Golondrinas sin retorno (intermedio 1)

Para ayudar en esta reconstrucción de mi propia historia estoy recurriendo a personas que pueden haber conocido de una manera u otra a mis abuelos. Mi madrina era alguien muy importante en esta tarea, porque era hija del hermano de mi abuela. Ya hablé de ella en una de las entradas de las golondrinas. Fue un día en que me dispuse a llamarla para averiguar, si era posible, la dirección de mi abuela en Zabiele, para pasársela a la muchacha polaca que vive en Canadá cuya abuela aún sigue viviendo en Zabiele. Esas vueltas de la vida... Esa tarde no encontré a mi madrina en su casa, porque estaba internada, con líquido en los pulmones. Era el comienzo del fin. Nunca más hablé con ella. No teníamos una relación fluida, yo sólo la veía en algún funeral de conocidos, poquísimas veces al año. El último funeral en el que la vi fue en el de ella misma, hace aproximadamente un mes. Se murió mi madrina... Y con ella los últimos datos más verosímiles sobre la vida de la familia de mi abuela en su aldea polaca.
En el velatorio había mucha gente polaca, amigos de toda la vida de mi madrina. Todos me conocen porque me vieron nacer, aunque lamentablemente para mí no son más que rostros que me resultan familiares desde una nebulosa de recuerdos donde los veo acercárseme y pellizcarme los cachetes diciendo "¡qué grande que estás!". Sus nombres y apellidos, no obstante, son inconfundibles. Cuando me disculpo, ante su familiaridad, por mi mala memoria y les pregunto sus nombres, todos son conocidos e incluso asociados a algunas anécdotas de mi padre. 
Así me encontré con Wanda P., de quien protejo su identidad debido a mi obsesión por la formalidad, no porque no sea reconocible por quienes le sean allegados y lean esto. Yo no recordaba haberla visto antes porque, siendo bastante menor que mi padre, ella dejó de visitar la colectividad polaca durante un período de unos veinte años en los que estuvo casada. Cuando enviudó, hace más o menos una década, volvió a sus amigos de la juventud y se involucró tanto que trabaja activamente para mantener funcionando a la colectividad, o al menos lo que queda de ella, que es el hermoso edificio del club ubicado en pleno Prado. Pero hace ya casi veinte años que yo no piso ese sitio. Por eso su rostro no me era familiar. Cuando me dijo su nombre, se me hizo inconfundible: no recordaba su cara, pero sí su cercanía con mi padre, sobre todo en actividades culturales de su juventud y en los últimos años antes de que él se encomendara a la cama por cuenta propia para morir, tarea minuciosa a la que sigue dedicado, y que Dios castiga manteniéndolo sano y salvo.
Su cercanía a mi familia terminó en una conversación bastante íntima, y una consecuente invitación a mi casa para que me contara más cosas. Esa tarde en que me visitó, estuvimos charlando durante tres horas. Hoy les voy a contar una historia corta y romántica, que ciertamente formará parte de alguna de las historias periféricas de las Golondrinas sin retorno. 
Yo diría que Wanda es un verdadero milagro, no de la naturaleza, sino de la sociedad. Si yo pude haber planeado en mi imaginación alguna vez tener a mis hijos con un hombre que conociera durante mis estudios en la universidad, a una edad más o menos corta, y se hizo realidad, el nacimiento de Wanda fue algo totalmente insospechado. Porque las condiciones en que sus padres se conocieron, y a la edad que se conocieron, fueron muy pero muy poco frecuentes, menos frecuentes aun que las historias de los otros gringos. Los dos pasaban ya los treinta años, y venían algo así como derrotados por la vida.
