Un ciber cuento de los años 90

¿Recuerdan a Sandra Bullock en "The Net"? Algo parecido.

 Quienes transitaron la década de los 90 sexualmente activos y sin pareja, entenderán perfectamente este relato. Una voz de mujer nos llega desde una prehistoria del msn y el facebook, tiempo en que suceden cosas casi incomprensibles hoy. ¡Para bien o para mal! Pero las ansias de amor de los tantos y tantos que se buscan y no se encuentran en el mundo cada vez más vacío que habitamos, siguen siendo las mismas...

 

Una de esas noches de soledad, yo escribía otra carta sentada frente a la computadora.  La habían actualizado recientemente, y yo sabía que estaba pronta para algo que se llamaba "chat" en Internet, que era el típico vicio adolescente.
Quise probarlo.  La computadora, igualmente, seguía siendo un modelo de varios meses, y no respondía con la rapidez que mi ansiedad me revolvía el estómago, así que presioné el ícono de "reducir", y me entregué de lleno a la carta.
Al cabo de medía hora, sin embargo, una pequeña ventanita se abrió frente a mis ojos, y en lugar de entrar el sol por ella, unas letritas traviesas me dijeron "Hola".
En mi inexperiencia, me había olvidado de desconectarme de Internet.  Este personaje se había colado en mi carta, en mi intimidad, y había entrado abruptamente, asustando, sorprendiendo con un súbito acceso de humor, sobre todo porque se apodaba "Machoman".
"Hola, Machoman", le contesté, corriendo las manos por el teclado.  "Qué nombre elegiste".
Allí empezó todo.  Nuevamente volvió a correr por mis venas la vida, dando formas que no veía a las palabras que se agolpaban en racimos sobre la pantalla.
El hombre oculto del otro lado del monitor se describía a sí mismo, treinta y nueve años, periodista de una ciudad cercana de América Latina, padre soltero de una niña que su madre no había deseado, y yo me dejaba llevar por el cuadro que él dibujaba ante mis ojos, sabiendo que también podría ser un adolescente jugando a ser mayor, un gran reptil esperando para lanzar su lengua pegajosa y atraparme, o, inclusive, una mujer.  Pero yo quise que él fuera quien me decía, moreno como un gitano, sensible, perpetuamente sonriente y caballero.  Se dirigía a mí como "gentil dama", y podía ser un sapo lascivo, pero el deseo no me dejó verlo así, y terminé esa noche, dos horas después de haberío encontrado, separándome de "Machoman" con una cierta melancolía de velada agradable que se acaba, de suspiros por un hombre que hemos descubierto.
Arreglamos una "cita" para el día siguiente, con la condición de que yo le confirmara vía email, la hora, el canal de chat.  Lo hice puntualmente.  Algo muy tonto, si "Machoman" era sólo un número de datos en mi pantalla.
"Machoman" no volvió a aparecerse con ese nombre, al menos por un tiempo, mientras duró nuestro romance, si así podía llamarse.  Su nombre verdadero, si, nuevamente, así podía llamarse, era César.  Tan respetuoso se mostró desde un principio, que al señalarle yo la peculiaridad de su seudónimo, a partir de ese momento no volvió a usarlo.  En nuestra cita del día siguiente estuvimos a punto de no encontramos, porque yo varié un poco mi nombre, y él, al acercárseme llamándose César, tuvo que usar mucho su imaginación para descubrirme, y también para decirme sutilmente que él era quien el día anterior me había citado, y que era, según su otro apodo, "Machoman".  Me pareció muy caballeroso de su parte que señalara "lo cambié por ti".
Su transparencia, su cabalidad fue lo que me atrajo desde un primer momento, Sentí que podía hablar con él de todo, de mis sentimientos, mis derrotas, podía abrirme las venas y dejar fluir la sangre, disecarme y entregarle mis vísceras como una ofrenda.
"César" decía ser editor de noticias en un diario de Santiago de Chile.  Nunca me dijo el nombre del diario, ni me contó de los pormenores de su trabajo, ya sé que todo esto suena irreal, pero todo es irreal una vez que alguien pone, no un pie, porque no puede hablarse así, pero sí, un dedo dentro de la sala del chat.
