A las escondidas en el batallón
Publicado por primera vez en Semanario Brecha, 7 de abril de 2016.
Lo publico aquí nuevamente porque creo que el tema es relevante ahora mismo, y como en la prensa todo corre tan rápido, este relato ha quedado como un artículo del pasado.
Tuve una infancia rara. Mi familia vivió al margen de la dictadura. Fue en esa época cuando mi padre hizo mucha plata con su pequeña fábrica de artículos sanitarios. No conocíamos a gente desaparecida ni presa. Del tema ni se hablaba.
En el año 1977 nos mudamos del Cerro a nuestra nueva casa en las inmediaciones del Prado. Una casa hermosa de dos pisos y balaustres en el balcón. Al mes de haber llegado cumplí 9 años. Era feliz ahí porque en mi cuadra vivían varias niñas de mi edad. Yo era muy tímida, pero cuando lograba relacionarme en la intimidad, siempre generaba grandes amistades, todo lo grande que puede ser una amistad a esa edad.
Alicia me eligió como su mejor amiga ese mismo verano. Fue un privilegio insólito. Le caí bien y entonces me invitaba a entrar a su casa dejando a todas las demás niñas afuera. Les decía, simplemente, que no quería jugar con nadie más, y les cerraba la puerta en la cara, algo que yo no habría hecho ni loca. En casa me habían enseñado a cuidar de los sentimientos de los demás con mentiras piadosas, pero Alicia no sabía nada de eso. Hacía lo que se le antojaba, y yo podía apoyar mi culpa en ella, la verdadera autora de los desplantes. Yo estaba agradecida, porque Alicia era la niña más linda que conocía, además de que tenía barbies. No recuerdo haber visto una barbie antes. En Uruguay no existían. Eran una especie de leyenda. Sólo algunas niñas, de mucho dinero y con padres que viajaban al exterior podían gozar de algo así. Pero yo no conocía niñas de ese tipo, por lo tanto creo que nunca había visto una. Alicia tenía varias. También tenía los modulares que representaban diferentes partes de la casa, con cocinitas y calderitas, y camitas y sillitas, donde las barbies cocinaban, dormían y se cambiaban de ropa. Ir a su casa como invitada especial era una prerrogativa a la que no podía renunciar.
No sé cómo mis padres se enteraron de que el padre de Alicia era militar. Tal vez ella lo contó un día en mi casa, orgullosa, mientras tomábamos la leche. Yo no tenía la menor idea de lo que significaba. Sólo supe que, cada tanto, cuando venía visita, mis padres explicaban con voz entre burlona y misteriosa: “Se hizo de una amiguita que es hija de un superior del ejército”, y los amigos se agarraban la cabeza, con sus ojos agrandados por una expresión entre el horror y la osadía.
Yo entendía que ahí había algo turbio, pero no sabía qué. El padre de Alicia era de lo más amable. De entre los padres que yo conocía (el mío incluido), era el más lindo, erguido y elegante, y tenía un modo de hablar que ejercía una especie de caricia en el cuero cabelludo. La madre sonreía dulcemente cuando se asomaba al cuarto y nos preguntaba a qué estábamos jugando. A mí me adoraban. Creo que ese verano tomé la leche en su casa todos los días, a excepción de los días en que ella venía a mi casa, pero las dos preferíamos la suya, porque yo no tenía barbies.
A veces ella no podía jugar conmigo. Me decía con voz aburrida: “Hoy no puedo, es la tarde en que le toca a mi padre llevarme al batallón”. Un día me explicó que el batallón era un parque enorme donde se podía trepar a los árboles, correr por todos lados y te trataban muy bien y te daban de merendar. Pasó poco tiempo antes de que me invitara a ir con ella. Creo recordar que el padre vino hasta la puerta de casa y le explicó a mamá: “Vio que yo soy militar, y entonces una vez por semana, para que la mamá de Alicia pueda hacer mandados, la llevo conmigo a mi trabajo. Pero ahí es bárbaro, Alicia está muy cuidada, es la mimada de todos. Y como ellas son tan amigas, pasarían muy bien si van juntas”. Mi madre dijo que sí, que me dejaba ir. Para mí fue un paseo más, que se repitió muchas veces, inolvidable, divertidísimo. Para mis padres habrá sido toda una disyuntiva: si decían que no, se pondrían bajo sospecha. Si decían que sí… bueno, ya sabemos. Pero creo que mis padres lo tomaron con humor y se lo contaban a todo el mundo.
