Encuentros imposibles (y que, sin embargo, sucedieron)
Algunos de ustedes saben que estoy escribiendo sobre mis ancestros, y sobre mi búsqueda, esa misma búsqueda que me permite escribir sobre ellos.
Esta es la historia de un encuentro que sucedió en febrero de 2013, en que estuve 1 día en el pueblo donde nacieron mis abuelos en Polonia, llamado Zabiele. "Magoya", a quien se hace referencia, no es ningún personaje tanguero. Se trata de mi prima Malgorzata (Margarita en polaco) que me hizo de guía e intérprete durante ese día que marcó un antes y después en mi vida. Le llamo así porque su diminutivo en polaco suena algo así como "Maugoya"; me reí la primera vez que lo dije en casa, todos dijeron "Magoya!" y le quedó, entre nosotros, aunque ella lo sepa pero no entienda jamás. Tendría que nacer de nuevo en el Río de la Plata para entender lo que el apodo que le dimos significa.
Aquí va el relato. Comenzando con una foto del descampado paisaje con el que mis abuelos crecieron, y que para mí fue tan exótico y de ensueño.
Magoya tenía todo muy cronometrado. Almuerzo en la vieja
casa Modzelewski, sobremesa con postres en la nueva. Porque no toda la
parentela que viajaba de diferentes sitios de Polonia para el reencuentro (tal
vez alrededor de 30 personas) cabían en una casa, entonces organizaron una
etapa en una y otra etapa en otra. Tal vez eligieron quiénes estar en una y
quiénes en otra dependiendo de las enemistades y antipatías, “si ella va a
estar ahí, yo me voy para el otro lado”, pero eso no me lo contaron, claro. En
realidad, ni siquiera tenía todo tan cronometrado. Se confundió de casa, y
comimos los postres antes del almuerzo, pero nadie pareció molestarse, porque
al parecer ya hacía rato la fiesta había comenzado en ambas casas, con primos y
sobrinos que no se veían quién sabe desde cuándo. Cuando yo llegué, simplemente
recordaron por qué estaban ahí, y cambiaron las actividades: sacaron sus
cámaras de fotos y dirigieron sus miradas hacia mí, escrutando con un interés
de zoológico a la pariente que hasta hace pocos días no sabían que existía y
que venía de un país que tampoco sabían que existía.
Magoya fue la traductora inglés-polaco todo el tiempo, e hizo
frente a la cansadora tarea muy bien, con una férrea actitud amable y
sonriente. Mi memoria no pudo registrar conversaciones, porque
fueron tantas que por momentos lo único que yo quería hacer era evadirme.
Sonreía, escuchaba y respondía automáticamente, apoyándome en la traducción de Magoya, pero las miradas pesaban tanto
sobre mí que mis sentidos se habían prácticamente cerrado y había echado a
andar una especie de piloto automático que me permitía descansar mientras cumplía
con los mínimos requerimientos sociales. Por eso no recuerdo. Recuerdo sí, la
risa de Magoya sintiéndose a sus anchas entre los tíos viejos, que le decían
cosas en polaco, en tono de broma, y ella lanzaba unas carcajadas en respuesta.
Recuerdo, sí, los flashes de las cámaras de fotos.
Dije que Magoya tenía todo cronometrado, por eso se
permitió quedarse en la segunda casa hasta las tres y media de la tarde, para
salir de allí nuevamente hacia Varsovia y llegar al aeropuerto a tiempo para mi
vuelo de regreso a Vilnius. Con lo que no contaba fue con que una vez en el
auto, con su padre y un tío viejo,
le dijeran que los Koszewski me estaban esperando. Yo no entendía, porque
hablaban en polaco, claro, pero sí entendí “Koszewski", el apellido de mi abuela paterna, y reconocí la alarma en la
voz de Magoya. Y entonces me dijo “La familia Koszewski, la de tu abuela, saben
que estás aquí y te están esperando”. Me quedé congelada. Yo creía que esta
familia había dejado de existir. En mi búsqueda, alguien por email, hacía meses, me había dicho que Koszewski no era un apellido de Zabiele. “Se habrán mudado”, pensé
yo, el último miembro de la familia podría haber vendido su granja y emigrado a
la ciudad, no sería algo poco probable. Al parecer había sido un problema de
ortografía. Por alguna razón a mi abuela la habían inscripto en Uruguay como
Kosiewska (y ese fue el apellido que yo buscaba), pero el real apellido había sido Koszewski. Pero esto lo supe
después. Ese día, durante mis últimos minutos en Zabiele, supe que la familia de mi
abuela todavía vivía allí, y que habría que conducir un poco más lejos
porque habitaban, tal como me había contado mi abuela en mi niñez, la zona más rural de la
aldea.