Lo único que me dijo de verdad era que tenía una hija de doce años.  Lo comprobé en otras noches cuando me escondía bajo otros seudónimos para vigilarlo, para sentir lo que hacía sentir a otras con su forma de utilizar el lenguaje, mientras sus manos recorrían sus cuerpos por dentro a la vez que se deslizaban por el teclado pintando palabras.  Creo que lo de su hija nunca pudo ocultarlo, porque tal vez era el único amor que verdaderamente había tenido; la única fidelidad que se debía a sí mismo.  Por eso, cuantas veces me acerqué a él, llamándome "Leda", "Electra", "Andrómaca", "Megara", "Helena", él cambiaba de nacionalidad, de profesión, de estado civil, pero siempre tenía una hija, llamada Isabel Margarita, "nombres de reinas" decía siempre, que era en verdad la reina de su vida, lo único que tal vez le hiciera enternecer esa mirada que ahora imagino diabólica, lo único que le proporcionaba un ancla donde convertirse en una identidad, porque de otra manera, bien podrían haber sido muchos hombres distintos, uno cada noche.
Yo me había obsesionado, perseguía a un hombre ficticio en mis vigilias, creaba y destruía imágenes de él como íconos en un templo.
Cómo logró eso de mí, nunca voy a saberlo, sólo sé que me escuchó, o mejor dicho, leyó, durante minutos eternos, acerca de mis frustraciones, mis terrores, rió con mis bromas y entendió mis ironías, y cuando yo estaba comenzando a pensar "qué hago yo tantas horas con una pantalla", me lanzó un "tú me fascinas" que tomó a mi ego en brazos, lo acunó y lo hizo dormir en paz, cansado de tanto asquearse, y ya nunca más, al menos por esa etapa de monstruos y oscuridad en mi estómago arremolinado de mariposas nocturnas, pude apartarme de sus letras en mis madrugadas solitarias.
La primavera me corría por las venas como pirañas.  Sentía que nuestras esencias se tocaban, nos habíamos asido de las manos sin el obstáculo de los sentidos, éramos puro lenguaje, y por lo tanto, alma.
Él me decía que temblaba.
A mí se me iluminaba el rostro como al calor del fuego.  Pronto llegó el momento de necesidad de envolver las esencias en carne, y a través de la carne penetrar al otro, esencia contra esencia, carne dentro de carne.  La experiencia sexual más sofisticada de mi vida.  Insinuar lo que estaba ocurriendo en los matorrales del cuerpo, pero nunca decirlo.  Nunca decir que me sentía viva, como hacía veinte, veinticinco años por primera vez, en que había descubierto las mariposas en el estómago, aunque ahora se sentían como pirañas.  No pude resistirlo más, y lo invité a venir a Montevideo.
Nunca antes me habría descrito como una persona trastornada, pero César me hizo perder los estribos hasta un punto que yo misma no sabía quién era.  Eso de entrar al chat con varios seudónimos, de contar historias distintas, me tuvo caminando por la cuerda floja durante cerca de un mes.  Perdí referencia de quién realmente era yo.  Pero eso ocurrió al final.  Muchas cosas pasaron hasta llegado ese momento.
Lo primero fue que lo invité a venir a Montevideo.  Ese fue uno de mis grandes errores, pero mi cerebro, mis manos, mis ojos, mi cuerpo, no podían estar un día más sin saber que pronto lo verían, que ese cuerpo que él describía convulsionándose por mis palabras, estaría frente a mí, y, posiblemente, entre mis brazos, pronto, con una fecha fijada.
Él me hacía sentir como si nunca mujer alguna le hubiera llegado tan dentro; yo jamás había sido especial para nadie, a nadie había quitado el sueño, a no ser por alguna noche trasnochada de sexo, pero César me decía que no quería sexo hasta enamorarse, que nunca lo había tenido sin sentir amor, en fin, un experto en mujeres, sabía exactamente qué decir, cuándo, cómo, negaba el interés en lo camal, no quería saber mis datos personales, ni mi nombre completo, mi dirección, mi lugar de trabajo, y a medida que él rechazaba todo eso, yo más quería dárselo, quería que él supiera mis detalles, mi teléfono, mi casa, quería tenerlo una noche en mi cama, usando mi ducha, tomando el desayuno en una de mis tazas.
Tuve que invitarlo a venir a Montevideo varias veces.  "¿Querés venir?" le pregunté una vez, pero su módem falló, y lo vi salir del canal, para volver a entrar luego de algunos minutos; se disculpó, no había leído nada.
"¿Querés venir?" pregunté por segunda vez, y él me pidió disculpas porque su hija estaba tosiendo mucho y debía ir a verla.
"¿Querés venir?" le dije la última vez, pero en lugar de contestar de inmediato, se tomó unos minutos de meditación, mientras halagaba mi valentía, y la manera en que yo había cambiado mi forma de ser desde el momento en que nos habíamos conocido, en que yo le había negado rotundamente toda relación con la realidad a esta actividad que estábamos teniendo, y que sin embargo, ahora pretendía hacer tangible a través de una invitación.
