Despedidas y encuentros
La víspera del día que murió mi padre, yo estaba a punto de dormirme cuando me
sobresaltó un golpe en la puerta del dormitorio. Mi marido estaba mirando la
televisión con auriculares para no molestarme, por lo que no había escuchado
nada. “Alguno de los chiquilines golpeó la puerta” le dije, incorporándome.
“Entrá”, ordenamos al unísono, pero la puerta no se abrió. Entonces él se
levantó y comprobó que no había nadie. La casa estaba sumida en el silencio.
Veinticuatro horas más tarde, mi padre murió, mientras dormía, en la
residencia de ancianos donde vivía hacía alrededor de un año. Ese día, el que
transcurrió entre el golpe en la puerta y su muerte, no fui a verlo. Pero mi
madre sí. Había alerta climática ese día, una lluvia y un viento insistentes
que doblegaban a los árboles más jóvenes y a los transeúntes empecinados, pero
ella sintió que necesitaba verlo. Así que agarró su campera de nailon con
capucha, porque no había paraguas que resistiera, y ahí fue, cargando con esa
mochila emocional pesadísima de años de miedo y sumisión que poco a poco ha
ido corporeizándose en una joroba, y golpeó a las puertas de la residencia. Me
dijo después que él no había hablado mucho ese día, como tampoco en el último
mes, porque la neumonía crónica le había cerrado casi por completo las vías
respiratorias, pero que había alcanzado a decirle, incoherentemente como todas
las frases que lograba hilvanar en esos últimos meses: “Mañana me voy para mi
casa”.
A las cinco de la mañana siguiente me llamaron para decirme que había
muerto durante el sueño. Mi marido me recordó el golpe en la puerta. Entonces
pensé, con certeza, que mi padre me había estado llamando. Yo no interpreté el
llamado, pero mi madre de pronto había sentido la urgencia de ir, y quiero
creer que con eso fue suficiente, ya que últimamente nos confundía a una con la
otra.
Este patrón de “muertes anunciadas” se ha sucedido a lo largo de la
historia de mi familia. Dos veces en mi caso. La noche en que murió mi abuelo
paterno (casi siempre es la noche la que se lleva a las almas) estaba también a
punto de dormirme cuando sentí un temblor en el colchón. Sacudí a mi marido
“¿Estás bien? Me pareció que de pronto temblabas”. Otra vez, nada, él no sabía de qué le
hablaba. Un rato más tarde sonó el teléfono y era el anuncio de que mi abuelo
había fallecido. Y hay más casos; procuraré contarlos todos en esta historia que hoy comienzo a escribir.
Lo curioso es que todas las historias que se imbrican en la mía, como en
la de todos si lo reflexionamos, son historias de amor. No hay ninguna historia
digna de ser contada que no haya tenido como origen el amor. Hoy tengo muchas
dando vueltas en mi cabeza, casi parece que las pudiera agarrar en mis manos,
manipularlas y observarlas como piezas de un rompecabezas, pero ¿qué haré con
ellas? ¿Qué contaré antes? ¿Qué contaré después? Esa es mi tarea al comienzo de
esta historia.
Dicen que todo proceso en este mundo es circular, y que se cumple con los
designios cuando los extremos del círculo se unen. Mis abuelos habían llegado
desde una pequeña aldea en el noreste de Polonia llamada Zabiele, cuyo
significado sería algo así como “más allá de lo blanco”. Hace poco supe que las
lavanderas ponían a blanquear el lino virgen en un determinado sitio sobre el
prado soleado en las afueras de la aldea, y cuando alguien preguntaba dónde era
la aldea la señalaban diciendo “Zabiele”, es decir “pasando el sitio donde se
hace el blanqueado”. De hecho, hay muchas aldeas con el mismo nombre, porque
semejante tarea era frecuente en toda la campiña polaca.
