Historia de una mente enferma
Detalle de Alegoría con Venus y Cupido (1540/45) de Agnolo Bronzino |
Cuando conoció a María Luisa, Antonio sospechó que se perdería con ella.
Nunca le había ocurrido eso. Había creído conocer el amor con su primera novia,
la sonriente Angélica, cuya voz recordaba a un cascabel navideño, y siempre
estaba alegre y juguetona. Era bajita y morocha, con una naricita que fruncía
con picardía cuando estaba a punto de soltar un chiste, y era profusa en
abrazos y besos. A él le había gustado en la etapa en que descubrió su naricita
y sus ojitos que se llenaban de lágrimas tanto por risa como por sensibilidad
exacerbada, pero lo enloqueció cuando sus besos se fueron haciendo más
apasionados, y su lengua exploraba terrenos en que la boca de él había
permanecido virgen. Había algo de enfermo en lo que sentía por Angélica, él lo
presentía, pero no pudo detenerse para reflexionarlo y hacer un alto, o
entregarse al gozo. Les había encantado al comienzo del noviazgo ir al cine; de
hecho, esa había sido su primera cita. "Esplendor en la hierba" fue la primera
pelicula que fueron a ver juntos, y la historia romántica entre Natalie Wood y
Warren Beatty había logrado que ella saliera limpiándose el maquillaje de los
pómulos. Antonio la miró, pasada media cuadra en que había caminado en
silencio, y no pudo evitar besarla. Con eso quedó sellado el noviazgo. Para
cuando dos años más tarde vieron "Cleopatra", con Elizabeth Taylor y Richard
Burton, en las escenas de amor Antonio aventuró una mano hacia el costado
interior de la pierna de Angélica. Ella no se negó. Muy por el contrario,
separó las piernas, y cuando él la miró a la cara, vio que estaba sonriendo.
Eso fue lo que lo enloqueció. Literalmente. Por esa noche quitó la mano e
intentó concentrarse en la película, pero nunca supo cómo terminó la historia
de Cleopatra. Creía ver en los ojos de Liz Taylor la mirada seductora de
Angélica, a su lado, quien sólo sostenía su mano y mantenía la vista fija en la
pantalla, pero Antonio imaginaba que lo miraba con el rabillo del ojo,
seductora, provocativamente, y quiso huir y abalanzarse sobre ella
simultáneamente.
A partir de ese día, las cosas no fueron iguales. Bajo los árboles, o en
las entradas de los zaguanes, al resguardo de las luces de los faroles, él
solía detenerla cuando volvían caminando y allí la besaba con una pasión que
nunca había sido suya, y la acariciaba por encima de la ropa, un poco en las
caderas, otro poco en los senos. Ella se reía y le retiraba la mano, “si nos
ven los vecinos” le decía, pero él recordaba a Cleopatra y la sonrisa diabólica
que había permitido la incursión en sus muslos. Fue entonces cuando comenzó a
descubrir los defectos que Angélica tenía. Trabajaba en una farmacia del
Cordón, y cuando le pedían que hiciera un inventario, y se le hacía la hora
porque veía a Antonio ya apoyado en la pared de la casa de en frente, fumando,
que la había ido a buscar, apuraba las cuentas y las terminaba a ojo.
“Demoraste” le reprochaba él, con un beso húmedo y un resoplido de potro. Y
ella explicaba como podía, entre chasquidos de besos y su abrazo apretado que
apenas la dejaba respirar: “No hubiera terminado ni en una hora. Pero redondeé
los números del inventario, para estar cuanto antes contigo”. “Cómo que
redondeaste?”. “Sí, ya sabés, promedié, si en una caja habían entrado cincuenta
jeringas, en la otra, de similar tamaño, hubieran entrado más o menos cincuenta
más”. Y eso, a él, no le parecía nada bien.
Se acordaba de su madre, mirándolo con sus ojos amenazantes mientras él
peleaba con las operaciones de matemáticas y a la vez dibujaba animalitos en la
hoja final del cuaderno.
