Los agradecimientos de mi tesis

Terminé mi tesis de doctorado.
La foto representa mi alegría. No soy capaz de saltar así, pero bueno, ustedes me entienden. Estoy en ese proceso de terminar de entregarla, con todos sus trámites. Y les cuento que una parte muy importante es escribir los agradecimientos. Los escribí con pasión, pensando en cada detalle. Lo irónico es que, si bien es posible que la tesis se publique el año próximo, los agradecimientos no irán en el libro, porque al ser libro dejará de ser tesis, y esas páginas quedarían fuera de lugar. Y de la tesis se hacen unas pocas copias que se pueden contar con los dedos de las manos, para el tribunal, para mí y para la biblioteca de la Universidad de Valencia. Entonces estos agradecimientos se perderán. ¡Con lo que me ha gustado escribirlos!
Por eso se me ocurrió publicarlos aquí. Por lo menos los comparto con alguien más que los miembros del tribunal. Ojalá les gusten a ustedes.



Agradecimientos


No recuerdo cuándo exactamente ni cómo fue la primera vez que vi a cada una de las personas a las que voy a agradecer en estas páginas. Es una verdadera pena, porque eso significa que me falta el primer capítulo de cada una de las historias. Es que cada persona que suscita en nosotros una emoción como la gratitud es, como sostengo a lo largo de toda esta tesis, una narración, al igual que cada una de las emociones que sentimos hacia ella. Como toda narración, al principio la persona que vemos por primera vez no es quien terminará siendo para nosotros. A veces lo primero que nos llama la atención es un color de ojos, un leve tartamudeo, la suavidad de sus manos en el primer apretón, o el perfume de la reciente afeitada. Pero poco a poco descubrimos que ninguna de esas cosas la definían, que nada de eso sería lo que terminaría por ser lo que nos entibia el alma cuando pensamos en ella. En esta lista de agradecimientos, intentaré recuperar algunos de esos momentos iniciales, por el mero gusto de arrancar una sonrisa a los aludidos.
Oí de Adela Cortina por primera vez en retazos, hace casi veinte años, en la forma de una conferencia en mi país, un libro que apareció en casa recomendado por alguien, una estancia de investigación con la que mi esposo, Gustavo Pereira, soñó y que finalmente cuajó en un Doctorado, este mismo Programa de Doctorado que estoy culminando ahora yo misma, pero que en ese momento era para nosotros algo en el intersticio entre el misterio y la aventura. Viajé con Gustavo para acompañarlo durante nuestros meses de verano mientras él hacía sus créditos de docencia; fui acompañada de Emiliano, nuestro hijo, que tenía dos años de edad y ese invierno de 1997-1998 dejó los pañales en Valencia. Allí la imagen de Adela se me hace tangible, pero no puedo decir cuándo fue la primera vez que realmente la vi: se me mezclan su mirada entusiasta y llena de ternura hacia Emiliano, su mirada atenta mientras me escuchaba contándole que yo también era Licenciada en Filosofía pero que trabajaba de profesora de inglés, y por eso y por el niño yo no podía darme el lujo de hacer un Doctorado. Definitivamente, su mirada es lo que me llamó la atención de Adela en un comienzo y para siempre. Una mirada llena de determinación contagiosa, una mirada que es capaz de transmitirte: “puedes llegar a hacerlo, y yo voy enseñarte cómo”. Con el paso del tiempo, el diálogo con ella, que dirige esta tesis, ha sido crucial, tanto las instancias cara a cara como los intercambios por correo electrónico. Sus consejos, críticas y sugerencias han contribuido a corregir vicios y a otorgarme lo que considero el proceso de formación académica más importante de mi vida. A esa mirada, a esas palabras, guardo mi mayor gratitud.
Juan Carlos Siurana fue tan sólo un nombre por un tiempo. Acabábamos de conectarnos a internet, supongo que a comienzos del año 1997, y la comunicación con “el becario de investigación” que él era comenzó a hacerse más fluida a medida que nos acercábamos a la fecha del viaje de Gustavo. En los días antes de su partida, los mensajes de correo electrónico de Juan Carlos eran los más esperados, porque nos iba actualizando las novedades acerca del alojamiento y otras gestiones que abrían el camino antes de nuestra llegada, todo eso que a la distancia y en nuestra juventud nos parecía a la vez amedrentador y exótico. Esas pequeñas ayudas, “gauchadas” como les decimos en Uruguay, se convirtieron en la suma total en una enormidad, fueron lo que en definitiva hicieron posible ese viaje