Protocolos

Hace mucho, mucho tiempo, allá por el siglo XIII en que aparecieron las primeras universidades europeas en la civilización occidental, el mundo se volvió tan consciente del valor y el poder del conocimiento que, ya en el umbral del Renacimiento, los primeros humildes maestros que otorgaban a sus estudiantes habilitados la Licencia como nuevo maestro (de ahí la palabra "Licenciatura") se convirtieron gradualmente en aristócratas que concedían el honor de licenciar a alguien siempre y cuando a cambio el homenajeado diera una fiesta como las de la nobleza e hiciera a sus profesores regalos muy caros.

Esa costumbre perduró en Europa hasta el presente, por lo menos en España, donde hasta por lo menos hace diez años los doctorandos tenían que llevar a los miembros del tribunal, luego de su defensa de tesis, a un restaurante gourmet para ofrecerles un banquete quizá tan caro (aunque puedo estar exagerando) como la carrera para la que había tenido que conseguir beca (pero sin beca para el banquete). Digo hasta hace diez años, porque las cosas han ido variando a raíz de la profundísima crisis que están atravesando, y actualmente se ha hecho menos extraño que un doctorando solicite agasajar a sus evaluadores en la cantina de la Facultad, al menos en algunos sitios de la península ibérica. La Universidad de Valencia es un ejemplo. Fundada hace más de quinientos años, fue un fiel bastión de las antiguas tradiciones, pero cuando yo me doctoré, en febrero de 2013, me propusieron como si fuera algo totalmente aceptable que el almuerzo post defensa se hiciera en la cantina, donde el menú del día, de una calidad nada despreciable, salía doce euros por cabeza. Como buena uruguaya, no lamenté en absoluto el abandono de una tradición de la que yo podría, por una vez en la vida, haber formado parte. Al contrario, y díganme si no es así, los uruguayos consideramos superfluas a las ceremonias, y cuanto más barato y rápido es algo marcado por un protocolo, más contentos resultamos. "Zafamos del plomazo" decimos, o algo así, dependiendo de las variantes individuales de los hablantes de este lado del Río de la Plata.

En el año 1994 pasé por algo parecido, pero sólo hoy me vuelvo consciente de la relación entre ese hecho y nuestro vínculo idiosincrático con los protocolos. Ese año entregué mi última monografía y me recibí de Licenciada en Filosofía. Fue totalmente sin penas ni gloria, porque el ambiente de nuestra Facultad de Humanidades así lo indica: quedan tan pocos compañeros de generación hacia el final de la carrera, porque casi todos han desertado, que no hay quien te organice una tirada de huevos o una zambullida en la fuente más cercana. Además, se reciben tan pocos estudiantes por año en cada Licenciatura, que para los profesores significa casi una distracción, una salida de la rutina el dar la noticia a un estudiante de que ha finalizado su carrera. Así fue que Miguel Andreoli, quien resultó ser el docente a cargo del último seminario del que presenté mi última monografía, me llamó a mi casa para anunciarme que la había aprobado, y para felicitarme de primera mano por haberme convertido en Licenciada. Fue una linda noticia, claro, pero tampoco significaba un cambio radical en nada. Yo había ido entregando las monografías muy lentamente, una a una en los últimos doce meses, recibiendo las notas de aprobación a través del mostrador de la Bedelía, y ya se había convertido en una rutina, sin ansiedad. Tal vez cuando entregué la última sentí una especie de alivio porque ya no tendría que continuar con una más al día siguiente, y por eso se lo dije a Andreoli: "Esta es la última; si apruebo, me recibo". Pero el día siguiente no fue muy distinto: me levanté para ir a trabajar, ordené la casa, hice las compras, lo de siempre, sólo que en lugar de escribir como loca la conclusión de una monografía, pude mirar la tele. Llamé a mis padres para decirles que me había recibido. Pero ellos nunca habían tomado con demasiada ilusión una carrera en Filosofía, por lo tanto se concentraron en lo más tangible y material del asunto: "¿Ya tenés el diploma?" No, claro, todavía no lo tendría por varios meses mientras se hiciera el trámite. Entonces tampoco hubo demasiados sobresaltos en las relaciones familiares. A fines de agosto me avisaron de Facultad que un determinado día de setiembre me esperaban en la Sala del Consejo para la entrega del título. Lo agendé con letra apurada y lo olvidé por completo.