-¿Qué estás haciendo, Antonio? –le decía en polaco.
-Los deberes… - respondía él en español.
-Mentira. Te estoy viendo. Estás en el final del cuaderno, haciendo esos
dibujos que no han ayudado a nadie a conseguir un trabajo digno – en polaco.
Antonio procuraba volver rápidamente a la página de las operaciones.
Divisiones entre dos cifras… ufff… qué difícil. A él que le gustaba cantar,
nada más lejos. Se pasaba haciendo dibujos. No dibujaba bien. Pero le venían
melodías a la cabeza. Melodías que había escuchado en los bailes del club
polaco alguna vez. Y se imaginaba a personajes que idealmente se
corresponderían a una música. Por ejemplo, una melodía sostenida por un trombón
era cantada por un señor muy gordo, preferentemente vestido de levita negra.
Una flauta era tocada por una jovencita delgada, que parecería quebrarse, al
moverse al ritmo, dentro de un vestido blanco que enfundara su cuerpo
delicadamente, dejando sus hombros al descubierto. No sabía bien por qué estos
personajes eran así, pero la música le sugería imágenes, y las imágenes le
sugerían emociones, por eso necesitaba de la música, para entenderse y
regularse. Los dibujos, entonces, no importaba que fueran feos. Una pelota con
cabeza, brazos y piernas, con un improvisado traje oscuro representaba al señor
del trombón, la música parecía entonces salir del papel. Pero su madre no se lo
permitía. “En Polonia, los artistas eran vagabundos” le decía, y lo vigilaba
todo el tiempo, porque ya había descubierto que ese niño tenía inclinaciones
vagabundas.
Estas actitudes de Angélica, si bien no eran artísticas, le sonaban de
alguna manera rayanas en lo “vagabundo”. ¿Con qué pretexto alguien dejaría sin
contar meticulosamente los elementos de una caja y estimaría el número, simplemente
porque el novio la estaba esperando? Además, ¿con qué propósito tenía ese apuro
por encontrarse con su novio? Le costaba formularlo, pero la intención era carnal. Esos besos que su novio le daba, cada vez más ardientes, tenían mucho
de sucio, mucho de lo que la madre polaca nunca hubiera aceptado. No importaba el
hecho de que “el novio” se tratara de sí mismo. Él había aprendido a juzgarse
con la misma severidad que a cualquier persona. Esa chica, definitivamente, no
era de buena madera.
El día en que la dejó, ni siquiera él estaba preparado. Pero hacía
semanas en que pensaba, racionalmente, como si fuera una máquina de calcular,
que no podía seguir con Angélica. No sabía cuándo sería el momento, porque cada
vez que iba a verla con la intención de decírselo, ella le daba uno de esos
besos que lo dejaban prendido a su boca, y algo dentro de sí le susurraba “otro
día”. La amaba, profundamente la amaba. Pero no podía concebir el llegar a
casarse, y a eso apuntaban si la relación seguía desarrollándose con tanta
profundidad, con una chica que prefería salir a besar a su novio antes que
terminar de hacer su trabajo como correspondía, y mucho menos con una chica que
le había permitido a él tocarla por debajo de la falda. Él tenía un amigo que
había logrado eso con su novia, pero se lo había ganado a fuerza de un carisma
inigualable; era entendible que la chica no se hubiera resistido y hubiera
arriesgado su honor en favor de un contacto íntimo con tal galán. Pero alguien
que se entregara con tan poca resistencia a él, Antonio, que no tenía
nada de especial, significaba que era capaz de hacerlo con cualquiera. Estaba
convencido de que no la quería en su futuro.