y en consecuencia todo lo que vino después, como mi propia inserción en este Programa de Doctorado. Lo conocí personalmente en el mismísimo aeropuerto de Valencia: él había conducido a Gustavo para recibirnos cuando llegué con Emiliano. Allí vi por primera vez su sonrisa tímida y cálida, y se instaló en el lugar de amigo de la familia para siempre. Cuando yo misma estaba comenzando con este Doctorado, en 2006, Juan Carlos ya no era becario; era amigo, de esos que escasean en el mundo. También me enviaba correos respondiendo a mis ataques de ansiedad en los que yo le hacía decenas de preguntas. Fue él quien me prestó su ordenador portátil durante algunas semanas para que pudiera trabajar sin moverme de mi habitación en el Colegio Mayor Luis Vives. Otra gauchada. Este muchacho tiene mucho de gaucho, y se merece lo mejor en su carrera y la familia que ha formado.
Me llevó años para que este relato se convirtiera en el mío propio. Mis dos hijos fueron creciendo, y ya no pareció imposible dedicar algunos meses a los créditos de docencia para el Doctorado en Valencia, ni algunos años a la redacción de una tesis. Mi carrera como profesora de inglés me había hastiado, y quería algo más. Quería probar mis posibilidades como docente en la Universidad de la República, a la que tenía la oportunidad de acceder porque ya tenía mi título de Licenciada en Filosofía, y había comenzado, casi como un pasatiempo, una Maestría en Literatura Latinoamericana en la Universidad de la República. Como los sueños primero hay que soñarlos antes de atreverse a realizarlos, me imaginé a mí misma cambiando de vida; dejando de enseñar a niños y adolescentes para enseñar a universitarios. A esa altura, mi vocación ya no era la filosofía estrictamente, sino la educación; podría decirse que la Filosofía de la Educación. Como esas cosas que planifica el destino, en ese preciso momento hubo un llamado para Ayudante de la cátedra de Historia y Filosofía de la Educación. Mientras se cumplían los plazos para la presentación de méritos y preparación de pruebas, comencé entonces, ya con mis metas ampliadas, este Doctorado. Finalmente gané la plaza como Ayudante. Y este Doctorado se convirtió más que en meta, en exigencia.
Comenzados los trámites para realizarlo, se perfiló lentamente la figura de Rafa Monferrer. Como la de Juan Carlos, a través del correo electrónico. Una voz (imaginada) amigable y prístina. Me solucionó problemas; me respondió preguntas; hizo gestiones por mí. Cuando lo vi  cara a cara por primera vez, a fines de 2006, Rafa acababa de tener un hijo, y sonreía con esa sonrisa de padre recién nacido, cansado y feliz. Un agradecimiento especial para él, porque sin su ayuda en la distancia, hay tantas cosas que yo no podría haber hecho y no podría estar hoy en esta etapa.
Martha Nussbaum merece un párrafo especial en esta lista de agradecimientos. Ella me conquistó en primer lugar con su Justicia Poética y el interés que allí expresa por la literatura como herramienta para educar en una ciudadanía democrática, que era una de mis intuiciones mientras cursaba mi Maestría en Literatura Latinoamericana. La figura de una mujer abstracta que me hablaba al oído mientras yo leía fue de a poco materializándose a medida que veía fotos en las solapas de sus libros y documentales en internet. Pero seguía siendo alguien abstracto, como un semidios del que sabemos por leyendas. Hasta que soñé la posibilidad de viajar a Chicago para entrevistarla acerca de sus impresiones sobre las ideas que de ella se planteaban en mi tesis. Así me puse en contacto con ella por correo electrónico, y descubrí una persona inusualmente eficiente, que respondía los mensajes a los diez minutos de haberlos recibido, y me encontré extrañamente “chateando” por email con ella cuando me respondía y yo volvía a preguntar y ella volvía a responder, en el increíble lapso de apenas media hora. Así planifiqué mi viaje para octubre de 2011, cuando un primer borrador bastante contundente de la tesis estaría pronto, y ella podría decirme sus opiniones sobre las lecturas que yo había hecho de su teoría de las emociones. Martha Nussbaum se tomó un tiempo considerable para leer el resumen de la tesis que le envié traducido al inglés un tiempo antes de mi viaje, y ya tenía pensadas respuestas para cuando la vi personalmente en su oficina, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago. Detrás de un escritorio inmenso, poblado de elefantes –su animal favorito, según me dijo- de materiales, estilos y colores diversos, traídos de diferentes partes del mundo, ella respondió a mis preguntas, aclaró mis dudas e ilustró con ejemplos vívidos todo cuanto yo había pretendido averiguar. Dicha entrevista está transcripta al castellano en el Anexo de esta tesis, y por su deferencia le estaré por siempre en deuda.
