Vida en la cárcel: otro mundo (I)
Este es un experimento. He comenzado un proyecto de una novela ambientada en una cárcel, inventada a partir de mis encuentros con funcionarios penitenciarios en un Espacio de Formación Integral en la Facultad. La cárcel será ficticia, los nombres de los personajes también. Lo que se mantiene es el espíritu de las interacciones entre las personas relacionadas a la cárcel, desde los privados de libertad hasta los que trabajan allí; los dos lados del mostrador. Y también el funcionamiento de una cárcel, los juegos de poder y las peripecias por las que alguien llega allí, desde el delito para estar preso, hasta la decisión o la casualidad de llegar a que ese sitio sea su lugar de trabajo. Éste es mi primer texto escrito, y me gustaría saber opiniones, sensaciones. ¿Contar esto sirve para algo?
El primer relato se titula:
El electricista
La cárcel de Paso del Tuerto era resistida por la mayor parte de los vecinos. Había sido construida por gente de los alrededores, que un día llegaron para cavar los cimientos, y tomaron a todo el pueblo por sorpresa. Los vecinos se quedaron con las pancartas enrolladas en los garajes, los galpones y los graneros, y simplemente observaron con los brazos caídos cómo sus manifestaciones de días anteriores no habían surtido ningún efecto. El alcalde había soñado con que las protestas llegarían a oídos de parlamentarios, pero nada. Un día aparecieron los camiones y los obreros y en el predio donde antes se levantaban los circos, y el alcalde había imaginado un centro deportivo al aire libre, se fueron levantando, adustos y atemorizantes, los muros de una cárcel.
Denis trabajó en su construcción. Él venía de un pueblo todavía más pequeño que Paso del Tuerto, y había oído de la disconformidad de los vecinos, pero como no conocía a nadie de allí, no sentía remordimientos. Denis era electricista, y estuvo a cargo de gran parte de la instalación de la planta. Por fin, un trabajo fijo durante más de un año, mientras duró la tarea de la instalación eléctrica. Hasta entonces, había mantenido a su familia por medio de changas que, si bien algunas estaban muy bien pagas, lo dejaban siempre con el gusto amargo en la garganta de la pregunta que no le podía hacer a su mujer y tenía que tragársela: “¿Y después de esto, qué?”. La construcción de la cárcel fue, pues, un respiro durante casi dos años. Y no iba a negarse a trabajar allí porque en Paso del Tuerto a la gente le diera miedo tener cerca una cárcel, por si se escapaba un recluso, o por “el tipo de gente” que vendría los fines de semana para la visita, que pararían en los kioskos a comprar cigarros y en las panaderías para llevar bizcochos a sus queridos presos.
Es más, Denis no tenía miedo de nada de eso; al contrario, le atraía. Por eso había tratado de llegar a ser policía. Un sueño construido de a dos, con un compañero de la época escolar. Habían ido a escuelas rivales, pero en la tarde coincidían en un club del pueblo donde muchos niños pasaban allí el resto del día para merendar y hacer los deberes vigilados por una maestra pagada por el Municipio. Las escuelas eran rivales porque sí, porque parecía que era cosa de adultos, o “de hombres”, estar enemistados con alguien. Una escuela quedaba en una de las calles que rodeaban la plaza principal, justo a una cuadra, y la otra hacia las afueras, más periférica, más rural. Se creían incompatibles, gente del centro no podía codearse con gente de campo, que iban a la escuela a caballo. Entonces, si se cruzaban por ahí, se miraban “de pesado” y hasta se desataba una pelea. Ambos tenían nueve años, pero el amigo era bajito, flaquito, indefenso, mientras que Denis era ya como lo que es ahora: fornido, unos ojos negros penetrantes, con una mirada capaz de robarte la historia completa de tu vida si permanecía mirándote durante el tiempo suficiente, la piel ensombrecida con un barniz que le había dado una demasiado larga exposición al sol y a la pobreza. La tarde en que se hicieron amigos, en el club de la tarde, dos compañeros de la escuela de Denis se metieron con el pequeño. Y él lo defendió; no importaba de qué escuela venía, porque dos a uno era una canallada. Los compañeros se la juraron, pero a él no le importó. Le importaba mucho más la justicia, ya desde esa época. Esa tarde, durante la merienda, se sentaron uno junto al otro en la larga mesa con vasos de metal con leche caliente y platos con pan con manteca y azúcar. Y el niño, tímido, lo miró de reojo, la gratitud saliéndosele por todos los poros, escapándosele de la boca en un “¿querés ser mi amigo?” Fueron inseparables. Jugaban a los policías y decían que eran Starsky y Hutch, y se prometieron que de grandes serían policías. Cada uno a su tiempo, bifurcados por los caminos de la vida, se presentaron a hacer las pruebas para entrar al cuerpo policial. El amigo lo logró. Denis salvó todas las pruebas, pero algo falló en la psicológica. Tal vez una dulzura que no servía “para milico”, una compasión desmedida por el prójimo que no supo disimular. Cuando Starsky y Hutch volvieron a encontrarse, Denis le dijo: “Te fallé. No pude entrar como policía”. Y esa culpa marcó su destino, porque, con la idea fija en ese derrotero es que terminó como operador penitenciario.
