el momento en un puño y, una vez pasado, saborearlo como una fruta, pero la música, el ritmo, la luz encandiladora o la suavidad de la piel de conejo que de vez en cuando le acariciaba el mentón con algún movimiento de su rostro se le escurrían como arena entre los dedos.
“Upside down...” suena Diana Ross en los parlantes, y sus pies se mueven al compás; hace ese movimiento sexy tantas veces ensayado y oye, por encima de la música, la multitud enloqueciendo. Ese paso que había practicado mil veces en la sala de Tormenta, que nosotros alentábamos con aplausos y del que él desconfiaba diciendo: “¿No quedará ridículo?”.
Ahora, si bien no puede verme, me imagina al pie del escenario, sonriendo con una mueca socarrona, como si dijera “Yo te dije...”. Y no se equivoca. El escenario es más grande que la sala de Tormenta, le deja más espacio y el movimiento sensual se expande, se enlentece en el erotismo de lo soñoliento.
“Upside down...” termina, ¡ay!, demasiado pronto, la canción en el parlante y la boca acompañante ya se cierra. Vuelve a oír a la gente, los aplausos, los chiflidos, los “Divinaaaaa”, “Diosaaaaa”, “Geniooooo”. Allí debajo lo esperan los amigos, su hermana, a la que abraza menos efusivamente que al resto, desde un poco lejos, porque la panza de sus seis meses de embarazo lo intercepta. Ella le cuenta en un segundo, atropellada como siempre, al oído: “Me sacaron a bailar, con esta panza y todo...”.
Ángel sigue saludando y ella se le queda al lado, prendida de la manga de la chaqueta como cuando eran chicos y entusiasmada quería contarle algo. “Como dije que no, me preguntó qué problema tenía… si era torta…”
Los compañeros de trabajo le regalan una sonrisa desconocida, tan alegre, desuniformizada, distinta a las que
intercambian en la oficina. La hermana continúa diciéndole:
“Me abrí el saco, y le dije: ‘¡Ser torta no sería ningún problema! Pero sí tengo un pequeño problema…’, y le mostré la panza…”. Y se ríe con esa risa tan propia de ella, de cascada de agua, de monedas desparramándose por el suelo.
“¡Le cambió la cara, de prepotente a dulce!”, dice y vuelve a reír.
Ahora lo saludan, con más reparo, personas que nunca vio. Felicitaciones y otras frases que no escucha. La hermana ya le soltó la manga y se perdió en el gentío. Yo logro llegar hasta él y le digo: “Yo te dije...”, y le pongo en su mano un vaso de refresco.
Comienza un nuevo show; la gente deja de fijarse en Ángel.
Un rato más tarde, ya volvemos por Dieciocho de Julio. Nos esperan varias cuadras hasta la pensión de Tormenta, donde va a transformarse nuevamente en Ángel. No tenemos plata para el taxi; ómnibus, además de que no se ve ni uno a estas horas, con esta pinta ni pensarlo. Entonces vamos caminando, él con sus tacones rojos, la minifalda dorada, la chaqueta de conejo y la peluca enrulada. Pensamos primero en transitar Colonia; está más oscura y hay menos gente. Pero Ángel, invariablemente más sensato que yo, me dice: “No pasa nada. Dieciocho es siempre más seguro”.
Allí vamos. Son las tres de la mañana. El Centro es un mundo que parece casi irreal. Muy pocos carteles luminosos sobreviven; las vidrieras, oscuras, no reflejan señoras de tapado y cartera, dubitativas examinando los precios, sino que cobijan en sus rincones, contra las rejas, miradas sombrías, desencajadas de la noche: jóvenes en cuclillas que parecen habitar otro mundo; vagabundos de rostros oscuros y marañas blancas, durmiendo enredados en sus andrajos. Policías impecables, parlotean en parejas para matar el tiempo. Los pocos autos que pasan son conducidos por esos jóvenes que van de pub en pub, de puerta en puerta de discotecas para ver cómo está el ambiente sin decidirse por ningún sitio. Algunos grupitos de adolescentes salen de los bowlings, y más de una parejita de enamorados, abrazados para combatir el frío, esperan resignados en la parada del ómnibus a que se haga el alba.
A nuestro paso se modifica un poco este panorama repetido. Las cabezas de los policías y de los enamorados se voltean, intrigadas, siguiendo a Ángel con la mirada. Los adolescentes dejan escapar esas risas nerviosas como las que todos nosotros, alguna vez, no hemos sabido ocultar. Sólo los vagabundos, desde sus ojos incrustados en las greñas, como bichos en sus madrigueras, no se sabe qué piensan. Un chico arrinconado en un zaguán, aspirando de una especie de pipa improvisada de plástico, nos dedica una mueca desencajada. Y desde los autos, muchachos de todas las edades al pasar vertiginosos por la avenida asoman las alegres cabezas que aúllan “¡Guacho diví...!”, “¡Mamítaaaa!”, “¡Atame y llevame contí...!”. Nos desternillamos de risa, aguzamos los oídos, esperamos más sorpresas. No ocurre mucho más.
Yo pienso en la diferencia entre esta ciudad, que ya es la casa de Ángel, donde con simpatía le sugieren, lo invitan, lo integran, y su familia, la casa de su hermana donde no podrá ir sino hasta mañana sobriamente vestido de varón porque su madre se está quedando allí, y para ella debe jugar el rol de macho en el teatro de la existencia. Se lo digo, pero él responde que esa ambigüedad ya no lo asusta, ¿acaso no es
así toda su vida?
* * *
Mucha sed y poca agua...