Unas palabras especiales deben ser dedicadas a Deborah Techera y Jacqueline Fernández, ayudantes del proyecto del que actualmente soy responsable, financiado por la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República, que tiene por objetivo profundizar en la posibilidad de la educación de las emociones. Las conocí hace poco más de un año, en un curso de formación en filosofía para niños que se dictaba en la Universidad, y que fue nuestra introducción a la metodología de la comunidad de indagación que más adelante se convirtió en la metodología tangible para la educación de las emociones que propongo en esta tesis, y que ahora pretendo continuar por medio del mencionado proyecto de investigación. Las dos eran jóvenes estudiantes avanzadas de la Licenciatura en Filosofía (Deborah ya ha obtenido el título, y Jacqueline está mucho más cerca de éste). Las dos hacían ese despilfarro de entusiasmo propio de la primera juventud: se reían mucho, preguntaban muchas cosas, y daban opiniones sobre la base de sus más recientes estudios, y muy apropiadamente, por cierto. Terminado el curso, se formó un pequeño subgrupo de los participantes que se propusieron aplicar la metodología en una escuela pública montevideana. Las tres formamos parte, junto a otros, de esa actividad durante seis meses. Fue allí cuando nos hicimos amigas. Su manera eficiente de trabajar, sus ideas agudas y consistentes terminaron de conquistarme. Cuando se me comunicó que había ganado la financiación para continuar la investigación sobre la educación de las emociones, no me quedaron dudas de que sería en ellas en quienes invertiría los fondos destinados a personal. Con Jacqueline y Deborah me reúno una vez por semana, desde el pasado abril, para discutir diferentes temáticas concernientes a los objetivos del proyecto. Este período de tiempo ha coincidido con la redacción final de esta tesis. Varios capítulos de ésta han sido discutidos durante nuestras reuniones, con té y galletitas de por medio, para que sirvieran como base de las investigaciones que a partir de ahora nos proponemos realizar. Sobre esa lectura de mis capítulos, ellas hicieron serias críticas y sugerencias de modificaciones muy perspicaces, que mejoraron muchísimo la redacción final y para las cuales no me alcanzan las palabras de gratitud.
No podría haber realizado este doctorado si no hubiera contado con algunas fuentes de financiamiento. La más importante ha sido la ayuda del Programa de Cooperación Interuniversitaria de la Agencia Española de Cooperación Internacional, que financió el proyecto “El peso de las preferencias adaptativas en los criterios normativos para el diseño de políticas sociales destinadas a sectores marginales”, ejecutado por la Universidad de Valencia bajo la dirección de Adela Cortina y la Universidad de la República bajo la dirección de Gustavo Pereira durante el período 2006-2007. Como participante del proyecto viajé durante dos cursos lectivos a Valencia para trabajar con Adela Cortina en mi parte del proyecto sobre el papel de las emociones en la racionalidad pública, que potencié realizando a la vez mis créditos de docencia para el presente Doctorado. Por esa razón guardo un especial agradecimiento hacia el gobierno español, que a través de dicha agencia ha promovido óptimamente el intercambio cultural y académico entre España y nuestro continente latinoamericano.
También la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República, ya mencionada por su financiación de mi proyecto que de ahora en más contribuirá a mi profundización en este tema que dio comienzo con esta tesis, financió mi estancia de investigación en la Universidad de Chicago, de la cual la ya citada entrevista a Martha Nussbaum fue el principal producto, que enriqueció y dio forma a la versión final de la tesis.
Los participantes del Grupo interdisciplinario Ética, Justicia y Economía de la Universidad de la República, dirigido por Andrea Vigorito del Instituto de Economía y Gustavo Pereira del Instituto de Filosofía, nutrieron algunas de las ideas que presento aquí, a través de las presentaciones en el Seminario permanente sobre Justicia Social de dicho grupo. Los participantes, por medio de sus dudas, preguntas y discusiones bien acerca de mis presentaciones o bien acerca de otras presentaciones afines contribuyeron a pulir algunas de las ideas manejadas.