En el batallón jugábamos a las escondidas corriendo como locas entre árboles, arbustos y pastos altísimos –era tan fácil escondernos-, y unos soldados jovencitos nos servían cocoa con bizcochos en una especie de comedor todo blanco, sin adorno alguno. Alicia les exigía cosas: “Che, traeme más azúcar”, y yo la increpaba, imitando a mi madre: “Hablar así es de mala educación”. Ella respondía: “¿Estos? ¡Si mi padre los manda!”
Algunos años después, Alicia se mudó de barrio y no nos vimos nunca más. Un día, no hace mucho, estábamos viendo la tele con mi madre y en el informativo hablaban de las excavaciones en el Batallón 13. Mi madre se agarró la cabeza, tal como hacían las visitas en aquella época cuando les contaba de Alicia; fue como si encontrara algo hacía tiempo escondido, ignorado. “Pensar que ahí ibas a jugar; si lo hubiéramos imaginado…”. Yo ya no era siquiera joven, pero a cada uno le toca cuando le toca: fue el momento en que todo cobró un nuevo sentido.
Me volvieron imágenes inauditas, tiempo atrás sepultadas en mis recuerdos. Una visita a la casa de un conocido del padre, en la que Alicia tomó un trozo de tarta que una señora con delantal nos ofrecía, le dio un mordisco y lo volvió a dejar en el plato diciendo “no me gusta”; el padre la miró con desaprobación, pero el dueño de casa en medio de una risotada bramó: “¡Dejala! Hijo de milico, sabe lo que quiere”. Jugábamos a los doctores con escarabajos del jardín; les “operaba” las patas, arrancándolas una a una, pero les dejaba la última porque era la manera de saber si seguían vivos.
Creo que Alicia no entendía qué cosas hacía su padre, pero percibía en el aire familiar una impunidad que la ponía al margen de cualquier tipo de compasión o empatía. Yo, que había sido criada en el “no se hace” y “no se dice”, estaba convencida de que ella era la niña más feliz del mundo; de que tenía la familia más feliz del mundo. Debe de ser difícil, una vez que se saborea esa omnipotencia, renunciar a ella. Tanto convencimiento de la propia autoridad, seguramente lleva a muchos a querer seguir jugando a las escondidas en el batallón para siempre.
Lo publico aquí nuevamente porque creo que el tema es relevante ahora mismo, y como en la prensa todo corre tan rápido, este relato ha quedado como un artículo del pasado.
Ilustración del cuento "El soldadito de plomo" tomada de https://www.guiainfantil.com/articulos/ocio/cuentos-infantiles/el-soldadito-de-plomo-cuentos-para-ninos/ |
Tuve una infancia rara. Mi familia vivió al margen de la dictadura. Fue en esa época cuando mi padre hizo mucha plata con su pequeña fábrica de artículos sanitarios. No conocíamos a gente desaparecida ni presa. Del tema ni se hablaba.
En el año 1977 nos mudamos del Cerro a nuestra nueva casa en las inmediaciones del Prado. Una casa hermosa de dos pisos y balaustres en el balcón. Al mes de haber llegado cumplí 9 años. Era feliz ahí porque en mi cuadra vivían varias niñas de mi edad. Yo era muy tímida, pero cuando lograba relacionarme en la intimidad, siempre generaba grandes amistades, todo lo grande que puede ser una amistad a esa edad.
Alicia me eligió como su mejor amiga ese mismo verano. Fue un privilegio insólito. Le caí bien y entonces me invitaba a entrar a su casa dejando a todas las demás niñas afuera. Les decía, simplemente, que no quería jugar con nadie más, y les cerraba la puerta en la cara, algo que yo no habría hecho ni loca. En casa me habían enseñado a cuidar de los sentimientos de los demás con mentiras piadosas, pero Alicia no sabía nada de eso. Hacía lo que se le antojaba, y yo podía apoyar mi culpa en ella, la verdadera autora de los desplantes. Yo estaba agradecida, porque Alicia era la niña más linda que conocía, además de que tenía barbies. No recuerdo haber visto una barbie antes. En Uruguay no existían. Eran una especie de leyenda. Sólo algunas niñas, de mucho dinero y con padres que viajaban al exterior podían gozar de algo así. Pero yo no conocía niñas de ese tipo, por lo tanto creo que nunca había visto una. Alicia tenía varias. También tenía los modulares que representaban diferentes partes de la casa, con cocinitas y calderitas, y camitas y sillitas, donde las barbies cocinaban, dormían y se cambiaban de ropa. Ir a su casa como invitada especial era una prerrogativa a la que no podía renunciar.
