Diario de Rio IV
Historias viejas para entender historias nuevas. O "no puede ser verdad".
(escrito el jueves 12/10/2017; pasible de ser publicado recién hoy…)
Praia de Icaraí, Niteroi |
Ahora, a mi regreso, desde el aeropuerto de Galeao, esperando mi vuelo con tiempo de sobra, puedo intentar recuperar ese recorrido.
Niteroi es la antigua capital del estado de Rio de Janeiro, una pequeña ciudad de apenas medio millón de habitantes, cruzando la Bahía de Guanabara, que se comunica con Rio por un puente de varios kilómetros que atraviesa la Bahía.
¿Qué íbamos a hacer a Niteroi? Es un relato aparte. Un relato que comienza hace ya más de siete años y voy a tratar de revivirlo.
En 2010 fui a un congreso de Educación comparada en Estambul. El viaje de ida fue bastante accidentado, casi desde el comienzo. El itinerario consistía de varios vuelos conectados que sumaban un total de 30 horas desde Montevideo hasta el destino en total. Una de las paradas era Rio, justamente donde estoy hoy mismo, aquí sentada, donde se hacía una conexión por Air France hacia París, para luego seguir. El bus que nos llevaba de la puerta de embarque al avión, que era enorme y por eso tal vez nos esperaba en el medio de la pista, parecía estar lleno de latinoamericanos que salían del continente hacia diferentes partes del mundo, todos pasando por París, punto de inflexión, punto neurálgico desde donde volvían a esparcirse hacia sus respectivos destinos alrededor del planeta. En el bus me sonrió un nervioso muchacho compatriota. Lo supe porque me lo preguntó de inmediato: “¿Sos uruguaya?” Él necesitaba hablar con alguien, y ese alguien fui yo. Iba a hacer un curso en China, y se había dado cuenta de que nuestro vuelo de Air France, con su ruta y horario, era el mismo en el cual aquel avión exactamente un año atrás había misteriosamente desaparecido mientras cruzaba el océano Atlántico. La tragedia el vuelo 447. Los restos de aquel avión aparecerían recién un año más tarde; por entonces era todavía un enigma. El muchacho estaba ridículamente preocupado, pero yo me pregunté si aquello podría ser un presagio. ¿Por qué yo, a quien hacía casi un año no se me había vuelto a pasar por la cabeza aquella tragedia aérea, venía a encontrarme con este chico obsesionado? ¿Sería un aviso, una señal? Quise olvidarme. Después de algún comentario cortés, le di la espalda y me puse a mirar a los demás pasajeros del bus. Y ahí los vi por primera vez, a Celia y José Linhares, sólo que yo todavía no sabía que eran ellos. Me gustaron porque era lo que yo estaba necesitando en ese mismo momento. De la edad que tendrían mis propios padres, ellos iban juntos, riendo y seguros, ostentando su pasaporte brasileño. No los había olvidado cuando los vi casi quince horas después en el aeropuerto de Charles de Gaulle. Porque sí, llegamos, y ya se los digo para que este relato no sea tan espeluznante, pero estuve a punto de no llegar.
La cosa es que cuando subí al bendito avión de Air France, me senté junto a una señora brasileña muy amable, profesora de idioma portugués en alguna Universidad de Brasil, y nos pusimos a conversar de manera tan profunda que desapareció el resto del mundo. Para cuando ella miró la hora y me dijo extrañada que se había hecho tarde, ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que el avión supuestamente debía haber despegado. Ya no había tema posible de conversación. Dominaba la impaciencia. Y apenas unos minutos más tarde, pensé “no puede ser verdad”. Un año después se supo que esas fueron las mismísimas últimas palabras que quedaron registradas en la caja negra de la cabina del avión perdido. Tal vez es un pensamiento recurrente cuando los humanos estamos frente a un evento que nos aterroriza: “no puede ser verdad”. Pero por los altavoces se escuchó una voz diciendo, en francés y luego en portugués, que por “problemas técnicos” el avión iba a demorar en despegar. “No puede ser verdad”. Y yo, que no habría temido nada si no hubiera sido por el muchacho que se iba a la China y me había advertido de su propio miedo, pensé que era una señal del destino, que quería que yo me salvara. Me había enviado al muchacho para advertirme, para causarme este miedo, y para que me bajara del avión. ¿Alguna vez les ocurrió algo así? Estuve durante los sesenta minutos siguientes debatiéndome entre quedarme y bajarme. Me detuvo el hecho de que estaba en tránsito en Rio, y que si bajaba no sabría qué decir, ni por el idioma, ni por la explicación absurda que tenía para dar. Me detuvo pensar que la Universidad había pagado el pasaje, y que si nada malo pasaba, ¿cómo justificarme? No lo hice porque pensé que no tenía dónde ir. Ya no podía volver a casa sin más. Estaba a 3 horas de avión, y mi pasaje de vuelta estaba marcado para dentro de 1 semana. Por supuesto que no le dije nada de esto a la profesora a mi lado. Pero, por alguna razón, ella tampoco me hablaba. Cuanto más tiempo pasaba, más me convencía de que debía bajarme. Y cuando, alrededor de 2 horas después de la supuesta hora de despegue, estaba a punto de levantarme y salir, se encendieron los motores y la voz reconfortante del piloto nos dio la bienvenida.
