Pez gordo
“Puede arrancar a nadar”, le dijo el capitán Lovera al periodista argentino. Era el 1 de agosto de 1952, en Helsinski, y Uruguay acababa de ganar la medalla de bronce de los Juegos Olímpicos en básquetbol contra Argentina. El periodista, al ver a Uruguay en la penosa situación de terminar el partido con 4 jugadores, había prometido al aire que si Argentina no ganaba el tercer puesto en esas circunstancias, volvería a nado. Enardecida, la prensa oriental habló de patriotas, pero había uno de ellos que no era uruguayo, venía desde muy lejos, y estaba en ese glorioso momento por una serie de casualidades.
Hacia finales de la década de 1920 fueron llegando al puerto de Montevideo, en esos tantos barcos que venían de la Europa oriental, una cantidad numerosísima de gringos entre los que estaban mis abuelos. Llegaban con sus baúles repletos de sus ropas desteñidas y recuerdos, una única foto existente de sus padres, o un relicario con un mechón de cabellos.
Esos viajes, que duraban alrededor de un mes, estuvieron llenos de anécdotas. Algunas me fueron contadas por mis abuelos, entre las que me llamaban particular atención los casos médicos, tal vez porque la salud fue de las vulnerabilidades que más sufrieron: niños con fiebres altísimas que desesperaron a sus padres; mujeres muriendo tras partos complicados a bordo, pestes exóticas que se propagaban entre la tripulación y el pasaje. La que más me impactó fue la del basquetbolista Victorio Cieslinskas, miembro de la selección uruguaya de básquetbol que compitió en las Olimpiadas de 1948 y 1952, y en ese último año obtuvieron medalla de bronce; es la historia de cómo nuestro destino puede jugarse en un instante de nuestra vida, un día insospechado en el que alguien más toma una decisión por nosotros que nos marca y abre un camino alternativo.
Hace poco volví a ver la película Big Fish. La relación entre el hijo que exige la verdad y el padre que cuenta su ficción me dejó pensando, una vez más, en el valor de los relatos que crean leyenda. Yo no me había animado a escribir esta historia porque le conocía variaciones levemente contradictorias; la película me convenció de que una leyenda es tal por toda su carga imaginaria, afectiva y misteriosa, y que lo peor para una historia es que no sea contada. Entonces me animo.
El pequeño Victorio llegó desde su Lituania natal a Montevideo en el año 1929, con siete años de edad. “Bajando” hacia el sur, el barco iba bordeando la costa brasileña desde San Pablo hacia Montevideo, abandonando las temperaturas del trópico y tomando por sorpresa a quienes habían guardado en los baúles sus ropas de abrigo. Una ráfaga de aire fresco se coló dentro del camarote y Victorio se paró sobre su litera para cerrar la ventana. Era una de esas ventanas de dos paneles horizontales, que se abrían empujando hacia arriba. Victorio, hallándose solo en el camarote, se trepó y se empecinó en cerrar la ventanilla. Tiró, tiró, pero estaba oxidada; se colgó de ella, forcejeó, resopló hasta que el hierro cedió y el panel de la ventanilla cayó, con tan mala suerte que lo hizo aplastando una de sus manitos bajo su peso y violencia. Los gritos atrajeron, no sólo a su madre y a sus “hermanas de barco” (se decía así a las amistades creadas en esos periplos, que quedarían selladas de por vida), sino a curiosos y a miembros de la tripulación. La manito de Victorio fue liberada, pero comenzó rápidamente a hincharse y cobrar un color morado atemorizante, como si toda la sangre de su cuerpito se hubiera ido a sus pequeños dedos. En el barco no había un médico. La sabiduría popular le hizo por varios días llevar su brazo colgado del cuello, pendiendo de una bufanda, y eso se sentía bastante mejor, pero Victorio se seguía despertando por las noches llorando. La madre estaba cada día más preocupada. Cada mañana esperaba ver que la manito de Victorio hubiera disminuido de tamaño o suavizado su color, pero no, y el niño seguía llorando. Entonces, una