"Sí, quiero fervientemente ir" dijo al fin, y las pirañas volvieron a morder mis venas por dentro, a chupar cruelmente mi sangre.  Yo había hecho la invitación.  El se quedó callado, esperando pormenores.  Ahora sé que lo había planeado todo.  El no tuvo que pedirme nada, sólo me manipuló de tal manera que logró que yo fuera a entregarle todo lo mío, mi identidad, mi privacidad, como un insecto que desea quemarse las alas en la luz.
Si vino realmente a Montevideo, eso es lo que no supe nunca.  Primero me pidió que le enviara unas fotos, para aprontarse para nuestro encuentro.  Casi una preparación mística parecía; decía que iba a colocar mi foto prendida del monitor de su computadora, para familiarizarse con mi rostro, para imaginarse que eran mis labios realmente los que se movían y le hablaban.  Me pidió también un pañuelo, con el que yo debía enjugar mi cuello y mi nuca al final de un día de trabajo, para que le llegara impregnado de los restos de mi perfume y mi sudor, así como huelo para alguien que me bese al llegar la noche, para adiestrarse en percibirme con todos sus sentidos, para que comenzara a albergarme su corazón con un calor familiar que presentía, y aspiraba a concretar conmigo.  En ese lenguaje hablaba, y nunca decía explícitamente qué significaban sus palabras, si se refería a amor, o a sexo, o simplemente a una atracción que suponía sentiríamos, o ya sentíamos, y que como adultos, viviendo en distintas ciudades, gente seria, deberíamos reprimir.
Lo importante era que yo le envié varias de mis fotos, y un pañuelo, al único dato que tenía de él, "Casilla 247, Santiago, Chile" y escribí en la parte de atrás del sobre el remitente con mi dirección, y luego pasaba las noches en vela imaginando el momento en que él las recibiera, y yo por primera vez me convirtiera en diosa de un pequeño templo.
Ay, no sé qué pasó por mi mente en aquel tiempo, volví a ser adolescente, a imaginar monstruos y príncipes, a no poder dormirme porque me atormentaban las imágenes que se me pintaban dentro de los ojos cerrados; entonces los abría, y prendía la luz para poder ver objetos inofensivos, y así pasaba horas, la vista fija en el cielorraso, estudiando los contornos de la lámpara, calculando el perímetro de la pieza, hasta que me dormía por fin, y amanecía con la luz encendida, asustada otra vez, olvidada de las razones por las que había luz en mi cuarto, imaginando tal vez un rito lejano que había provocado el prodigio.
Después de eso, César, como tal, desapareció.
Nunca más lo volví a ver, tal como era él, en el canal de chat.  Yo entraba casi todas las noches llamándome Leda, que entre todos los personajes mitológicos siempre me ha parecido el de nombre más suave; me hacía pensar en el cisne con el que había dormido; sus caricias debían semejarse al revoloteo de las alas del ave, y así quería ser yo, acunar a César en mis brazos como alas para que encontrara en mi seno de mujer todo lo que le faltaba, o que él decía que le faltaba.  Al principio, cuando entraba al canal y lo encontraba, siempre ansioso por verme, con esa sonrisa que yo imaginaba, me sentía orgullosa de mi apodo.  Los otros participantes del chat me conocían; tal vez, sin ellos mismos saberlo, les atraía mi aire de pájaro, la blancura de las plumas que rozaban sus rostros en cuanto me imaginaban, y venían a saludarme al canal privado.  Ellos sabían que yo nunca hablaba con nadie, sólo intercambiaba unos saludos y algún comentario sobre sus vidas, ya que los conocía bien: los que acceden al chat son, en su mayoría, siempre los mismos desventurados, en busca de algo que no tienen en la vida real. Cuando encuentran un lugar en el ciberespacio donde se hallan cómodos, se fabrican un nombre, una personalidad -falsa o verdadera, o sólo con los aspectos verdaderos que desean mostrar- y no se van nunca más, perpetuando su infelicidad, haciéndola parecer simpatía, o ingenio, por los caminos que recorren junto a sus otros cibercolegas de la soledad.  Yo los dejaba ir pronto, no sé si ellos sospechaban qué era lo que yo venía hacer, pero mis dedos y mis ojos no tenían otra finalidad que estar con César.
Más tarde, cuando César dejó de aparecer, comencé a avergonzarme de mi nombre, sentía que venía mendigando algo que nadie podía darme, y, lo peor de todo, que él mismo podía estar escondido bajo otro apodo, mirándome en mi desolación buscándolo sólo a él, y él decidiendo no aparecer intencionalmente, simplemente para verme sufrir.  Me pareció como si mis alas se hubieran mojado, ya mis plumas no hacían estornudar como burbujas de alegría a mis compañeros de chat, la blancura se había opacado, y comencé a participar bajo otros nombres.  Ya nadie me conocía, no coreaban mi seudónimo en el canal general como lo habían hecho usualmente como recibimiento, nadie sabía que yo era el cisne triste, escondido bajo un rostro aburrido, y muy pocos se me acercaban, por casualidad, si yo no lo hacía. Nunca fui a identificarme con ningún viejo conocido, habría sido admitir mi desgracia. Leda, sencillamente, se había esfumado.