Magoya manejaba lo más rápido que su prudencia le permitía,
y venía discutiendo airadamente con su padre. “Lo siento. No me lo dijeron antes. Esa
familia te está esperando y no podemos fallarles, pero realmente se hace
tarde.” Salíamos de Zabiele. Las casitas de campo se iban poco a poco espaciando, y la
calle se cubría gradualmente de más nieve a medida que disminuían los autos que
la transitaban. Una casa se dibujó allí adelante. Casi idéntica a todas las
casas que ya habíamos visto. “¡Aquí, aquí!” gritó el padre de Magoya, según
entendí, porque fue una palabra que escuché varias veces ese día. Magoya
estacionó y bajamos del auto. Sólo ella y yo. No había tiempo. Me tomó de la
mano y me llevó casi corriendo. En la puerta, subiendo los escasos escalones
hasta el porche, esperaba una mujer más joven que nosotras, de cabello castaño,
bajita y sencillamente vestida. Detrás de ellas, unas niñas de menos de diez
años de edad.
Las niñas me miraban con indiferencia. Como yo cuando era
niña, claro. “¿Quién será esta?” Les habrán explicado que yo venía de lejos,
que era la hija de un primo de su abuelo que vivía en otro continente, pero para
esa edad, qué significaría para esas niñas venir de tan lejos. Seguramente, yo
no debería tener los ojos pequeños y tristes que comparte toda la estirpe, del
mismo color, y vestir las mismas ropas de invierno. Si hubiera llegado envuelta
en un chal de plumas y lentejuelas, o mi piel hubiera sido de un color exótico, tal vez habría sido más
interesante. Pero era alguien común y corriente, una mujer ni muy linda ni muy
fea ni muy rara, que llegaba de la mano de otra ni muy linda ni muy fea ni muy
rara, que parecía estar muy apurada. Y eso era todo.
Pero la madre no actuaba igual. Me tomó la cara y me dio un
beso en cada mejilla. Me empujó dentro y repetía en polaco “café, té”. Magoya
respondía reiterada y enfáticamente algo con su voz naturalmente autoritaria. Luego me miró y me dijo: “Quieren que te quedes un rato a tomar un café o un té, te esperaron
todo el día, pero ya les dije que no hay tiempo.”
Dentro del recinto, que podría ser en cualquiera de las
casas en las que estuve ese día, había un comedor de madera antiguo, con
molduras finas, y a un costado un sofá, sobre el que había un anciano
recostado, cubierto por una frazada a cuadros en tonos cálidos. La mujer, que
supuestamente era mi prima segunda, pero nunca lo corroboré, lo
señaló con la palma de la mano hacia arriba extendida: “Antoni”. Y luego “Jest
chori”, que, entendí, “está enfermo”.
El anciano era casi totalmente calvo y tenía una expresión
triste que se la daban sus ojos acuosos, que se estiraban hacia abajo como si
los párpados inferiores, inflamados, rojizos, ya no soportaran el peso de tanta
secreción. Secreciones físicas, secreciones emocionales. Todo amontonado,
durante años, en un cántaro bajo sus ojos, un cántaro de un material blando y elástico que ya estaba a
punto de fisurarse. Con esos ojos, apoyados sobre el borde del cántaro, tras
una neblina de probables cataratas, me miraba. Y de alguna manera eran los ojos
de mi padre, en los días en que lo encontraba más triste y enfermo. Le extendí
la mano, no sé para qué, pero él me la tomó y la besó. Muy pocas veces me han
besado la mano, porque ya no se usa, pero menos con esa caballerosidad que venía desde un tiempo en que ese gesto tenía un verdadero sentido. Y ahí rompí a llorar. Lloré a mares,
sin poder detenerme. Ni por decoro, ni por compasión con el tío Antoni ni
su hija, ni las niñas, que me miraban con una mezcla de pena y desconcierto.
Lloraba el llanto de todo el día, de la ansiedad de la noche anterior antes de salir, de la
consciencia de haber pisado Varsovia con mis propios pies, de haber visto con mis propios ojos la ruta
que mis abuelos recorrían cada domingo para ir a la iglesia de Kolno, de haber subido los escalones de
la casa paterna, comido sus comidas, abrazado a personas cuya piel, cabellos,
saliva, compartían un grado de mi constitución genética, y sin embargo, no nos
entendíamos ni una palabra. Lloré la muerte inminente de mi padre en los ojos
desbordados de su primo, el sobrino que mi abuela habría querido acunar y nunca
pudo. Hecha un mar de lágrimas, dejé esa casa, tironeada del brazo por Magoya,
que se excusaba y volvía a tironearme. Antes de poner un pie fuera, la mujer
puso una caja en mis brazos. Una caja enorme, envuelta en papel de regalo rojo,
con una cinta dorada rematada en una moña. El tipo de caja que, de niña,
hubiera elegido para abrir primero de abajo del árbol de Navidad. La miré y le
dije “gracias” en polaco, pero apenas la vi tras la cortina transparente de mis
lágrimas, que no paraban. Una escena totalmente bizarra, una visitante desde un
país, habrán pensado, donde la gente no sabe hablar bien ni sonreír, y se expresa únicamente a
través del llanto.