Llegamos. Pero la conexión de Paris a Estambul se había perdido. Conseguí que me ubicaran en un vuelo seis horas más tarde, y mientras buscaba dónde conectarme a internet para avisar en casa que no esperaran noticias de mi llegada hasta mucho más tarde, vi a Celia y José Linhares, tan sonrientes, tan seguros como el día anterior, o ese mismo día, ya no lo sé, porque en los aviones y los aeropuertos, que son todos iguales a no ser por la hora que en los relojes va variando, nunca se puede estar seguro del tiempo transcurrido. Estaban mirando una pantalla con las indicaciones de puertas de embarque para los diferentes vuelos, y señalaban, increíblemente, al que iba a Estambul.
Me acerqué a ellos y me presenté; les dije que era uruguaya y que habíamos estado en el mismo vuelo desde Rio. Su calidez me envolvió al instante. Sí, habíamos perdido la conexión, ¡qué problema! ¿Qué iba a hacer yo a Estambul? Un congreso de Educación comparada. No me creerán, pero ellos venían a lo mismo. Celia era profesora de Educación en una Universidad de Rio, y su marido la acompañaba.
Después de eso, fuimos inseparables. Para no dejarme sola en Estambul a esas horas de la noche, me invitaron a tomar el mismo taxi al que pidieron que pasara primero por mi hotel. Me dieron la dirección y la habitación de su hotel, su email (los celulares no se usaban todavía tanto como ahora, por el alto costo, ya que, creo, no se hacían llamadas por internet, o no eran comunes). Hicimos visitas turísticas juntos y Celia y yo presenciamos mutuamente nuestras ponencias. Quedamos en contacto para siempre. Pero no fue hasta anteayer que los volví a ver, en su casa en Niteroi.
La visita no sería algo fácil, de cualquier manera. Porque este relato está indefectiblemente conectado a la tragedia. La tragedia del Air France, sucedida un año antes de conocernos, y la tragedia de Celia y José, sucedida un año después. Porque en una carretera en los accesos a Rio, un accidente automovilístico mató a sus dos hijas, uno de los yernos y un nieto. Toda una historia familiar borrada de un plumazo. Ellos también deben de haber pensado “no puede ser verdad”. Sobrevivió un bebé, que ahora ellos crían como padres sustitutos. Todo eso me lo contó por email, y yo no sabía qué decir. Cada vez que se cumplía un aniversario del hecho: un mes, seis meses, un año, dos años, Celia escribía un poema para sus muertos queridos y los enviaba a sus amigos por email. Entre esos amigos estaba yo, por lo que pude seguir el proceso de ese duelo.
Las personas no son las mismas después de que les ocurren cosas así. Es imposible que sean las mismas. Por eso yo tenía miedo de ir a visitar a Celia y José, después de siete años, desgracia mediante. En eso pensaba mientras con Carmelia viajábamos en el ómnibus de transporte público que hacía su trayecto de hora y media desde la estación frente a la Universidad hasta el centro de Niteroi. Pensé que iba a llorar mucho.
Y sin embargo, es una gente llena de luz, de risa y de seguridad, la misma impresión que me dieron aquel día en el bus hacia en el avión en Rio, y confirmé en Charles de Gaulle. Nos recibieron en el edificio antiguo y macizo de una zona costera de Niteroi. Llegamos luego de atravesar calles de casas antiguas bañadas con la luz temblorosa que pasaba a través del follaje los árboles. Celia me esperaba con un abrazo enorme, reconfortante, como siempre. Conocimos a su nieto, el sobreviviente, alegre y luminoso, con alguna dificultad para caminar como secuela del accidente, y algún otro problema para hablar, según me dijeron, pero yo, que apenas entiendo portugués, no pude darme cuenta. Carmelia y yo procuramos no decir nada de la historia dolorosa, pero José tomó la iniciativa y nos mostró una foto familiar enorme, con más de diez personas en alguna época en que estaban todos presentes, en que el niño era un bebé, de mirada atenta dirigida bien al centro de la cámara, una mirada curiosa y esperanzada del futuro, sin sospecha alguna de lo que el destino le tenía deparado.
Como si esto fuera un relato de Paul Auster, José le preguntó a Carmelia sobre su pueblo de origen, y resultó que él había nacido en el mismo sitio. ¿Qué probabilidades hay de que, en un país inmenso como Brasil, una uruguaya visite a una pareja conocida casualmente en Estambul con una amiga del nordeste brasileño, y que uno de los miembros de la pareja provenga del mismo pequeño pueblo de un par de cientos de miles de habitantes? Casi ninguna. Pero así fue.
A las siete de la tarde, de vuelta hacia la costa de Niteroi a tomar el bus de regreso a Rio, caminábamos calladas, ensimismadas, comentando intermitentemente sobre el azoramiento de esos encuentros improbables, de las tragedias improbables, de todo lo que “no puede ser verdad” y sin embargo es.
Fue el día más hermoso de este viaje.
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