Pero yo seguía allí, todas las noches vigilando con el corazón oprimido, anhelando su aparición.  Sospechaba su mirada, su piel morena tras cualquier personaje que se me acercaba, y, como ocurre siempre en situaciones de expectativa, mi imaginación dibujó circunstancias en las que él aparecía, aunque también el destino intervenía.  Un día, por ejemplo, trabé conversación con alguien que se llamaba "Clan".  Hablaba en tono muy divertido, y terminó por explicar que en realidad, no era una sola persona, sino que era un grupo de amigos reunidos para divertirse en el chat, de ahí su nombre de "Clan".  Después de haber conversado algunos minutos con ellos, la irrelevancia de sus alocuciones comenzó a cerrarme los ojos con un sopor que me hizo pensar en irme a dormir por ese día, cuando, de repente, el nombre "César" apareció en la pantalla como un rayo, potente por su luz propia, que me encandiló de tal manera que mis ojos no pudieron entonces ver más que ese nombre allí, descolgado de todo sentido; después de una frase tan tonta como las demás, después de un punto, al final de una frase, decía "César".  Traté de recapacitar, pero mi mente atormentada me decía que él estaba camuflado tras el "Clan", y que, maléficamente, había descubierto mi identidad oculta detrás de uno de los nombres ridículos que en esos días oscuros yo adopté.  De cualquier modo, me atreví a preguntar "¿por qué César?", y las letritas demoraron un poco, o así lo experimenté yo, en contestar "Nuestro amigo César escribió esa frase, y como ninguno de nosotros está de acuerdo, la tuvo que firmar".  Un tal César, tan tonto como los demás, era un integrante del “Clan”.
Otro día apareció un personaje llamado "YoSoy" en la lista de nombres.  Nuevamente se me heló la sangre, creyendo leer una clave para mí.  Me llevó un minuto que me revelara que era una mujer.
Pero lo grave ocurrió después de esa llamada telefónica.  Yo no le había dado mi teléfono, nunca.  Pero le habla enviado mi dirección, y eso bastaría para localizar mi número.  Todos sabemos lo que ocurre con nuestros nervios cuando suena el teléfono en la madrugada. Salimos manoteando del sueño, como un inminente ahogado, y lo único que nos interesa es llegar a tierra, a detener la señal de alarma que nos grita el teléfono.  Así me ocurrió aquella extraña noche.  Atendí torpemente, volcando el vaso de agua de mi mesita de luz sobre la cama, mi voz apenas se oyó cuando dije "Hola", pero el hombre del otro lado del tubo pareció oírme muy bien.  Me dijo algo así como "¿Rosario?" o "¿Rocío?", un nombre con R era, pero lo que me paralizó en ese momento, hundida en el charco de mi colchón arruinado por esa noche, fue el eco de mi voz que me fue devuelto, como en las llamadas de larga distancia, e, inmediatamente, el acento latinoamericano de este hombre, que no era ni uruguayo ni argentino.  "Está equivocado" le dije, "quivocado" me contestó mi propia voz.  "¿Lo dices en serio?" preguntó el hombre, un poco desilusionado "¿No estarás rehuyéndome?".  No sé por qué me enredé en esa conversación sin sentido, hubiera bastado con colgar y volver bajo mi ropa de cama, tres de la mañana eran todavía, pero me empeñé en convencer al desconocido de pronunciación andina de que yo no era esa mujer con R. Creo que la causa fue que imaginé que podía ser César.  Hacía una semana y media que no tenía noticias de él, no contestaba mis mails, no aparecía en la sala de chat, y, habiendo entrado yo en el pantano de la desolación y el desvarío, concebí que César podía haber inventado un ardid para envolverme, y me llamaba a las tres de la mañana para encontrarme débil en mi capacidad de razonar, aunque no era necesario llamarme a esa hora par a encontrarme débil, eso lo aseguro.