Un día fui al programa de televisión La sed y el agua, Canal 5, con la conocida (en Uruguay nos conocemos todos, no?) conductora Raquel Daruech. Otro de mis minutos de fama. ¡Qué emoción! Todo empezaba muy bien. La novela había salido de la imprenta y se estaba distribuyendo, pero todavía no se había presentado oficialmente, y Graciela, la editora, le había llevado un ejemplar a la Daruech, cruzando los dedos para que lo leyera y nos llamara. Pues bien, ¡lo hizo! Graciela me llamó con una voz luminosa: "Nos invitan de La sed y el agua, a la Daruech le gustó, y quieren que vayas vos, con Krisse y Gloria, y Fernando Frontán. ¡Qué momento!". Sí, se preguntarán, ¿pero la editora no se dirige con tono de voz superado, comunicándome las entrevistas en la tele como si yo fuera una estrella y ella como la empresaria más importante del mundo? Pues no, todo fue así en la elaboración de esta novela, algo que tuvo que ver con su karma y mucho que ver con el espíritu de todos los que habíamos participado en él. Con decirles que la corrección de estilo la hacíamos en el comedor de Graciela, tomando té con galletitas... Vuelvo entonces al relato, "¡Qué momento!" fueron las palabras de Graciela, que yo repetí como un mantra... Estábamos "dentro", dentro de la Matrix, o dentro del camino a la fama, dentro del mundo entero! Qué fantasías, fue lindo, y me basta acordarme para que me broten una vez más las burbujitas que sentía en esos momentos en el pecho.
Krisse y Gloria eran representantes de ATRU, Asociación de Travestis del Uruguay, que hoy día se llama Asociación Trans del Uruguay, que me parece mejor porque en un nombre más amplio. Travesti tiene que ver con la ropa. Ellas, si bien en su mayoría no se han hecho la cirugía para cambiar de sexo, llevan su identidad femenina impresa sobre toda la superficie de su ser, desde el maquillaje hasta las expresiones de sus rostros, manos y caderas. No son "travestis", son "trans" definitivamente... transgresoras tránsfugas. Qué lindo me quedó, pero no era de lo que estaba hablando, no? Sigo contándoles de Gloria y Krisse. Si quieren conocerlas, Gloria se corresponde con el personaje de Aurora, y Krisse con el de Karine. Tal cual. Unas campeonas de la vida. Unas señoras. Me acompañaron al Canal 5, que en el año 2006 todavía no había pasado por las reformas que se le hicieron más adelante y aún eran unos galpones vergonzosos donde cuando llovía los televidentes podían escuchar la lluvia golpeando sobre las chapas. Cuando había granizo, ni te digo! Había que suspender la programación en vivo y poner algún "tape" como se decía antes... Ahora no, está muy bonito por fuera, aunque no lo he visto por dentro. Igualmente no creo que haya cambiado mucho, miren el link Canal 5, que no tiene desperdicio, hasta "requechando" se llama el sitio, y los comentarios de los visitantes son todos "no puedo ver el canal online, ¿cuál es el problema?". En fin, en ese entorno fue mi primera aparición en la tele, WOW! Gloria y Krisse unas reinas, nos maquillaron a las tres juntas en uno de los galpones infames, pero bastante lindas quedamos! Tengo el "tape", pero en "tape" de verdad, es decir, en video cassette! Así que no lo puedo subir... Fernando Frontán, un caballero... una de las últimas veces que lo vi en su vida pública, antes de ordenarse ministro de la Iglesia de la Comunidad Metropolitana, fue uno de los centros de atención de esa entrevista, entre los cuales yo no estaba, jeje. La Daruech estaba más interesada en el buen mozo de Frontán y en hacer preguntas más o menos morbosas a Krisse y Gloria que en saber de la novela... Y eso que al comienzo se había declarado virgen...! Cuando nos vio entrar al estudio todavía semi-iluminado, se acercó riendo nerviosamente y frotando sus manos con una expresión de perturbación. Yo me preguntaba qué le pasaba a esta experiente periodista... Me dijo casi al oído, cómplicemente: "Es que, jeje, es mi primera vez con travestis, jeje". En fin, dejémoslo ahí, sobre todo si después de esa confesión se sumergió en preguntas poco espirituales. Con razón no estaba interesada en mí... lo que había querido hacer la novela, justamente, era descentrar al público de esa actitud de púber que mira por la ventana del vestuario... Con ella definitivamente no lo había logrado...
Hasta aquí, por hoy, mis andanzas por la tele. 
Ahora les dejo, para que conozcan más a Krisse y a Gloria, unos fragmentos sobre sus alter egos. Puedo hacer esta conexión entre realidad y ficción aquí, porque ellas siempre se mostraron orgullosas de sus personajes de ficción.