Fue por esos días en que noté el atraso en la menstruación. Pasaron diez días y nada, no me venía. Pensé en comprar un EVATEST, pero era la primera vez en la vida en que me pasaba algo así, por lo que quería estar verdaderamente segura. Averigüé con amigas y me dijeron que el EVATEST podría fallar. Entonces me recomendaron ir a una clínica privada donde hacían análisis de sangre infalibles cuyos resultados entregaban en el correr de una hora. Iría al día siguiente, sin falta. Revisé la agenda y comprobé que a la mañana siguiente, a las 11 de la mañana, tenía agendada la entrega del título en la Facultad. Me venía perfecto. Podía pasar caminando por la clínica, dejar mi muestra de sangre, ir inmediatamente a la Facultad a buscar el diploma y deshacer mis pasos hasta la clínica para retirar el resultado que determinaría el destino del resto de mi vida.

La mañana siguiente fue un caos. Yo era un manojo de nervios. No encontraba la billetera, no encontraba la ropa que quería ponerme, no sabía si tenía que desayunar o no para sacarme sangre, por lo que me decidí por un té y nada más; se me rompió la taza y me salpiqué la blusa. Un verdadero caos. Finalmente opté por un enterito carpintero de jean gastado y los championes más cómodos: tendría que caminar bastante para armar mi ruta desde casa, pasando por la clínica, hasta la Facultad y lo mismo a la vuelta. En la clínica me recibieron con cara de póker. Seguramente era la cara entrenada para una función de ese tipo: cuando una mujer entra a una clínica de esas, es porque lo que va a ocurrirle le importa mucho: un EVATEST no la convence. Si le importa mucho, sólo puede ser por dos razones básicas: porque lo desea mucho, o porque es lo peor que podría pasarle. Como no conocen cada caso, y no es su rol averiguarlo, seguramente reciben a todas las peticiones por igual, con la misma cara. Me sacaron sangre y seguí mi camino. Por la calle compré un alfajor y un Colet, porque estaba muerta de hambre y de la ansiedad. Miraba el reloj. Recién las 10y45. Sólo habían pasado diez minutos desde la muestra de sangre, y aún faltaban cincuenta antes del veredicto. La entrega del título no estaba en mi mente, si bien allí iba. Una ceremonia aburrida, como siempre. Seguramente el Decano me entregaría el cartón, me haría firmar en una planilla y me daría un beso y las felicitaciones.

Pero apenas llegué, me di cuenta de mi inadecuación. Parado a la cabecera de la señorial mesa de la Sala del Consejo estaba el Decano vestido de traje, haciendo un gesto convencional con la mano, como invitando a entrar y a tomar asiento sobre las suntuosas sillas. Había otros recién graduados bastante bien vestidos y con algún acompañante, pero en especial había una chica que vestía una blusa con brillos y parecía haber ido con toda su parentela: por lo menos padres, hermanos y mejores amigos estaban ahí, y ya iban adelantando la ceremonia tomando algunas fotos muy sonrientes con los diferentes miembros de la compañía. Yo me miré los pies, no sólo para comprobar si mis championes por lo menos no estaban embarrados, sino porque un ataque de timidez me obligó a esconder la cabeza entre los hombros y dirigir la mirada al suelo. Fue la ceremonia más larga de mi vida. No sólo porque comenzaron más tarde, haciendo tiempo para esperar a que todos los homenajeados, familiares y espectadores ocasionales llegaran y no se  perdieran detalle, sino porque el reloj corría y ya se hacía la hora en que en la clínica tendrían la respuesta a la pregunta más importante de mi vida. La respuesta en las manos de alguien más, y no en las mías...