Fuera de la casa, Magoya me quitó la caja de las manos y la
puso en la valija del auto. Seguíamos viaje. Comenzaba el regreso.
En el aeropuerto, abrimos el envoltorio majestuoso para poder meter el
regalo dentro de mi pequeña maleta para un día, ya que no era posible llevar una caja tan grande sin despachar. Era una
escultura dorada de una doncella sosteniendo en sus manos un reloj. Un reloj
funcional, puesto en hora, con un tic tac implacable, como si no le importara nada mi vida, mi pasado ni mi futuro. Puede decirse que los Koszewski, a través de ese reloj, quisieron regalarme tiempo. Todo el tiempo perdido como familia
desde que mi abuela salió del hogar paterno, hasta mi regreso.
Un mes después, envié una carta a la dirección de los
Koszewski, para agradecer por el regalo. La escribí en inglés y le pedí a
Magoya por email que me la tradujera al polaco. Esta decía:
Estimados Antoni y
familia,
Les escribo para
darles las gracias por su bienvenida en Zabiele y pedir disculpas por mi corta
visita y por estar llorando todo el tiempo. Estoy segura de que fue muy
incómodo. Lo que pasó fue que yo realmente no sabía que todavía había
Koszewskis en Zabiele. Mi abuela, Wladyslawa, se fue a Uruguay detrás de su
hermano Onufry alrededor de 1930, y supongo que ella perdió el contacto con su
familia después de que sus padres murieron. Usted, Antoni, es su sobrino,
¿estoy en lo cierto? Bueno, yo no sabía que la familia había permanecido en
Zabiele. Cuando los Modzelewskis me hablaron de ustedes, me conmoví, pero tenía poco
tiempo para quedarme, porque tenía un vuelo que tomar en Varsovia.
Así es que yo estaba
a punto de salir Zabiele después de un día muy especial, tenía poco tiempo, y
de repente lo vi a usted, Antoni, y me recordó a mi padre. De hecho, usted es
su primo. Así que empecé a llorar y no podía hablar, decir nada. Sé que fue muy
raro y lo siento. Me hubiera gustado haber hablado con usted un poco, pero
mi escaso tiempo y mi estado emocional no me lo permitieron.
No abrí el regalo que
me dieron hasta que estuve en el aeropuerto de Varsovia, y descubrí el hermoso
reloj, que ahora tiene un lugar especial en mi casa en Uruguay. ¡Gracias!
Adjunto algunas fotos
de mi familia, para que puedan ver lo que ha sucedido en Uruguay desde que mi
abuela vino aquí.
Por desgracia, mi
padre murió el 21 de marzo de este año, justo después de mi viaje. Pero tuve la
suerte de volver y decirle que había estado en Zabiele.
Si por casualidad
tienen una computadora disponible, aquí va mi dirección de correo electrónico
junto a mi dirección postal. Las computadoras son más rápidas si se tiene una a
mano. Pero también me haría muy feliz escribirles cartas a mano como ésta.
Gracias de nuevo, y
saludos a toda la familia.
Helena
Varios meses después, en agosto
2013, al no recibir respuesta, encontré en Facebook una página administrada por
la alcaldía de Zabiele. Y entonces envié un mensaje en polaco, traducido por mi
viejo y querido Google translator:
Hola, vivo en Uruguay, América del Sur, pero mis abuelos nacieron en
Zabiele. Todavía tengo familia en Zabiele. En febrero de este año fui a visitarlos,
y más tarde le envié una carta a Antoni Koszewski, que vive en 18-500 Kolno,
Zabiele 195. No he recibido una respuesta. ¿Hay alguna manera en la que se
pueda averiguar si Antoni recibió esta carta? No sé qué hacer. ¡Gracias! (Perdón
por mi mal polaco).
Demoró más de un mes la respuesta:
Le escribo un poco tarde, pero teníamos que hacernos un tiempo para su
averiguación. Sí, Antoni Koszewski recibió su carta. Saludos.
Finalmente supe por Magoya, tiempo
después, que Antoni murió el 1 de diciembre de 2014 a los 78 años. Nunca volví
a tener contacto con él, y por lo menos en esta vida, ya no lo volveré a tener.
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