No vale la pena preguntar cómo llegué a eso, pero lo cierto es que, no habiendo podido convencerlo, a las tres y cuarto estábamos concretando una cita para que él viera cara a cara que yo no era la señorita "R”.  Él venía a Montevideo en dos días, y debía encontrarse con ella; al coincidir mi teléfono con el que ella le había dado, él quería comprobar que la que le hablaba no era ella realmente tratando de engañarlo, o tal vez era que la necesitaba tanto, que cualquier sustituta forzada le habría sido útil.  Yo acepté la cita.  Me dijo que se llamaba Víctor, y quedamos en encontramos dos días más tarde frente a la Intendencia.
Apareció puntual.  Vestido de traje y corbata, como recién salido de una reunión de negocios.  Recién bajado del avión, me dijo.  Había dejado su equipaje en un hotel del Centro, a unas cuadras de la Intendencia, y había salido directamente a buscarme.  Me miró a los ojos, escudriñándome a través de las pupilas, creo que forzando mis rasgos para que me pareciera a su señorita R. Le pregunté si era periodista, me dijo que era industrial.  Le pregunté si vivía en Santiago de Chile, se sonrió ante mi pregunta, desvirtuó mis dotes de intérprete de acentos latinoamericanos y me dijo que vivía en Lima.  Pero finalmente le pregunté si tenía una hija.
-Sí, una niña de doce años.
Entonces no me importó nada.  Para mí él era César, o Víctor, que a mis oídos suenan los dos como nombres imperiales, de triunfo y poder.  Sólo quería que él me tocara, que sus enormes manos morenas modelaran mis senos como trozos de arcilla.  Así fue.  En aquel hotel donde él se hospedaba, sus grandes dedos desabotonaron mis temblores, y su lengua dio forma a los recovecos ásperos que la falta de amor había causado.  Mi cuerpo se distendió como la cinta que sujeta un regalo, y que al abrirlo, yace desprolija a su placer sobre la cama.  Estiré mis brazos en cruz, aflojé mis muslos y entreabrí mis labios, y todo lo que hice en adelante fue recibirlo, en forma de un peso agobiante sobre mi pecho, de manos de artista moldeándome las caderas, de humedades calientes dentro de mi boca y vientre.  Él me dio el regalo que yo jamás había tenido, y a pesar de mis contadas noches de sexo a lo largo de mi vida, esa fue la primera tarde en la que agradecí ser mujer.
Cayó la noche sobre Montevideo, y Víctor se disculpó diciéndome que debía prepararse para un brindis de bienvenida.  No le pregunté su nombre completo, ni siquiera qué lugares frecuentaría en Montevideo, si formaba parte de la comitiva para un congreso, una reunión internacional, nada.  Me vestí y me fui a casa.  Ni siquiera acordamos un nuevo encuentro.
Dos días más tarde, cuando comprendí que no me buscaría, llamé al hotel y pregunté por la persona que había ingresado a la habitación 201 en esa fecha de nuestro encuentro.  La recepcionista que nos había atendido acababa de renunciar al trabajo.  La persona que me hablaba era el nuevo encargado.  No tenía acceso a los registros de días anteriores.  Pero ese día, la habitación 201 ya estaba desocupada.  No lo volví a ver.
La sala de chat seguía vacía.  Es decir, pululaban sus personajes, recitando poesías en el canal general, bombardeándome con insinuaciones eróticas en mi canal privado, pero César no estaba, por lo tanto, para mí estaba vacío.  Otra vez me vi desvariando, llamándome como distintas mujeres, inventándome historias contradictorias.  Otros chateros me confesaron su amor, recibí mails amistosos o sensuales de una amplia gama de hombres, pero nunca de César.  Si no contestaba mis cartas, ni mis mails, ni aparecía a chatear, ¿cómo iba a hacer para encontrarlo?  Pensé en viajar, pero ya no sabía si debía ir a Santiago o a Lima.  Pensé en pedir en la compañía de teléfonos una guía de Chile, y buscar su teléfono de acuerdo a la dirección donde le había enviado mis fotos.  Lo hice, pero no hay manera de encontrar a alguien así, basándose en una casilla de correo, sin saber siquiera su apellido.  Tampoco sabía si se llamaría César o Víctor.  Sólo sabía que tenía una hija de doce años.
Fue cuando volví a recurrir al Lexotán para poder dormir.  Lo deseaba.  Imaginaba en él al hombre ideal, que había sabido comprenderme tanto, hasta mi esencia, que había podido despertar mis sentidos dormidos en aquella tarde de amor.  Ni siquiera sabía si eran el mismo hombre.  Yo amaba a la conjunción de ambos.
La última vez, el punto final, fue hace un par de semanas.  Otra vez navegaba, náufraga sobre los restos de mi barco, en el chat.  Un golpe hirió mis ojos como un puño cerrado.  El seudónimo "Machoman" estaba en la lista.  El cuerpo comenzó a temblarme, me castañeteaban los dientes, a pesar de ser verano, y mi mano apenas podía guiar el mouse hasta su nombre.  Ese día me llamaba "Electra".  Comencé diciéndole:

