Los sitios que ya no están: otro tipo de fantasmas
Me obsesiona cuando me entero de que un sitio que fue importante en mi vida ya no existe. Parece algo trivial, pero si lo pensamos, es una noción fuerte. ¿Cuándo es la "última vez" que pisamos un lugar muy querido? Casi nunca lo sabemos, y cuando miramos hacia atrás en el tiempo decimos "pensar que ése fue el último día que estuve ahí". Estoy segura de que mis abuelos lo supieron. Cuando dijeron adiós en su pueblo de Polonia, a la madre temblorosa y al padre que se sacudía la tierra de las manos para darle un abrazo y desearle que en la América tuvieran una vida mejor que la que ellos podían brindarle ahí, estoy segura de que mientras el carro tirado por caballos se alejaba, con ellos sentados incómodamente sobre la madera opaca y manchada de lluvias, nevadas y soles interminables, junto al baúl con todas sus pertenencias, seguro que miraron hacia atrás hasta que las casitas dejaron de verse, hasta que los últimos árboles lejanos del bosque donde solían esconderse de niños dejaron de erguirse en el horizonte, hasta que el último mugido fue traído por el viento desde lo lejos. Ellos intuían que no volverían más, pero siempre soñaron con hacerlo. Por lo tanto, ese momento de despedida existió, pero a medias, desvirtuado por las caricias de la esperanza. Además, el pueblo todavía existe, y mi amiga canadiense cuya abuela todavía vive allí me ha contado que todo sigue como suspendido en el tiempo. Podría ir yo misma en esta época, y descubrir por mi cuenta los colores y olores que ellos vivieron, hacerles un pequeño homenaje simbólico. Pero no conozco el idioma, por lo tanto me sentiría irremediablemente extranjera, y prefiero ahorrarme el dolor de esa sensación, por eso nunca he planeado un viaje a Polonia.
Pero lo que me obsesiona más claramente es esos lugares a donde no se puede volver, porque ya no están. Mi casa en el Cerro, por ejemplo, me han contado que aunque guarda su fachada, por dentro han transformado el larguísimo terreno donde corría Murza, mi perro pequinés, cuando le daban las viarazas y se convertía en una bola de pelo marrón que recorría como un bólido todo el corredor al costado de la casa en segundos. Era una casa angosta de frente pero que se extendía adentrándose en la manzana hasta su corazón vegetal, porque en ese entonces todas las manzanas del Cerro, si las mirabas desde la fortaleza, estaban circunscriptas por edificaciones y arboladas en el centro, porque todas las casas tenían fondo. Mi casa, entonces, también se alargaba hacia el fondo, con un angosto patio lleno de plantas que la acompañaba en uno de sus costados, y separada de él por una veredita de baldosas amarillas, hasta llegar al verdadero terreno agreste que se abría enorme lleno de árboles y hasta con un bananero que daba unos frutos enanos, nunca supe si eran así porque esa era la especie de planta, o porque habitaba un sitio donde no se sentía cómodo. En el patio lleno de plantas al costado de la casa crecía un abedul blanco, un árbol que no se ve casi nunca en Uruguay, pero que puebla bosques enteros en el norte de Europa y que mi abuela materna extrañaba tanto que cuando una compatriota volvió en un viaje a su añorada Lituania, le encargó que le trajera un brotecito para plantar en su casa.
Los abedules llegan a ser árboles frondosos y de gruesos troncos, pero para eso lleva muchos años, por lo que durante la corta vida que llevé en esa casa (hasta mis nueve años) el abedul tenía un tronco muy delgado que indicaba su relativa juventud, y que se descascaraba permanentemente en una delicada corteza de color plateado que me encantaba arrancar.
Como les decía, me contaron que se aprovechó el terreno para construir muchos apartamentos, por lo tanto la fachada es la misma desde la calle, pero adentro está totalmente edificado y no hay patio lateral ni fondo agreste. Definitivamente, todo aquel terreno era un lujo que una ciudad contemporánea no se puede dar. Nunca entré, a pesar de que a veces paso frente a la casa si me encuentro en el Cerro. Tendría que tocar timbre, explicar con torpes palabras mi historia de amor con la casa, y lograr que el vecino me dejara entrar, cosa dudosa hoy día, justamente en la misma manzana donde hace aproximadamente una semana unos ladrones mataron a un comerciante que defendía su negocio. Lo primero que pensé cuando me dijeron que la casa se había convertido en edificios fue en el abedul. ¿Se habrán atrevido a cortarlo? ¿Habrán sabido que se trataba de un árbol que vino desde Lituania cuando era tan sólo un brote, para satisfacer la melancolía de mi abuela lituana, que en la niñez solía perderse entre los troncos blancos del bosque de su aldea? ¿Se habrán atrevido? ¿O tal vez habrán dejado un pequeño espacio, un claro, un pulmón del edificio, para que el árbol sobreviviera, de la misma manera que otras construcciones respetan ombúes añejos? No lo sé. Pero cuando miro fotos de mi niñez abrazada al abedul, bañándome en una piscinita inflable que mis padres ponían en el corredor de baldosas amarillas, o de mi pequnés a punto de arrancar una de sus carreras, me perturba la idea de que esos lugares ya no estén. Que no se trata de que un día me llene de valentía, toque el timbre y pida pasar, porque simplemente el corredor, el abedul, y sin duda el bananero habrán sido sustituidos por el cemento. Mis fotos se convierten entonces en fantasmas irrecuperables, no sólo porque yo ya no soy una niña que cabría en la piscinita, y mi perro está ciertamente muerto, sino porque tampoco podría en el resto de mi vida mirar con mis ojos los sitios donde una vez esas cosas sucedieron.
