La vida es sueño II
Miércoles 14 de marzo
Cómo se hace para contar algo con la pasión del presente cuando ya han pasado dos días, y ya me he dicho para mis adentros “no te olvides de esto, por favor”, pero son tantas las veces que lo dije que no puedo recordar cuándo ni en referencia qué situación lo dije? Sé que hay muchísimas cosas para recordar y que ya he olvidado, porque 48 horas son demasiado poco para lo necesario, comer, dormir, y además para conversar y para pasear, y para tomar fotos y tratar de retener detalles, historias, anécdotas, imágenes y sonidos que no he percibido jamás antes. Como si se pretendiera que en una sola clase de 48 horas, en las que se le da al estudiante información sin parar, pudiera recordarlo todo. Es ciertamente imposible. Yo no lo exigiría de un estudiante, y por lo tanto voy a ser condescendiente conmigo misma, y tampoco me voy a culpar por ello.En realidad estoy demostrando ser muy buena alumna. Es la medianoche del martes 13 al miércoles 14 de marzo de 2018, estoy en la cama en una habitación de huéspedes de una casita perdida en una calle perdida de un pueblito que nadie conoce llamado Westgate-on-Sea, sobre el Mar del Norte, en el condado de Kent, Inglaterra, y en lugar de dormir porque mañana parto para Londres a comenzar con la etapa más seria de mi viaje, estoy forzando mi atención y mi vista para que no se me sigan escapando las experiencias. Esto era el futuro hacía varios días, cuando me moría de la ansiedad preparando este viaje, y ya ha comenzado, lentamente, a convertirse en pasado. Pronto todo será solo un recuerdo, y tengo la intención de que sea lo más vívido posible.
Es que se me mezclan las imágenes. Me veo llegando al aeropuerto de Heathrow y comprando un chip de teléfono para tener internet a un precio local. Un muchacho Sikh con turbante y acento me lo vende e instala, y a partir de ese momento presto atención a la gran variedad de gente rasgos indios que trabajan por todas partes. Ya tengo internet y puedo avisar en casa que llegué. A continuación, me toca averiguar cómo llegar a Victoria Station, de donde sale mi tren para Westgate-on-Sea, pero todo es demasiado abrumador, y entonces me siento en un banco, en el medio del enorme hall del aeropuerto ajeno a mis desbordes, y recobro fuerzas para seguir. Finalmente estoy en el tren a Westgate. Debe de haber más imágenes entre estas acciones, pero aparecen fragmentadas y yo ahora que quiero acostarme a dormir voy a contar las que más interesan.
Una emoción impensable me embarga en el tren cuando veo en el anuncio luminoso y escucho la voz automática avisando que la próxima estación es Westgate-on-Sea. El resto de la gente sigue mirando por la ventanilla como si nada ocurriera. Es casi con seguridad algo que hacen todos los días cuando viajan hacia y desde Londres por trabajo. Además, casi nadie viene a mi destino. En mi vagón solo un hombre se pone de pie y se prepara. Un movimiento de rutina, que para mí es el gesto más esperado del año. Me bajo del tren con mi gigantesca valija (con rueditas, por suerte) y me doy cuenta de que algo no había previsto, si bien era de lo más probable: que estuviera lloviendo. Es de lo más natural del mundo que Westgate me recibiera así, de la misma manera que me despidió hace 19 años, solo que es de lo más inoportuno. Me espera una caminata de 5 cuadras hasta la casa de Sylvia, porque si bien ella se ofreció a buscarme cuando yo le confirmara qué tren me había tomado, las llamadas que le hice nunca llegaron a concretarse y decidí confiar en los Google maps y caminar hasta su casa. No hay taxis en Westgate, ella ya me había advertido, pero no importaba, porque yo ya había visto que se trataba de 5 cuadras, pero no contaba con que lloviera. Llevaba un paraguas, pero el viento del mar, que no podía ver en la oscuridad pero presentía por ese inconfundible olor a sal que venía con él, marcaba su presencia, dándomelo vuelta, travieso. Finalmente estuve frente a la casita. Pensé que apenas la reconocería, pero cuando la vi, fue como si hubiera sido ayer que volvía de mis clases o paseos con Gustavo por las noches. Sylvia me abrió la puerta y no fue como lo había soñado. No nos emocionamos, porque ella estaba esperando que yo la llamara, entonces su cara era de desconcierto. No nos abrazamos, porque yo estaba demasiado mojada para eso. Bueno, recordando cosas de mi vida creo que casi siempre los momentos más esperados o significativos tienen algo de esa desilusión, porque casi nunca suceden como los imaginamos.