Fue así que un día la fue a buscar
a la farmacia, pero ella no lo besó al salir. Ella tenía su ceño fruncido y
venía murmurando algo acerca de que su jefe se tenía que ir a cantarle a
Magaldi todos sus reproches. Eso le dio a Antonio la oportunidad, porque no lo
había logrado embrujar con un beso. Los pensamientos de Antonio, que
normalmente lo traían envuelto en una nube de obsesión oscura contra ella, se
dispersaban con el suave contacto de los labios de Angélica. Esa vez no tuvo
lugar el toque mágico, y la nube no se evaporó. Ella seguía rezongando, un poco
contándole a Antonio, otro poco hablándose a sí misma. Entonces Antonio dijo:
“No podemos seguir viéndonos”. Ella siguió protestando, a un jefe imaginario
que ya no se encontraba allí. Antonio no se atrevió a dirigirse directamente a
ella y preguntarle si lo había oído. Simplemente repitió la frase, ahora
subiendo un poco la voz. “No podemos seguir viéndonos”. Angélica lo miró,
mientras seguía caminando a su lado; primero con una sonrisa incrédula, un poco
socarrona; después se detuvo y ella sí se atrevió a decírselo directamente:
“¿Qué estás diciendo?” Así siguió una especie de patética discusión, en que él le
decía que no la quería, y ella le pedía que le dijera en la cara que no le
gustaban sus caricias. Antonio miraba a su alrededor, temeroso de que algún
vecino estuviera escuchando a través de las persianas. Ella le arrebató el
cigarro de la boca y lo tiró, furiosa. “¿Estás más preocupado por el qué dirán
de gente que no conocemos que por el amor que nos tenemos?” Tenía razón. Sí, le
preocupaba el qué dirán, porque el amor, tal como ella lo estaba describiendo,
poco le importaba. Qué importancia podía tener un beso, el gusto por una
película o el caminar de la mano por el rosedal del Prado, frente a la
importancia que podía tener el casarse con una mujer liviana, que era de piel
fácil y suspiros lascivos y escotes irresistibles. Pero eso no se lo decía.
Temía la cachetada de Angélica. Porque ella no lo vería así, claro. Ninguno de
sus amigos lo verían así. Ella le recordaba las veces en que él había llorado
en su regazo, las veces en que habían ido a pescar en la Rambla Sur. El le
decía que eso no era suficiente. Que no la quería y punto. Alguien abrió una
hendija de una persiana. Entonces la vergüenza lo empujó a echarse a correr. De
pronto se vio a sí mismo corriendo hacia la avenida, donde justo pasaba un
taxi. Estiró su brazo sin saber bien qué hacía y se subió, jadeando. Masculló
una dirección cualquiera en el Centro, por miedo a que ella lo siguiera a su
casa. Lo último que oyó fue su grito quebrado por el desamparo: “¡Antonio! ¡No me
dejes!” Pero no miró hacia atrás. Se bajó del taxi, vagó por el Centro, que ya
había cerrado sus comercios, y llegó a su casa aturdido, a pie, cerca de las once
de la noche. “Dejé a Angélica” le dijo a su madre. La madre no dijo nada.
Sentada a su lado en el sillón, le tomó la cabeza, la apretó contra el pecho y
la acarició como si fuera un niño. “¿Ella no vino por aquí?”. La madre negó
con la cabeza, y él sollozó amargamente. Su madre no preguntó nada. Nunca.
Simplemente estaba orgullosa de que su hijo entendiera por sí mismo qué mujeres
eran las que valían la pena.
Por meses Antonio esperó encontrar a Angélica en la calle
por casualidad, o en el cumpleaños del Gordo, que era donde la había conocido.
Pero ella era demasiado orgullosa, le decían, para propiciar un encuentro. Ella
ya se había humillado pidiendo explicaciones. Si quería verla, la tendría que
ir a buscar. Y él no lo haría, de eso estaba seguro.
Fue en esos tiempos de desazón y búsqueda por las calles, los bares que
habían frecuentado juntos y las reuniones con amigos en común, que se le cruzó
María Luisa. Y su olfato le dijo que ésta era todo lo contrario a Angélica.
La cubría una especie de barniz impermeable que dejaba en claro que nunca había sido profanada. Y que tampoco permitiría ser profanada por muchísimo tiempo. Y eso lo cautivó. De buena gana se perdería por ella y con ella. Así fue.
CONTINUARÁ...
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