Ella, de nombre Estela, venía de Tacuarembó; allí se había casado con el hombre que amaba, pero había enviudado una semana después de la boda. La tradición oral cuenta que el hombre murió de "vómito negro", frase que hoy día no significa nada, pero en la opinión de Wanda se debe referir a la tuberculosis. En realidad, me puse a averiguar por mi cuenta y el tradicionalmente llamado "vómito negro" se refiere a la fiebre amarilla. Enfermedad rara en nuestro país, pero recordemos el cuadro de Blanes con la madre muerta en el suelo y el bebé a su lado, tironeando del vestido a la altura del busto como si quisiera despertarla por su lado más lleno de vida para el niño, el seno. El cuadro ilustra un episodio de la epidemia que asoló Buenos Aires en el año 1871, lo suficientemente importante y llamativa como para que nuestro Blanes la tomara como temática de una de sus más hermosas pinturas, por lo tanto no era una enfermedad exótica. Cada vez que en el pasado vi ese cuadro me pregunté lo mismo: cómo la madre estaba sola con el niño, sin atención ninguna y había muerto de improviso, ¿nadie había previsto su muerte?. Cuando escuché la historia de la madre de Wanda me ocurrió algo similar. Pensé en la boda, que no se había postergado por enfermedad del novio, quien sin embargo fallecería siete días después. Y por qué Estela no se había contagiado... En mi investigaciones esta semana descubrí que la fiebre amarilla es transmitida por un mosquito, el mismo que propaga el dengue. De hecho, son dos enfermedades pertenecientes a la misma familia. Por eso no se contagia de humano en humano directamente pero sí indirectamente a través del mosquito que opera de puente entre una persona y otra, lo que permite que haya epidemias, porque si se dan los dos factores a la vez, muchos mosquitos y muchos infectados, se provoca la hecatombe. Seguramente el hombre  contrajo la fiebre en la frontera con Brasil, pero no era común en Uruguay en ese momento de la década de los treinta, por lo cual ella no tuvo por qué contagiarse. Por otro lado, a mi pregunta acerca del casamiento feliz y la muerte una semana después, parece ser que ésta sobreviene hasta 20 días después del primer período de incubación, en que tiene lugar un inicio súbito de fiebre alta, pero que luego cede por unos 5 días hasta dar paso al período final que puede ser tan breve (entre tres y nueve días) como terminante. Imagino el novio con fiebre días antes de la boda, esperando la mejoría para encontrarse bien en el esperado día. Imagino al novio feliz un par de días antes del acontecimiento porque ya se sentía mejor. Imagino también a la flamante esposa cuidando la recaída de su amado, aprentando su mano para darle ánimos, poniéndole paños fríos sobre la frente, rogando a Dios que lo curara, hasta que un día no se levantó más. Es verdaderamente desgarrador. Pero pienso que son esas jugarretas del destino, porque ese matrimonio no debería haberse llevado a cabo: en el plan divino estaba el nacimiento de Wanda, cuyo padre ya estaba planificando su viaje a la América en su Polonia natal.
Józef había oído de los rumores de la guerra que se avecinaba, y no tenía ninguna intención de participar en ella. Dicen la mayoría de los polacos a los que entrevisté, no sé si es verídico o leyenda, que todos estos jóvenes que desertaban lo hacían por el puerto alemán de Hamburgo, y que allí los alemanes no les hacían problema por su falta de documentos (servicio militar completo, entre otras cosas) porque cada polaco que partía para la América era un futuro soldado enemigo menos. Es más, Józef junto con otros se metió de polizón en el barco, y también duda la sabiduría popular que los alemanes ignoraran que tantos polizones se colaran en sus barcos. La razón sería una estrategia político-militar, o eso, al menos, cuenta el folklore gringo en Uruguay. Józef venía con Buenos Aires como meta, pero se hizo de amigos compatriotas en el barco que le hablaron bien de Montevideo, donde ya otros amigos y hermanos habían desembarcado, y se quedó por aquí.
Los domingos solían ir a misa. La iglesia polaca se encontraba en Cufré y Caraguatá, en el mismo lugar donde ahora está la Parroquia San Antonio; había sido construida con los aportes de los polacos y el cura párroco era polaco también, así como el idioma de las misas. Alrededor de esa Parroquia se había formado otro "ghetto" implícito, aparte del tradicional en el Cerro, para los inmigrantes polacos. El barrio de Jacinto Vera estaba poblado de pensiones de rubiecitos y rubiecitas que hablaban un idioma incomprensible para el vecino montevideano, pero según dicen eran muy limpios y trabajadores, aunque un poco ruidosos y noctámbulos. La asistencia a la misa era un ritual, un punto de encuentro obligatorio. Los domingos a las once se congregaban todos a hacer lo mismo que habían hecho en Polonia hasta su partida: eso era lo único que mantenían igual, el resto había cambiado tanto... Ya no trabajaban la tierra, ya no se les entumecían las manos con la nieve, ya no dormían sobre heno junto a los animales para darse calor. Pero seguían yendo a misa. Y después de la ceremonia, igual que en Polonia, se reunían en el salón de la parroquia a comer y tomar lo que entre todos habían llevado. Como un almuerzo improvisado. Lo que sí hacían a diferencia de lo que acostumbraban en Polonia es que de esa reunión salían borrachos. Eran todos jóvenes, se sentían solos, sin la autoridad paterna, y en esos encuentros hablaban de la patria lejana, de sus nuevos trabajos y bebían. Cuando Józef y su amigo Piotr salían de allí, con la panza llena y la cabeza alegre, no se les ocurría nada mejor que caminar por las calles hasta la Iglesia de San Pancracio, donde a esas horas terminaba la misa, a mirar a las jóvenes uruguayas. Piotr, un jovencito de un pueblo cercano al suyo que había conocido en el barco y desde allí se habían entendido como hermanos, tenía una dragona que había descubierto allí mismo, en la iglesia. Era un buen sitio para conocer mujeres, decía, porque al menos se sabía que eran católicas. Pero Józef no esperaba nada. Ya tenía más de treinta años, y entre sus paisanos comenzaban a decir que se quedaba solterón. Es que le gustaban muchas mujeres, sí, pero nunca se había enamorado. ¿Por qué tendría que casarse si no le interesaba?