semana después del accidente, se acercó a la madre un hombre letón que le indicó, por señas y algunas palabras reconocibles en lituano, que era veterinario y que podía darle algún consejo. Después de examinar la manito durante un buen rato, lentamente, procurando que en cada giro el niño no se retorciera de dolor, hizo un gesto que a la madre le pareció satánico, en el que indicaba que había que amputar. Y él, decía y mostraba, tenía en su maletín algunas medicinas e instrumentos que le permitirían hacerlo. La madre estaba horrorizada, pero el veterinario le daba a entender que, si no lo hacían, la vida del niño corría peligro. Entonces sucedió que esto llegó a oídos del capitán del barco, quien corrió hasta la cubierta, hasta esa escena pictórica rodeada por personajes anónimos de todo tipo: hombres de tiradores y boina, mujeres con faldas amplias y niños abrazados a sus piernas; en el centro, un hombre hablando en letón sostenía entre sus manos la manito del niño, que sollozaba, y la madre respondía en lituano, también llorando, mientras abrazaba la cabeza de su hijo. El capitán se introdujo en la muchedumbre y llegó hasta el medio de la escena. “En mi barco no se amputa a nadie” dijo en alemán, que fue inmediatamente traducido por alguien en voz alta a algún idioma, y se corrió la voz en las diferentes lenguas que se hablaban en el barco. Cinco días después anclaban en el puerto de Montevideo. La mano de Victorio había comenzado a mejorar lentamente, y una vez en tierra firme, tratado por un médico del barrio donde se instalaron, terminó curándose en el lapso de un mes. Unos pocos años más tarde Victorio comenzaba a jugar al básquetbol y a destacarse en el deporte. Sin su mano, no habría sido posible. Menos de dos décadas después, llegaba a las Olimpíadas representando a Uruguay. Si el capitán no hubiera intervenido y la madre hubiera permitido que el veterinario amputara esa mano, Victorio se habría destacado en alguna otra cosa, pero en el básquetbol, jamás. Siempre me maravilló pensar que el capitán del barco, cuyo nombre se ha tragado el tiempo, nunca supo que había salvado el destino de un deportista olímpico.
Esta es la historia que me fue contada por mis abuelos y reforzada por mi padre, quien amaba el básquetbol. Pero en estos días me propuse confirmar en Internet algunos datos sobre los Juegos Olímpicos de 1952. Me sorprendió que no se mencionara su nacionalidad lituana. En los sitios que consulté se dice que fue uruguayo. Entonces dudo, tras haber visto Big Fish, ¿este relato será un invento de mis abuelos, o un tropezón en mi memoria? Quienes me lo contaron ya están muertos. Victorio también murió en 2007. Indago entre algunos conocidos y no pueden confirmarlo; es una historia ya muy antigua. Si no es seguro que viniera de Lituania, toda la historia de la mano puede ser una fabulación. Entonces consigo el teléfono actual de Verónica, la viuda de Victorio. La señora me responde con voz suave. Le interesa mi pesquisa. Claro que Victorio nació en Lituania, en el año 1922. Me confirma que vino en barco en 1929. ¿Y la mano? No, dice, no era la mano. Era un pie. Estuvieron por amputarle un pie. Igual, ratifica mi convicción de que en ese momento se jugó su destino como deportista.
Yo planifico entonces ponerme a reescribir. Pero no me sale. Porque no es la historia con la que crecí. Ya no me dan ganas de escribirla. Entonces me pregunto por qué la narración venía adulterada desde el pasado. Y me acuerdo de Big Fish. La mano de un basquetbolista es más importante que el pie. El rumor se convierte en leyenda rescatando lo más sugerente, lo lindante con la poesía; eso es lo que merece la pena contar. Después de todo, los humanos no vivimos una única vida, sino los múltiples relatos que hacemos de ella.
Gran mérito: una anécdota, quizás fraudulenta, que cobra vida y crea expectativa. En mí, puesto que vi jugar a Víctor C., ¿pudo ser en Atenas?
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