/Electra/ Me reconocerás si sabes
/Electra/ que Electra también
/Electra/ es un personaje mitológico.
/Machoman/ ¡Leda!
/Electra/ No me has olvidado.
/Machoman/ No, cómo podría olvidarte.
/Machoman/¿Qué has hecho?
/Electra/ Buscarte.
/Machoman/ ¿En serio?
/Machoman/ Pero deberías haberme escrito
/Machoman/ aquel día no concretamos nada.
/Electra/ ¿Qué día?
/Machoman/ Hace como un mes, creo.
/Machoman/ El día después de nuestro encuentro.
/Machoman/ Prometiste confirmar
/Machoman/ a qué hora te conectarías otra vez.
/Machoman/ Estuve muy triste
/Machoman/ por tu falta de interés.

El temblor de mi cuerpo se acrecentó.

/Electra/ ¿No recibiste mi mail?
/Machoman/ Nooo, ¿me escribiste?
/Electra/¿Serás vos mismo?
/Electra/¿Periodista en Santiago de Chile? 
/Machoman/ Sip.
/Electra/ ¿Con una hija de doce años?
/Machoman/ Sip.
/Electra/ ¿César?
/Machoman/ Nop.  José.
/Machoman/ Olvidé decirte mi nombre ese día, ya veo.
/Machoman/ Yo tampoco sé el tuyo.

Le tendí trampas; le mentí mis datos, para ver si protestaba, lo provoqué con frases sin terminar, para lograr que las completara con las intimidades que habíamos llegado a transmitimos, y jamás respondió.  Días después lo seguí encontrando, y yo lo arremetía con distintos nombres, volví a ser Helena, Andrómaca, Yocasta, pero él siempre era José, periodista de Santiago de Chile, padre de una niña de doce años.  Y seguía allí, con su sonrisa cortés, con su interés en preguntarme sobre mi vida, con su sencillez al leer e interactuar.  Ni seductor, ni intrigante, ni el fugitivo de mis noches que una vez había sido.
Dicen que el espacio cibernético fabrica ilusiones que no son reales. Quizás sea verdad. Pero a mí me regaló la oportunidad de salir a buscar al hombre de mis fantasías, encontrarlo y tomarlo; me dio el pretexto perfecto. Puede decirse que en otro siglo, otra década, lo habría hecho de cualquier manera, me habría inventado otro pretexto. Pero no vivo en otro siglo ni otra década, así que nunca lo sabré. Prefiero creer que la humanidad avanza, y el progreso propicia el encuentro.

Comentarios

  1. vaya historia más inventada, para escribir cuentos vales jaja

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