Yo no le solía prestar atención al legado histórico de mis abuelos. Recuerdo lo que me contaban por su
propia voluntad, pero nunca me senté a preguntarles, porque no sospechaba que
tenía al alcance de las manos un tesoro tan hermoso como mi propia historia
ancestral. Ellos fallecieron hace alrededor de veinte años, y tampoco comprendí entonces la pérdida de ese legado. Sufrí no tener más a mis abuelos, pero no se me había
ocurrido que había perdido el cofre de los tesoros de la memoria. Entonces
ocurrió que comencé a interesarme de a poquito, sin que yo misma me diera
cuenta, y rescaté, de la memoria escurridiza de mi padre que había caído
inexorablemente en la telaraña del mal de Alzheimer y una depresión
hipocondríaca que aceleraba el mal, el nombre de la aldea. A partir de ese
momento, me dediqué los últimos años a buscar y encontrar por internet datos de personas que
estuvieran relacionadas con Zabiele y la familia, para recuperar esa historia
que se había perdido con mis abuelos y amenazaba perderse inexorablemente
dentro de la mente de mi padre. Vaya que lo logré. Mis pasos me llevaron hasta
el pueblo en un día de invierno en que los descendientes de los hermanos de mi
abuelo que aún vivían en diferentes ciudades de Polonia confluyeron en el
pueblo y me recibieron allí con un almuerzo bacanal. Volví a Montevideo y fui,
como si llevara una ofrenda, a contarle todo a mi padre. Su mirada estaba más
perdida que nunca, pero pareció escucharme y me dijo “Te felicito”. Días
después murió. Un amigo muy querido me dijo que era un final fascinante para
esta historia, porque era todo lo contrario de un final feliz, era en realidad
un final agridulce. Como si Cristóbal Colón, me decía mi amigo, hubiera ido a
buscar la ruta de las Indias con el apoyo de la reina Isabel, hubiera vuelto
con la noticia de lo que había descubierto, y hubiera encontrado que la reina
estaba agonizante, y finalmente hubiera muerto sin haber podido festejar en un
banquete con él su triunfo. ¿Qué hago, ahora, con todo esto?
Ese final
agridulce es una interpretación posible. La otra es que mi padre siempre supo
que yo lograría cerrar el círculo. Me esperó a que lo hiciera, y cuando tuvo la
noticia de que yo lo había logrado, se entregó plácidamente a la muerte. Este
final es agrio, pero también, y sobre todo, dulce. Me preguntarán los lectores
cuál de las interpretaciones es “la verdad”. Es que no hay verdad; a nuestra
propia verdad la construimos cada día al interpretar los hechos que nos
suceden. A mí me gustan las dos interpretaciones. Mi padre fallece en paz
sabiendo que he cerrado el círculo. Y yo, claro, me quedo sin el banquete. ¿Qué
hago con todo esto? Lo comparto con ustedes.
Me encantó y me emocionó. Gracias por compartirlo. Tu relato me hace pensar en lo que yo también acabo de vivir. En las últimas horas pensé y dije mucho, quizás demasiado y por eso ahora prefiero decirte sólo esto y que un día espero que nos sentemos a compartir un banquete de historias agridulces pero que sé que vamos a disfrutar ambas. Un abrazo. Elisa
ResponderEliminarQué fuerte Helena, leer todo esto. A mi me gusta tu interpretación también. Creo que se habrá sentido, más allá de su mal, orgulloso de lo que lograste y del camino que recorriste. Pudiste compartirlo con él, y eso es importante.
ResponderEliminarMis más sinceras condolencias Helena, por lo que veo fuerza y valor no te faltan. Conmovedoras tus palabras como siempre, la dejan a una pensando. Abrazo!
Mi querida Helena: ante todo, mi pésame por el fallecimiento de tu papá. No lo sabía. Estoy demasiado metida en mi trabajo que no leí esto hasta dos meses después. Tampoco me lo comentaste privadamente. Bueno, cada uno maneja estas cosas "como sabe, como puede" según reza una canción que canta mi amado heleno, Giorgos Dalaras. Que no por casualidad se llama "To pepromeno", "El destino." En lo personal, creo que ir tras la historia de tus ancestros es un viaje a los orígenes. En mi familia, no podemos hacerlo, ya que el pueblo de donde era mi bisabuelo Davant, en Francia, se lo tragó el de al lado y desapareció la documentación. Estos pensamientos y sentimientos que hoy compartes con quienes te leemos inevitablemente me recuerdan las últimas caricias de mi madre... Yo tampoco supe notar que se despedía de mí. No me lo esperaba tan pronto a pesar de su enfermedad. Pero lo que me consuela, como a ti, es haber hecho lo correcto y saber que no sufrió. Ese era mi gran temor. Con tu talento para escribir, tal vez deberías hacer eso... contar tu historia de ida y vuelta o de venida e ida hacia allá. Pero contarla, que creo que para eso has nacido: para contar historias... Un beso enorme y un abrazo apretado.
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