Y eso vuelve a los fantasmas como mi abuela materna o mi pequinés doblemente fantasmales. Porque si quisieran volver y embrujar algún sitio, no encontrarían dónde hacerlo. ¿Qué harían estos fantasmas sin techo? ¿Quién los alojaría? ¿Quién los recibiría? ¿Quién los temería?
Pero lo que me obsesiona más claramente es esos lugares a donde no se puede volver, porque ya no están. Mi casa en el Cerro, por ejemplo, me han contado que aunque guarda su fachada, por dentro han transformado el larguísimo terreno donde corría Murza, mi perro pequinés, cuando le daban las viarazas y se convertía en una bola de pelo marrón que recorría como un bólido todo el corredor al costado de la casa en segundos. Era una casa angosta de frente pero que se extendía adentrándose en la manzana hasta su corazón vegetal, porque en ese entonces todas las manzanas del Cerro, si las mirabas desde la fortaleza, estaban circunscriptas por edificaciones y arboladas en el centro, porque todas las casas tenían fondo. Mi casa, entonces, también se alargaba hacia el fondo, con un angosto patio lleno de plantas que la acompañaba en uno de sus costados, y separada de él por una veredita de baldosas amarillas, hasta llegar al verdadero terreno agreste que se abría enorme lleno de árboles y hasta con un bananero que daba unos frutos enanos, nunca supe si eran así porque esa era la especie de planta, o porque habitaba un sitio donde no se sentía cómodo. En el patio lleno de plantas al costado de la casa crecía un abedul blanco, un árbol que no se ve casi nunca en Uruguay, pero que puebla bosques enteros en el norte de Europa y que mi abuela materna extrañaba tanto que cuando una compatriota volvió en un viaje a su añorada Lituania, le encargó que le trajera un brotecito para plantar en su casa.
Los abedules llegan a ser árboles frondosos y de gruesos troncos, pero para eso lleva muchos años, por lo que durante la corta vida que llevé en esa casa (hasta mis nueve años) el abedul tenía un tronco muy delgado que indicaba su relativa juventud, y que se descascaraba permanentemente en una delicada corteza de color plateado que me encantaba arrancar.
Como les decía, me contaron que se aprovechó el terreno para construir muchos apartamentos, por lo tanto la fachada es la misma desde la calle, pero adentro está totalmente edificado y no hay patio lateral ni fondo agreste. Definitivamente, todo aquel terreno era un lujo que una ciudad contemporánea no se puede dar. Nunca entré, a pesar de que a veces paso frente a la casa si me encuentro en el Cerro. Tendría que tocar timbre, explicar con torpes palabras mi historia de amor con la casa, y lograr que el vecino me dejara entrar, cosa dudosa hoy día, justamente en la misma manzana donde hace aproximadamente una semana unos ladrones mataron a un comerciante que defendía su negocio. Lo primero que pensé cuando me dijeron que la casa se había convertido en edificios fue en el abedul. ¿Se habrán atrevido a cortarlo? ¿Habrán sabido que se trataba de un árbol que vino desde Lituania cuando era tan sólo un brote, para satisfacer la melancolía de mi abuela lituana, que en la niñez solía perderse entre los troncos blancos del bosque de su aldea? ¿Se habrán atrevido? ¿O tal vez habrán dejado un pequeño espacio, un claro, un pulmón del edificio, para que el árbol sobreviviera, de la misma manera que otras construcciones respetan ombúes añejos? No lo sé. Pero cuando miro fotos de mi niñez abrazada al abedul, bañándome en una piscinita inflable que mis padres ponían en el corredor de baldosas amarillas, o de mi pequnés a punto de arrancar una de sus carreras, me perturba la idea de que esos lugares ya no estén. Que no se trata de que un día me llene de valentía, toque el timbre y pida pasar, porque simplemente el corredor, el abedul, y sin duda el bananero habrán sido sustituidos por el cemento. Mis fotos se convierten entonces en fantasmas irrecuperables, no sólo porque yo ya no soy una niña que cabría en la piscinita, y mi perro está ciertamente muerto, sino porque tampoco podría en el resto de mi vida mirar con mis ojos los sitios donde una vez esas cosas sucedieron.
Y eso vuelve a los fantasmas como mi abuela materna o mi pequinés doblemente fantasmales. Porque si quisieran volver y embrujar algún sitio, no encontrarían dónde hacerlo. ¿Qué harían estos fantasmas sin techo? ¿Quién los alojaría? ¿Quién los recibiría? ¿Quién los temería?
es muy bello atrapar esos fantasmas
ResponderEliminarun abrazo