Desde el otro lado de la mesa, Paz me señaló con la palma de su mano extendida a la comisión representante de ATRU –la Asociación de Travestis del Uruguay–. Incliné la cabeza en señal de tímido saludo, y las sonrisas que me devolvieron fueron tan frescas y luminosas como las de mi abuela, que siempre estaba contenta y conforme con lo que el mundo le había dado. La misma sonrisa que ahora Aurora y Karin, representantes de ATRU, me regalaban, diría yo que hasta coquetamente. Paz me miraba, otra vez cómplice, por el rabillo del ojo al indicarme sus nombres, tal vez midiendo los movimientos de los músculos de mi rostro, que ella esperaría ver fruncido con sorpresa o desagrado. Yo, según lo pensé en un primer momento, seguí con la impresión de que la habitación estaba llena de mujeres.
Aurora, la presidenta, era una señora de unos cincuenta y pico o sesenta años, maquillada discretamente, con un cabello negro sobre los hombros que se armaba en bucles muy cuidados. Llevaba puesta una blusa oscura como las que usan algunas señoras de edad, y su forma de hablar pausada, delicada, si bien con una voz un poco enronquecida como la de una mujer que ha fumado toda su vida, me dio deseos de enroscarme en su regazo y decirle que estaba muy nervioso, que esa era la primera vez que traducía a yanquis, cara a cara
y para una ONG.
Karin rondaría los cuarenta. Si Aurora podría con seguridad caminar por la calle sin llamar la atención de los transeúntes, tal vez el caso de Karin era un poco distinto. Tenía un rostro anguloso, con un mentón y unos pómulos salientes, huesudos, que imaginé con un marco masculinizado y supe que habría hecho suspirar a cualquier mujer. A Karin sí que la mirarían por la calle como yo ahora, que me costaba sacarle los ojos de encima, por ese extraño encuentro entre ambos sexos que se daba en sus facciones. Pero tenía un cabello rojizo y ondulado que le rebasaba los hombros y un vestido entallado al cuerpo que dejaba al descubierto el comienzo comprimido de la separación entre las redondeces de sus senos, que yo estaba seguro dejaría sin aliento a cualquier hombre. Tenía un humor contagioso, ácido, autorreferente, que reconocí cuando, mientras me daban un minuto para tomar asiento y colocar mis papeles sobre la mesa, Paz le preguntó:
—Karin, ¿cómo anda tu clavícula? ¿Me dijeron que tuviste un accidente en la moto?
Ella asintió con seriedad y respondió:
—Sí, me la quebré, pero ya se soldó, gracias —aunque inmediatamente se le iluminó el rostro por una inesperada sonrisa y agregó—. Por suerte no perdí el embarazo utópico.

