El día de mi película
Ejemplo de esa realidad alterna posibilitada exclusivamente por relatos es lo que voy a contarles a continuación. Todavía le doy vueltas al asunto y me pregunto cómo habría resultado si no hubiera narraciones orales, libros, películas. Y la conclusión a la que llego, por diferentes caminos, es la misma: nada de esto habría tenido lugar en otra dimensión, otro universo, donde no se contaran historias.
Para la Navidad de 2018, mi amiga goiana Ebe con su marido e hijos decidieron pasar por Uruguay en un largo viaje de vacaciones en camioneta que atravesó varios estados de Brasil y Argentina, e incluía nuestra costa. El 22 de diciembre llegaron a Montevideo y yo fui a encontrarlos a su hotel en pleno centro. Allí estaba la enorme familia con cuatro adolescentes. El plan era acompañarlos en una caminata hasta la Ciudad Vieja, posiblemente a lo largo de la Avenida 18 de Julio para que experimentaran también la árida soledad de los transeúntes que la recorren cada día, siempre apurados. Pero el calor y la muchedumbre de esa tarde de fiestas era imponente. Caminar por la avenida habría sido un castigo más que una nota turística. Pensé entonces en atravesar Barrio Sur hasta la Rambla, para que sintieran en la cara el viento del mar que define a los montevideanos (a diferencia de los goianos, que viven en el mismo corazón del continente) y así llegar a la parte antigua de la ciudad por una ruta más fresca y menos poblada.
Eran las 4 de la tarde de un día seco y soleado, precioso para caminar. Tras haber bordeado el Cementerio Central y buscar una vía que no se cortara en su camino al sur, nos acercábamos finalmente a la costa por la calle Zelmar Michelini. A esa altura, la Rambla queda un par de metros más abajo; nos separaba de ella un bastante empinado terraplén de césped y piedra. El mar estaba azul ese día en que el sol le daba de lleno sobre las olas sin prisa. Para llegar a él, teníamos que rodear los edificios, siguiendo los senderos de hormigón que sirven de acceso a los vecinos.
Veníamos bajando por los caminitos en fila india. Yo abría el paso, guiándolos. Me seguían, pisándome los talones, Ebe y sus dos hijas, tomadas del brazo parloteando intermitentemente, y cerraban el grupo los dos varones, entreverando sus pasos desordenadamente con el padre. El murmullo constante en portugués se había finalmente sedimentado en el fondo de mi mente como partículas que ya no interferían en la transparencia del lenguaje. Como una melodía conocida, me acompañaban la gracia de sus fonemas y cadencias entretejidas con las risas y las expresiones de sorpresa.
De pronto escuché unas voces que rompieron, como un cristal, la canción norteña, interponiéndose en sus acordes. Giré y vi que los varones se habían detenido unos metros más atrás; los percibí como capturados dentro de una foto: sus bocas entreabiertas y congeladas en una expresión de asombro incrédulo; los ojos fijos en dos seres extraños que, desde detrás, los habían alcanzado. Tardé un instante en entender lo que ocurría. Eran dos jovencitos, no mayores que los hijos de Ebe, raramente abrigados en ese día tórrido con capuchas que ocultaban parte de sus rostros. “La plata y los celulares” decía uno, repitiendo empecinadamente, porque mis acompañantes no habían parecido entender, y en su mano derecha, el otro empuñaba un revólver. Entonces dentro de mi mente mi propia voz dijo: “Ah, es un robo”. Y entre todas las emociones posibles, la que me invadió fue la vergüenza. Ni el miedo, ni la preocupación siquiera; fue la vergüenza. Yo les había estado mostrando mi lugar en el mundo, y la jornada podía terminar con el arrebato de los celulares de toda la familia, que cuando alguien está siendo turista son incluso más importantes que en cualquier otro momento. Era su primer día en Montevideo. Sería una verdadera vergüenza, era lo único que podía pensar.