En fin. Una hora y diez minutos más tarde (cuando ya hacía treinta y cinco minutos que mi resultado del análisis de sangre existía en el mundo objetivo) la gente en la sala del Consejo aplaudió y alguien abrió la puerta para dejar salir al público. Creo que fui la primera en salir. Ya había percibido las miradas curiosas sobre mi carpintero y mis championes rosados. Quería evitar que siguiera sucediendo. Yo había asistido totalmente fuera de protocolo a una ceremonia donde todos, autoridades y compañeros, se habían esforzado por mostrar que era un acto de etiqueta. Un momento importante de mi vida al que asistí inadecuadamente. En fin.

Casi dos horas después de haberme tomado la muestra de sangre, me presenté nuevamente ante el mostrador de la clínica. Miré expectante a la recepcionista, y dije mi nombre con una sonrisa provocada por un revolotear de insectos en mi estómago. Fue una sonrisa casi risa, casi hipo, casi tos. Pero la recepcionista buscó el sobre con mi nombre y me lo dio con un rostro neutro, como si el arrebol de mi rostro no fuera adecuado a ese sitio, donde las mujeres salen felices o devastadas, sin que ellos puedan predecir cuál, por lo tanto su protocolo consistía en la cara de póker, sin sonrisa, sin pésame. Otra vez en el día, ahora no la vestimenta, pero sí el entusiasmo de mis gestos, eran inadecuados.

En ese mismo momento tuve en las manos, a la misma vez, los papeles que decían las cosas más importantes de mi vida hasta ese momento: mi nombre y "Licenciada en Filosofía" decía uno, y mi nombre junto a un cartel "POSITIVO" en rojo decía el otro. A partir de ese día, de esa misma mañana, casi a la misma hora, mi vida dio un vuelco y no volvió atrás, nunca más. Sólo que en ambos casos falté a los protocolos. Pero díganme si esto no es cosa de uruguayos.

Comentarios

  1. "En Uruguay la "prom" es hacer cola en bedelía, dije un día acá, y nadie me creyó...cuando gané el municipal, tuve que cerrar el puesto más temprano, hacía calor, transpiré como loco cargando los cajones y cuando al fin llego a casa para pegarme un baño e ir a recibir el premio , mis padres se habían ido a la entrega y me dejaron afuera de casa. Fuí todo transpirado y mugriento corriendo hasta la parada, era re tarde ya, y cuando llego al subte, no me dejaban entrar porque no tenía invitación y no me creían que era el ganador. Me acuerdo que le hacía señas desde afuera a mi padre que estaban ya adentro y me hacían adios!... cuando estaba por irme veo a Acevedo con un vaso en la mano y le dice al de la puerta, deje entrar a ese anormal que es el ganador... y ahí empezaron el acto, me estaban esperando para empezar!...

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    1. Noooooo, jajajajajajajaja, y yo creía que había hecho un relato más o menos interesante!!!! Qué espectacular!!! Decime si este aspecto "anti" no hace al premio aún mejor!! Ah, y me acuerdo, para completar tu cuento, de Margarita diciendo: "Cómo no iba a ganar Nelson, si los demás eran una porquería", jajajajajaja, the story of our lives...

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  2. Ya conocía la historia, pero sin la perspectiva de lo protocolar. Me gustaba mucho y me gusta más ahora. Cuando me recibí, la ceremonia fue en la Vaz Ferreira. Parecía la sala dos de Cinemateca en una función de cine pakistaní a las tres de la tarde....sacá tus propias conclusiones, je. Además, era un acto que juntaba a todos lo que nos recibimos en un período medio largo de tiempo, por lo que algunos ya teníamos en nuestro poder el título...tuvimos que llevarlo, para que nos lo volvieran a dar!

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    1. Jajajajaja, típico!!!!!! Ya me lo habías contado, pero la película pakistaní a las 3 de la tarde le agrega mucho color!!

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