* * *

Primera página de la novela

Nunca había visto a uno de cerca. Cuando volvía a casa cada noche en el 185, los observaba avanzando
ostentosamente sobre los autos que doblaban desde Bulevar Artigas, enlenteciendo la marcha para mirarlos, con sus formas sinuosas y sus atuendos escandalosos. Yo viajaba a Paso Molino desde mi trabajo en un instituto de inglés, cerca del Edificio Libertad, y venía tan cansado que los miraba pero no pensaba nada, absolutamente nada. Eran, simplemente, parte del paisaje.
Cuando tenía nueve años, supe de boca de mi primo que esas mujeres –despampanantes, con ese desenvolvimiento, esa altura y esos cuerpos incitantes– eran hombres. Él vivía por Brazo Oriental, me llevaba diez años, y cuando una nochecita lo acompañé al puesto de verduras porque a la tía se le había antojado hacer una ensalada, me quedé mirando a uno de esos seres que se ocultaba a la sombra de una palmera. En la oscuridad, se insinuaban un par de piernas largas y esculturales, unas caderas de ensueño y una cabellera platinada hasta la cintura, como una de las barbies de mi hermana. Mi primo se rió de mi ingenuidad y me dijo:
—Che, Gabo, no lo mires mucho que si se calienta te duerme de una piña.
Yo me reí por compromiso, con una risita corta y sin convicción, porque no estaba seguro de que lo que había dicho mi primo fuera una broma. Él debió percatarse de lo que pasaba por mi cabeza, ya que se detuvo para mirarme a la cara y en tono de burla me dijo:
—¿Qué? ¿No sabías que todos esos que paran por estas esquinas son hombres?
Yo no sabía lo que significaba “parar” en una esquina, y no tuve noción alguna de por qué un hombre se
disfrazaría de mujer para acechar desde las palmeras del barrio. Pero tampoco pregunté. No por miedo, ni tabú; a esa edad, sencillamente no necesitaba esa respuesta.
Con el paso de los años, el concepto se fue perfilando en mi mente poco a poco, pero nunca con demasiada precisión. En casa, con papá y su tergiversación machista de la realidad, y mamá con sus escrúpulos morales, el tema nunca se había mencionado. Si algún extraordinario programa de televisión acertaba a mostrar a alguno de esos seres ambiguos y enigmáticos, se cambiaba con rapidez de canal, como para prevenir que mi hermana o yo preguntáramos algo. Claro que en la adolescencia, entre varones, había escuchado decir a los que alardeaban de mayor experiencia, que hay cosas que un travesti sabe hacer mejor que cualquier prostituta. Pero a mí, educado por mi madre en su recato y su prudencia, nunca se me hubiera cruzado por la cabeza ir con una prostituta, así que poco me importaba lo que un travesti supiera hacer o dejar de hacer.
Ahora, otra vez su presencia se aproxima a mi vida, tan tangible como aquella noche pueril en la que estuve a unos pocos metros de uno de ellos, junto con mi primo.

