Serie "cuentos para la escuela", II
LOS VISITANTES DE SAN LUIS
Emiliano sentía un gran misterio respecto al campo. Su abuelo Edi siempre le hablaba del campo, como de las mejores cosas que le habían pasado en la vida. Que había vacas, yuyos, molinos, insectos que con sus ruidos no te dejaban dormir de noche, tomates plantados, ovejas, espantapájaros, hormigas, caballos, tarros de leche. El abuelo Edi siempre le prometía llevarlo al campo un día, pero Emiliano no sabía qué día era ese, y en su impaciencia, que parecían mariposas que le revoloteaban en la barriga, ese día no llegaba.
Sobre todo le gustaba imaginarse todos los bichos que en el campo debía haber. Sapos, luciérnagas que jugaban a que eran faros por la noche, lagartijas. Emiliano vive en una casa sin jardín, así que todo ese barullo de bichos se le dibujaba en la imaginación como un enorme misterio.
El verano pasado, papá y mamá le anunciaron que habían alquilado una casa en San Luis. “¿Es el campo?”, preguntó Emiliano. “No, es la playa”, contestó mamá. Igual era divertido. Estaba bueno estar casi todo el día revolcándose sobre la arena, entrando y saliendo del agua con baldes para hacer castillos y juntando piedritas para que papá le construyera murallas para que los enemigos no lo pudieran invadir. Un día, buscando, buscando, hasta encontró un soldadito de plástico, de esos que vienen en las bolsas de las sorpresitas, enterrado en la arena. Lo lavaron y lo pusieron en la parte más alta del castillo, para que vigilara. Mejor, imposible. Estaba linda la playa, aunque, claro, no era el campo.
Hasta que un día, Emiliano andaba corriendo por unos terrenos baldíos que había al lado de la casa donde estaban quedándose, cuando algo se movió entre los yuyos. ¡Qué susto! Le contó a mamá. Mamá dijo: “Vamos a investigar”. Se quedaron los dos quietitos, de la mano, mirando fijo a los matorrales sin atreverse casi a respirar, para que el misterioso visitante apareciera otra vez. Se oyó un ruidito entre el pasto. Tembló una flor. Entre dos ramitas, asomó una naricita. Luego, dos ojitos. Y después, dos manitos que tenían algo agarrado que mordían con dos dientes grandes y blancos. ¡Qué fiesta! Un apereá. “¿Un apereá?”, preguntó Emiliano. Son como ratones grandes, gorditos y marrones, preciosos, hasta se pueden tener de mascota. “Nunca viste ninguno, porque viven en el campo”. Pero mamá había dicho que San Luis no era el campo, era la playa. “Bueno” dijo mamá, “pero esta casa que nos tocó, digamos que tiene un pedacito de campo aquí al lado”.
Emiliano no podía más de contento. Ahora sabía lo que era, al menos, un pedacito de campo.
Días más tarde, descubrieron que había más de un apereá. Eran toda una familia. Avistaron a otro que era gris, pero muy pocas veces veían moverse por ahí a los hijitos. Seguramente el papá y la mamá salían a buscar comida entre los yuyos, cuando el día comenzaba a irse y el barrio quedaba callado.
Lo mejor fue cuando se lo contó al abuelo. Ahora que los dos conocían el campo, podían hablar de igual a igual.
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