Recordé entonces que en la cartera llevaba un diminuto gas picante, que nunca había usado, previendo alguna situación de ese tipo. Era el momento. Aquí fue que se pusieron en marcha los relatos que había consumido durante mi vida, sobre todo el cine. Lo cierto es que nunca había visto un revólver en acción en la vida real, pero en las películas, yo sabía exactamente los peligros y los protocolos policiales en su utilización. Cuando te están apuntando, nunca debes bajar las manos para tomar algo de tu cartera porque pueden creer que vas a sacar un arma y te van a disparar. Eso pensé, pero oí otra voz dialogar dentro de mí: “Esperan tu dinero, y se supone que está en tu cartera. Además, no temen a esta señora rubia”. Muy bien, abrí la cartera, con los dedos tanteé el gas pimienta. Extendí mi brazo lo más lejos posible, apuntando con él al chico del revólver. Los ojos del muchacho siguieron el trayecto de mi mano con el ceño fruncido. Disparé. Una ráfaga de viento del mar devolvió el gas a mis propios ojos. El muchacho levantó el arma hasta la altura de mi pecho. ¡Estaba perdida!
Si hay un tiroteo, ¡arrójense al suelo! gritan en las películas.
Había césped al borde del sendero y me dejé caer. Me agarré la cabeza para protegerme, la escondí entre las rodillas, en posición fetal, y esperé los disparos. No tenía miedo, mi cabeza parecía un procesador digital llevando a la práctica una serie de algoritmos, paso a paso; aprendizajes inverosímiles provenientes de películas y series de acción. S y H, Duro de matar, Departamento de Policía de Nueva York, El profesional, CSI, El Padrino, innumerables horas de ficciones me fueron entrenando de manera imperceptible, inconsciente, para actuar en las situaciones más inusitadas. Y ahí estaba yo, en el piso, esperando que el disparo, que nunca escuché, me evitara.
Cuando me atreví a abrir los ojos, y separar un poco los codos, vi algo diferente al paisaje que había esperado. No estaban los demás en el suelo junto a mí, llevando adelante una parafernalia que por alguna razón yo creí universal y obvia, ni los ladrones nos tenían reducidos a punta de pistola.
Vi al padre cerrar la billetera y los ladrones alejarse a toda velocidad. “¡Dale, dale!” llegué a escuchar, como si estuvieron asustados. Ebe, las hijas y los hijos, petrificados. “¿Qué se llevaron?” se me ocurrió preguntar. “Eu tinha 600 pesos” me dice el hombre, indicando vagamente su billetera en una mano. “¿Celulares?” insisto. “Nada, nada” murmuran todos como confundidos y algunas manos ayudan a levantarme. Ebe me pregunta si estoy bien, y se echa a llorar. Dice que creyó que me habían disparado, pero con silenciador, porque no se había oído nada.
Después de unas cuadras de shock, nos aflojamos y me preguntan por qué me lancé al piso. Les hablo del “protocolo”. Nos desternillamos. Seguramente, en eso estamos todos de acuerdo, los ladrones, casi unos niños, creyeron que a la vieja rubia le había dado un síncope. Habrán huido antes de ser responsables de quién sabe qué.
Un evento increíble, marcado íntegramente por relatos, los relatos que consumimos en la tele y el cine, que nos mantienen en vilo como si, durante los minutos que duran, fueran lo más importante del mundo.
Recordemos que era la época de Navidad, poblada de las tradicionales despedidas de fin de año. Unos días después lo conté todo con lujo de detalles en una de esas reuniones. Silencio a mi alrededor, otra vez la magia de un relato tenía a un puñado de humanos unidos en el ritual. “No sé qué habrán pensado de mí estos brasileños”, termino. “¿Qué pensaron, te preguntás?” responde un amigo con mucho sentido del humor. “Que el Uruguay tiene espectáculos en vivo baratísimos. Toda esa acción por solo 600 pesos… el año que viene están de nuevo acá, pidiéndote ir al mismo show”.
;)
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