Pasamos la primera noche charlando. Me sirvió un té mientras me presentaba a sus gatos, y después de inmediato vino la cena, con vino, y conversamos tanto que se nos volaron las horas. A las 10 y media de la noche nos llamó la atención que ya habíamos estado conversando durante cuatro horas. Sobre su marido, que hace 19 años había sido nuestro anfitrión también, pero que ahora ya no está en este mundo, sobre sus hijos, sobre un crucero que hizo alrededor de Islandia, sobre nuestra pasión en común de buscar nuestras raíces ancestrales, sobre los trabajadores polacos, que son los más codiciados por esforzarse tanto; sobre el Brexit, que puede llegar a impedir la entrada de esa mano de obra y que muchas empresas ya lamentan; sobre Trump y Putin, y otras incongruencias de este mundo.
Me fui a dormir en la misma cama donde dormí con Gustavo hace 19 años, y nuevamente me envolvió el silencio del pueblo y la sensación, favorecida por un olor tibio que volví a reconocer en la casa (algo parecido a una torta recién horneada de vainilla), de que estaba en otra dimensión, escondida del mundo y cobijada para siempre.
El día siguiente comenzó igual. Desayuno y charlas. Las charlas duraron tanto que incluso se hizo tarde para ir a almorzar. Me contó que durante la segunda guerra, ella vivía con sus padres en Londres y fue evacuada varias veces junto con su primo durante los ataques. Yo solo lo había visto en algunas películas, y entendía vagamente de qué se trataba, hasta hoy, que lo comprendí de una vez para siempre. Me dijo que se recuerda a sí misma caminando detrás de un camión que con un parlante que anunciaba “quién quiere recibir a estos niños”. Ellos apretando a su cuerpo un bolsito con sus pertenencias y, la más importante de todas, el libro de raciones. Fueron adoptados por diferentes familias, unas veces buenas y a veces malas. Hasta que la madre volvía a aparecer para llevárselos, hasta la nueva evacuación. “Pero sobrevivimos” me dice.
Cuando nos dimos cuenta de que ya se había hecho mucho más tarde que el mediodía, nos fuimos a Margate en el auto. No ha cambiado mucho. Su playa, su olor a algas podridas, sus enormes gaviotas peleándose por cualquier grano o miga en el suelo, pasando peligrosamente cerca de las personas, sin miedo. Pero sí han levantado un museo, totalmente nuevo y demasiado moderno, tal vez, para la tradicional Margate, el Turner Contemporary. Desde su cafetería se puede ver el mar, y en el mar, la silueta de un hombre, tal vez un suicida, que se adentra peligrosamente a medida que crecen las olas. Es una escultura en metal, que aparece y desaparece con las fluctuaciones de la marea. Una prolongación del museo mar adentro.
Me voy con una foto del atardecer sobre la bahía de Margate. Me quiero quedar mirando. Porque presiento, de alguna manera, que es la última vez en la vida que lo veo. No fallo cuando tengo estos sentimientos. Ya me ha pasado con gente, a la que giré para ver por última vez, corriendo el riesgo de que mi gesto fuera interpretado como extraño, pretendidamente enigmático; gente que luego murió inesperadamente. Esta vez giré para ver los rayos de sol forzando su camino a través de las nubes tormentosas de Margate.
Mañana me tomo el tren hacia Londres. Y comienza otra etapa.
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