No sé cómo mis padres se enteraron de que el padre de Alicia era militar. Tal vez ella lo contó un día en mi casa, orgullosa, mientras tomábamos la leche. Yo no tenía la menor idea de lo que significaba. Sólo supe que, cada tanto, cuando venía visita, mis padres explicaban con voz entre burlona y misteriosa: “Se hizo de una amiguita que es hija de un superior del ejército”, y los amigos se agarraban la cabeza, con sus ojos agrandados por una expresión entre el horror y la osadía.
Yo entendía que ahí había algo turbio, pero no sabía qué. El padre de Alicia era de lo más amable. De entre los padres que yo conocía (el mío incluido), era el más lindo, erguido y elegante, y tenía un modo de hablar que ejercía una especie de caricia en el cuero cabelludo. La madre sonreía dulcemente cuando se asomaba al cuarto y nos preguntaba a qué estábamos jugando. A mí me adoraban. Creo que ese verano tomé la leche en su casa todos los días, a excepción de los días en que ella venía a mi casa, pero las dos preferíamos la suya, porque yo no tenía barbies.
A veces ella no podía jugar conmigo. Me decía con voz aburrida: “Hoy no puedo, es la tarde en que le toca a mi padre llevarme al batallón”. Un día me explicó que el batallón era un parque enorme donde se podía trepar a los árboles, correr por todos lados y te trataban muy bien y te daban de merendar. Pasó poco tiempo antes de que me invitara a ir con ella. Creo recordar que el padre vino hasta la puerta de casa y le explicó a mamá: “Vio que yo soy militar, y entonces una vez por semana, para que la mamá de Alicia pueda hacer mandados, la llevo conmigo a mi trabajo. Pero ahí es bárbaro, Alicia está muy cuidada, es la mimada de todos. Y como ellas son tan amigas, pasarían muy bien si van juntas”. Mi madre dijo que sí, que me dejaba ir. Para mí fue un paseo más, que se repitió muchas veces, inolvidable, divertidísimo. Para mis padres habrá sido toda una disyuntiva: si decían que no, se pondrían bajo sospecha. Si decían que sí… bueno, ya sabemos. Pero creo que mis padres lo tomaron con humor y se lo contaban a todo el mundo.
En el batallón jugábamos a las escondidas corriendo como locas entre árboles, arbustos y pastos altísimos –era tan fácil escondernos-, y unos soldados jovencitos nos servían cocoa con bizcochos en una especie de comedor todo blanco, sin adorno alguno. Alicia les exigía cosas: “Che, traeme más azúcar”, y yo la increpaba, imitando a mi madre: “Hablar así es de mala educación”. Ella respondía: “¿Estos? ¡Si mi padre los manda!”
Algunos años después, Alicia se mudó de barrio y no nos vimos nunca más. Un día, no hace mucho, estábamos viendo la tele con mi madre y en el informativo hablaban de las excavaciones en el Batallón 13. Mi madre se agarró la cabeza, tal como hacían las visitas en aquella época cuando les contaba de Alicia; fue como si encontrara algo hacía tiempo escondido, ignorado. “Pensar que ahí ibas a jugar; si lo hubiéramos imaginado…”. Yo ya no era siquiera joven, pero a cada uno le toca cuando le toca: fue el momento en que todo cobró un nuevo sentido.
Me volvieron imágenes inauditas, tiempo atrás sepultadas en mis recuerdos. Una visita a la casa de un conocido del padre, en la que Alicia tomó un trozo de tarta que una señora con delantal nos ofrecía, le dio un mordisco y lo volvió a dejar en el plato diciendo “no me gusta”; el padre la miró con desaprobación, pero el dueño de casa en medio de una risotada bramó: “¡Dejala! Hijo de milico, sabe lo que quiere”. Jugábamos a los doctores con escarabajos del jardín; les “operaba” las patas, arrancándolas una a una, pero les dejaba la última porque era la manera de saber si seguían vivos.
Creo que Alicia no entendía qué cosas hacía su padre, pero percibía en el aire familiar una impunidad que la ponía al margen de cualquier tipo de compasión o empatía. Yo, que había sido criada en el “no se hace” y “no se dice”, estaba convencida de que ella era la niña más feliz del mundo; de que tenía la familia más feliz del mundo. Debe de ser difícil, una vez que se saborea esa omnipotencia, renunciar a ella. Tanto convencimiento de la propia autoridad, seguramente lleva a muchos a querer seguir jugando a las escondidas en el batallón para siempre.
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