* * *

De tapas

Esta es la tapa de A su imagen y semejanza. Si sos uruguayo, tal vez ya la viste en algún sitio. Fue una tapa que recibió todo tipo de críticas, dentro de mi mundo más íntimo, obvio, porque como ya dije, no estuvo en boca de muchos medios. La elección estuvo a cargo de Graciela Pujol, la editora de Dobleclic. Estuvimos pensando en una tapa todo el tiempo mientras nos reuníamos para discutir las correcciones de estilo. No estaba en mi horizonte imaginable la posibilidad de que mi amigo Nelson Balbela, el artista que vive en Los Angeles, estuviera a cargo de ella. Hacía años que le había perdido la pista y, si estaba vivo o muerto, yo lo ignoraba. El le había cedido a mi marido una pintura para la tapa de su primer libro de filosofía, Igualdad y justicia, que quedó muy linda:
Es un ser andrógino, que blande dos serpientes, una en cada mano. Representa la misma ambigüedad y dificultad del título del libro, ¿cómo acompasar la igualdad y la justicia, si no somos todos iguales? (esta es una interpretación mía; seguro que si Gustavo la lee, no va a gustarle, shhh...) No fue diseñada para el título del libro, ni mucho menos; de hecho, la pintura se llama "In the garden", pero cayó como anillo al dedo.
Ya reencontrado Nelson, gracias a esta maravilla que es la red, le volvió a ceder un collage de imágenes para su último libro, que luce así:
Pueden imaginar que si Nelson hubiera estado en nuestras vidas en el año 2006, la tapa de A su imagen habría sido mucho más interesante. En fin.
Resultó ser que Graciela, la editora, me pidió que les pidiera (valga la redundancia) fotos a "mis travestis", como les decíamos entre nosotras a las chicas que habían accedido a que yo les robara sus historias para mi novela. Tormenta (en el libro, aunque en la vida real tiene un nombre igualmente exótico, pero no lo develaré ni siquiera aquí), con la que yo tenía una relación más estrecha, más intelectual, digamos, similar a la que el protagonista tiene con ella en la ficción, me prestó una docena de fotos para que eligiéramos. La foto de la tapa muestra a Tormenta toda producida en un bar junto a otra chica trans. A mí no me llamó la atención la imagen cuando todavía era una foto casera, pero Graciela se la quedó mirando largamente, dándole vueltas entre los dedos mientras miraba casi sin interés las demás que yo le mostraba. "Simmm... podría ser..." y volvía sus ojos al bar penumbroso donde Tormenta desafiaba a la cámara con su actitud de adolescente escandalosa. Al final optó por esa, como había hecho desde un principio, y no escuchó si yo tenía o no algo para decirle. Se había encaprichado. Decidimos que les quitaríamos el rostro, porque la idea era que representara a cualquier chica trans que pudiera identificarse, y no a Tormenta en especial. El color rojo lo elegí yo. El resultado fue el que ustedes pueden ver  al comienzo de esta entrada. Recuerdo claramente cuando le llevé las pruebas de la tapa a Tormenta, para que las aprobara. Como siempre, me esperaba ilusionada, un suave rubor en las mejillas que me decía que se sentía importante con la visita de "una escritora". Ella no sabía que la que me sentía importante era yo, siendo aceptada en su casa por alguien que había sabido tan rotundamente quién quería ser, que había abandonado todo, familia, amores, e incluso reconocimiento social, por lograrlo. Yo era una vulgar mujer burguesa casada y con dos hijos, y el hecho de que ella me contara todos sus secretos y sus sueños y que se sintiera honrada de poder hacerlo, me convertía a mí en alguien importante. Abrí la carpeta donde llevaba las pruebas y saqué el papel satinado, tamaño A4 con la foto de Tormenta pasada por photoshop y el fondo rojo incendio, y lo apoyé sobre la mesa. Tormenta se puso las manos sobre el pecho, como si estuviera reteniendo a su corazón, que no se le escapara de ahí dentro. En una voz casi inaudible, me dijo: "Es... alucinante..." Y por los minutos siguientes no hizo otra cosa que mirarse en la imagen que no era totalmente ella pero le recordaba lo que se había atrevido a hacer con su vida.
Meses después, me entrevistaron Petru Valenski y el Fito Galli para el programa de cable "Dos por noche". Fue el día en que toqué el cielo con las manos de lo famosa que me sentí. Nunca antes, y nunca después, sentí el glamour tan cerca, girando alrededor de mí en las palabras, las actitudes y el maquillaje de Petru y el Fito. Vestían de mujeres, como en todos los programas, y sus chistes se salían una y otra vez del libreto, tanto que Omar Varela, el director, sentado fuera de cámaras pero muy cerca de ellos, les hacía gestos todo el tiempo, y ellos, siempre sueltos, siempre dueños de la situación, se decían al aire "cortémosla, que se nos enoja Varela". Cuento esto para ubicar ese día que está entre uno de los más maravillosos en mi memoria, y relatar cómo el Fito Galli me expresó su opinión respecto a la tapa, de la que hasta el momento yo estaba tan orgullosa. Dijo, después de elogiar la historia de la novela: "Pero, perdoname, ¿no? Decime a quién se le ocurrió diseñar la tapa de esa manera... te juro que es la tapa de libro más terraja que he visto en mi vida!". Que me lo dijera un artista como él me llenó de humillación, y no osé decirle que a mí, hasta ese momento, me había gustado... Le dije, hipócritamente: "Cosas de la editorial, ¿viste?". Y él hizo un gesto de comprensión, como si sus palabras fueran: "Estas editoriales que no saben nada de nada...". A partir de ese día, ODIO LA TAPA!! Pero ya no se puede cambiar. Únicamente con una reedición, pero lejos está de lograrse algo así.

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