Mis hijos son los que, sin entenderlo totalmente, han sufrido este proceso en mayor escala. Su hastío ha sido gradual, desde comprender que mamá está de viaje, hasta la última etapa de redacción de tesis, en que Leandro, quien actualmente tiene once años de edad, que me ha visto privándome de idas al cine y paseos que ha hecho sólo con su padre porque yo me quedaba “escribiendo la tesis”, me ha dicho “¡Qué cosa tan horrible es escribir una tesis! Si uno hace una tesis, ya no puede hacer nada más”. Emiliano pasó de ser un niño como Leandro a casi un hombre, y como ahora es él quien apenas está en casa, ya no protesta, pero fue el primero en comprender el sacrificio que esta carrera impone, sobre todo porque durante los viajes para los créditos de docencia él tenía más responsabilidad sobre su hermano pequeño, y lo cierto es que gracias a su colaboración pude librarme de gran parte del complejo de culpa que mi ausencia me causaba. Ha sido, por lo tanto, una empresa familiar.
No podría decir de mis hijos que no recuerdo la primera vez en que los vi. Supongo que los hijos son las únicas personas con las que no se cumple la premisa de la que parto al escribir estos agradecimientos. Sí que me acuerdo, y me acuerdo muy bien del momento en que los pusieron en mis brazos. Pero la persona más importante en el proceso de este Doctorado, mi marido, padre de mis hijos y cotutor de la tesis, de ése no me acuerdo. En la nebulosa de mi memoria, Gustavo Pereira aparece en una imagen de pronto, la imagen de un momento en el que no me llamó la atención verlo porque ya era alguien que había visto varias veces en clases de Facultad, cuando estudiábamos la Licenciatura en Filosofía. Pero no es como compañero de clases que aparece en la imagen más antigua que guardo de él, sino en una asamblea de estudiantes. Desde 1958 la Ley Orgánica de la Universidad de la República establece que ésta es dirigida por un cogobierno formado por docentes, estudiantes y egresados. Los estudiantes tienen así un importante rol en la gestión de la universidad que se manifiesta en la forma de asambleas donde muchas veces se juegan temas importantes, desde el destino de los fondos del presupuesto universitario hasta los horarios de las clases. Yo siempre fui muy tímida, y si bien concurría a las asambleas para conocer los temas que se estaban tratando, jamás, que yo recuerde, levanté la mano para pedir la palabra. Estamos hablando de una época en que teníamos, tanto Gustavo como yo, apenas veinte años. Los dos teníamos la piel muy lozana y la risa muy fácil, pero guardábamos una diferencia esencial: mientras yo jamás hubiera osado dar una opinión en público, él era uno de los oradores que se destacaban. Yo lo miraba desde muy lejos. No porque estuviera ubicado físicamente lejos, sino porque nunca soñé tener una relación cercana con alguien tan inteligente, ejecutivo y extrovertido. Era algo así como mi polo opuesto. Pero en el correr de la carrera, inesperadamente nos hicimos amigos. Luego nos ennoviamos y más tarde nos casamos. Él fue quien me impulsó, apenas me vio aburrida de mi docencia de inglés, a continuar mi carrera académica, llegar a mi cargo actual de Profesora Asistente, y hasta este Doctorado, que aquí culmina. Él me acompañó en tiempos de euforia y levantó mi ánimo en instancias de desaliento. Claro, quizá pudo hacerlo porque era elocuente, y, como todavía bromeamos, él era “el que hablaba en las asambleas”. Fue el que hablaba en las asambleas quien tuvo el poder de persuasión para empujarme hasta aquí. Y por eso le pertenezco para siempre.
Helena Modzelewski
Montevideo, 28 de agosto de 2012

Comentarios

  1. Felicidades, Helena. Has llegado a "Ítaca", tal vez la más demorada, pero, justamente la que te hace más rica con todo lo aprendido en el camino. A estas alturas, como dice mi amado Kavafis "comprenderás entonces lo que significan las Ítacas." Creo que te mereces un descanso intelectual y tus hijos serán los más beneficiados. Nada supera el calorcito en el corazón de concretar logros tan complejos. Tal vez suene algo liviano, pero entre Gustavo, tus hijos y tu carrera, solo te queda decir: "Gracias a la vida/que me ha dado tanto..."
    Un gran y fuerte abrazo con beso con ruido de tu amiga

    Mónica

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