El chorro

La gente que vive acá todo el año lo conoce bien. Nosotros vamos perdidos; en el auto, subiendo hacia la zona más rural del Cerro del Burro. Un grupo desordenado de niños y adolescentes a pie van cargando con botellas y bidones de plástico vacíos. Paramos a pedir direcciones y nos sorprende la sonrisa luminosa de la nena más grande. Una cara redondita, plena de despreocupación, nos dice con el acento lugareño que sigamos hasta que ya no haya más calle, que no podemos perdernos. “Todavía falta” dice, y nosotros pensamos en ofrecerles para llevarlos, pero ellos son como 5 con sus trastos y nosotros tenemos el asiento de atrás ocupado por 2 enormes ollas y un bidón. Pero ellos no esperan nada. Siguen caminando en su algarabía, empujándose, increpándose y riéndose; ya nos han olvidado.
Está oscureciendo en Playa Hermosa, pero aún se ve bien. En el cielo, un par de líneas horizontales rojizas resaltan sobre el fondo azul grisáceo. Se ve una estrella. No encontramos tan evidente el paradero del chorro. El “se van a dar cuenta” no fue tan así, pero sí vislumbramos un par de autos sobre una praderita, y más allá, adentrándose en una especie de diminuto bosque, una breve fila de personas también con ollas y bidones. Ahí vamos.
Hay 4 personas delante de nosotros. Una pareja de ancianos, una jovencita y un hombre de cuarenta y algo. Muy dispares en edad y aspecto físico, pero todos visten trajes de baño y alguna camiseta o pareo para matizar, porque ya no estamos en la playa ni es hora para ello. Ya apenas se ve. Adelante hay unas piedras lisas que bajan escalonadas, y por ellas se desliza el agua, que es canalizada en un caño cortito de plástico, que algún vecino en algún momento de la historia decidió poner para encauzarla y que se pudiera juntar en recipientes de boca pequeña, como una botella. Unos pasos más lejos, un puentecito marca el camino desde la calle paralela del otro lado del monte. La pareja mayor está en este momento recogiendo el tesoro. El chorro es pequeño, por lo que lleva varios minutos llenar un bidón. Terminan uno y ponen otro, y otro. Mientras tanto, hay lugar para la socialización. La muchacha los ilumina con su linterna, el hombre recibe los bidones de manos del anciano y los va colocando llenos y cerrados en fila sobre el pasto para facilitar la subida sin estorbo desde las piedras, y para agilizar la maniobra; ya se ha formado una cola incluso detrás de nosotros que éramos los últimos. Es que no hay agua en todo Piriápolis y sus alrededores desde hoy de mañana, y las declaraciones de OSE son muy ambiguas: algunos sospechan que, como el año pasado, esto siga durante dos o tres días. La anciana se disculpa por la demora en llenar sus bidones. El hombre adelante se ríe y le dice que esa espera no es nada, que hace un rato pasó por el camión cisterna situado en pleno Piriápolis y que las colas son tan largas, y la gente está tan malhumorada, que estar aquí es como un paseo. El anciano explica que ha pensado en traer un trozo de caño un poco más ancho para instalarlo en lugar del que está ahora para que más agua de la vertiente se canalice y así sea más rápido, pero que se olvidó.
Es que el chorro es de todos. Todos forman parte de él, como si se tratara del jardín de su propia casa. Una mujer ya muy atrás en la fila pregunta si es verdad que esa agua se puede tomar sin hervir ni nada. El hombre de una pareja que ahora está justo detrás de nosotros, explica con acento local y el orgullo inflándole el pecho: “A esta agua le miden los valores todos los años. Es excelente.” Alrededor, todos asienten. Me pregunto si será verdad. ¿Quién toma la muestra? ¿Quién la mide? ¿Quién interpreta y difunde los resultados? Tal vez es una leyenda. Pero las leyendas, verdaderas o falsas, dicen mucho de los herederos de sus legados. En este caso, el Cerro del Burro, que está siendo paulatinamente colonizado, sus calles invadidas de autos y cuatriciclos, su paisaje cada vez más poblado de tejados y menos de árboles, guarda en sus entrañas una vertiente de agua pura. Ese es su bastión. Alcanza para leyenda, pero en esta época, sin la prueba científica nada es lo suficientemente fiable. Por eso “le miden los valores todos los años”. No sé ni me importa. Yo creo en la leyenda más que en los números.
A esta altura, oscureció por completo. Ahora le toca el turno al hombre delante de nosotros, que nos pide prestada la linterna porque no trajo una. “Es que vine con luz del día, nunca me imaginé que hubiera tanta gente”, dice con timidez. En el cielo, la constelación de Orión se ve como nunca; acá abajo, sólo una linterna y bichitos de luz. La fila ya es mucho más larga. Cada uno que llega va diciendo “Buenas noches”, y lo hemos escuchado una decena de veces. Allá atrás, me parece oír al grupo de niños que nos dijeron cómo llegar. Uno de ellos dice: “Miren, atrapé una luciérnaga, la voy a llevar a casa para ponerla en un frasco para cuando haya apagón”. Risas de ilusión. Nosotros ya no vemos más que siluetas. Pero la conversación es elocuente. “A ver, abrí la mano”. “Uy, no se mueve ni tiene luz”. “Me parece que la apretaste demasiado”. Es una tragedia mucho mayor que el estar sin agua en pleno verano y en el medio de la nada.
La voz de otro niño: “¡Qué fila! Yo la próxima voy a venir con papelitos para que la gente saque número y me pague.” Una señora divertida se da vuelta y le pregunta: “¿Y cuánto vas a cobrar el número?” “2 pesos” “¿Nada más? No es negocio, ¡es muy poquito!” “Bueno, algo es algo, si igual el chorro no es mío”.
Finalmente nos llega el turno. Cuando trato de subir desde la piedra al nivel de la “sala de espera” con mi olla tambaleante, varias manos se me aferran: olla, mano, codo, espalda, quieren ayudarme a proteger el tesoro. Nos saludan como si nos fuéramos de una fiesta. “Cuidado, no vaya a salpicar por ahí algo tan valioso”. “Ni loca”. Me voy con lo más preciado, pero en qué consiste exactamente (el agua? ¿el folklore? ¿la calidez de la gente?), no lo sé.

Comentarios

  1. Preciosa narración de las cosas cotidianas del verano en Playa Hermosa... quedará para el recuerdo, para contar a los nietos... por eso todo, hasta lo malo como no tener agua en casa puede ser algo bueno... una anécdota para otra noche de verano 20 años después... gracias Helcia

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