Estela no era católica. Pero era amiga de Blanca, que no faltaba ni un domingo a misa, y la acompañaba. Estela se hospedaba en una pensión de Montevideo donde había conocido a Blanca. Había terminado viniendo a la capital para olvidar su viudez y dejar de ser estigmatizada en su pueblo. Ese día, en que ambas se encontraban en la misa de San Pancracio, entraron Piotr y Józef. Blanca se sonrió y fijó su mirada tímidamente en el suelo. Con un codazo discreto le indicó a Estela que mirara en dirección a la puerta, para que supiera quién era su amado, del que tanto le había hablado. Pero Estela no miró a Piotr. Sus ojos se cruzaron con los de Józef. Le gustó su tez pálida, y su rostro enjuto, el lacio y escaso pelo rubio que le daban un aire joven, de niño, un aire como de alguien que nunca envejecería. A él le gustaron los ojos negros de Estela, el pelo brillante azabache recogido sobre la cabeza en un entrecruce de trenzas, su piel ensombrecida como si siempre caminara bajo un cielo encapotado. Un mes después, las dos parejas comenzaron a salir juntas, del brazo por las calles de ese Jacinto Vera que a todos les era extraño, porque los cuatro venían de lugares, más o menos lejanos, que no eran esa pequeña capital. Blanca y Piotr se casaron primero. Seis meses después, Estela y Józef. En realidad, Estela siempre le contó a su hija, medio en broma, medio en serio, que ella no se casó, que la casaron. La boda fue en la Iglesia de San Antonio, con la ceremonia en polaco y a ella le habían enseñado que cuando el cura la mirara a los ojos y en la pregunta mencionara los nombres de ambos, le estaba preguntando si aceptaba a Józef como esposo, y que ella tenía que responder "sí" en polaco, que era "tak". Así lo hizo. Estela escuchó su nombre y el de Józef, el cura se detuvo, la miró a los ojos y ella supo que era el momento de decir "tak". No entendió absolutamente nada más de la ceremonia, y por eso su broma, que la acompañaría de por vida, de que a ella la habían casado. Por suerte no entendía polaco, porque en el atrio, las muchachas y muchachos polacos amigos de Józef murmuraban en el idioma bárbaro inentendible que éste estaba loco, porque se había casado con una viuda, casi negra, y que además murmuraban las malas lenguas que le había provocado a sabiendas el vómito negro a su pobre primer marido. Al bueno de Józef, entonces, le quedaba poco tiempo de vida. Pero como se verá en esta historia, el caso de Estela no fue el único del que se murmuró ese disparate. De mi abuela materna y su primer marido se dijo lo mismo. Es que los polacos tienden a ser una raza indiscreta en relación a las intimidades ajenas, y lo de asesinatos irresueltos siempre les ha fascinado. Lo cierto es que Józef tuvo una larga vida y Estela le dio lo que más llegó a amar en este mundo: su hija. Cuando algún compatriota maldecía al Uruguay, él siempre salía a defenderlo, porque en esta tierra había cosechado su tesoro más preciado.
Y esta es la historia de Estela y Józef, ella viuda y él solterón, que a la salida de una misa donde ninguno de los dos habrían estado si no fuera por las trampas que suele tender el destino, se miraron y supieron que el tiempo acababa de recomenzar.

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