Un comisario amigo de la familia le dijo un tiempo después que la cárcel de Paso del Tuerto estaba reclutando servicio para tratar con los presos. Denis conocía el edificio como su propia casa: como quien dice, él lo había construido. Conocía cada recoveco eléctrico, hasta el más estúpido desvío que habían tenido que tomar los cables debajo del revoque para esquivar una viga. Los albañiles podrían haber construido las paredes, la carcasa, pero él conocía el corazón que propulsaba las venas por las que corrían la luz que daba vida hasta al más remoto rincón. Se postuló. Era una forma extraña y sustitutiva de ser policía.
Denis entró a trabajar en Paso del Tuerto a los veintinueve años, después de un curso de inducción de algunos meses. La tanda de operadores de la que formó parte fue la que prácticamente inauguró la cárcel. Primero llegaron los presos, custodiados por policías. Casi inmediatamente, entraron los operadores. Les dieron un uniforme: pantalón y casaca azul marino, todos por igual, que Denis se ilusionaba al ponérselo cada mañana, porque se sentía como un policía.
Sin embargo, el trabajo no era muy represivo. Se trataba de educar de alguna manera, enseñando oficios con lo que los operadores tuvieran a mano, con sus conocimientos. Y como todo en la cárcel de Paso del Tuerto era nuevo, los primeros días, en lugar de estar en verdadero contacto con los reclusos como sería más adelante, cada uno andaba atareado haciendo diferentes tareas para poner la cárcel en funcionamiento: limpiaban, arreglaban desperfectos, ordenaban, hacían pedidos de cosas que faltaban.
Fue en esos días cuando conoció a Mario. Denis recibió un llamado, la orden de que fuera al pabellón oeste para averiguar la causa de un corte de luz en toda el ala. Se acercó cauteloso, porque nunca había estado tan cerca de un pabellón habitado. A la pared blanca, nueva, impecable, estaba amurada la caja de fusibles. Se acercó a corroborar su funcionamiento. A un par de metros, una reja separaba su pasillo de un corredor por el que transitaban los presos desde un área a otra del pabellón. Fue desde esa reja que escuchó su voz por primera vez: “Tenés la térmica baja”. Se sobresaltó. Detrás, con los brazos entrelazados con las barras de hierro, un hombre de ojos tan oscuros y profundos como los suyos lo miraba desde debajo de sus espesas cejas, afiladas estratégicamente para intimidar. Denis pensó que, justamente, no podía dejarse intimidar, en ese preciso momento en que estrenaba el contacto con un preso. Si fallaba ahora, su futuro como guardia se vería comprometido. Entonces respondió sin dejar que le temblara la voz, y con una fingida autoridad que le enronqueció el tono: “Espere que me fijo”. El preso lo había tuteado, pero él se le dirigía “de usted” para marcar la distancia. Entonces el preso acusó el golpe y retrucó a su vez “de usted”: “Yo le estoy diciendo esto porque soy electricista”. “Ah, ¿sí? ¿Y por ser electricista terminó acá?” El interno se encogió de hombros; probablemente le disgustó el comentario, pero estaba muy enfrascado en ganar la pulseada como para mostrarse derrotado tan pronto. Se quedó allí, mirando a Denis casi burlonamente, esperando con paciencia a que se resolviera el caso. Sintiendo la mirada divertida del preso en su nuca, Denis tanteó lentamente todos los tapones. Nada. Revisó la térmica. Estaba alta. Entonces se dio vuelta, con una sonrisa tácticamente regulada para no ser tan grande como naturalmente le habría salido, y con sorna le mostró: “No es la térmica”. Y se fue sin darle tiempo al otro de responder.
El hecho es que, como ya se dijo, al haber estado en la etapa de construcción de la cárcel, Denis conocía bien los recovecos que ocultaban las paredes, los trucos que habían tenido que poner en práctica para agregar nuevas líneas eléctricas que se habían decidido una vez cubierta la primera instalación, sin necesidad de picar el revoque. Llegó por el corredor a una nueva caja de la instalación eléctrica, la abrió y allí estaba: una llave térmica baja. “¡Qué lo tiró!” murmuró, girando sobre sus talones para cerciorarse de si alguien lo estaba viendo. El interno había tenido razón, y él, en su primer día, ya había perdido una pulseada. No tuvo más remedio de subir la llave, y los tubos luz retomaron su vibración metálica, y las paredes volvieron a emblanquecerse, y todo volvió a la normalidad. Regresó por el corredor, deshaciendo sus pasos. El interno seguía prendido a los barrotes de la reja, en el mismo lugar. “¿Y? ¿Era o no era una térmica?”. Le pareció una canallada mentirle, aun cuando no hacerlo significara la derrota. “Sí, era una térmica”. “Yo lo dije primero”; “Pero usted dijo que era la que está acá, le erró”. El preso volvió a encogerse de hombros, hizo un gesto parecido a una venia, que significaba a la vez un saludo y una rendición de respeto. Denis se alegró de haberle dicho la verdad, y de alguna manera se quedó con la placentera sensación de que había hecho bien: en realidad, había sido un empate, y era bueno que el hombre, estando preso, no perdiera en todas la oportunidades. Algo bueno acababa de suceder, algo justo, que emparejaba el mundo aunque sólo se tratara de un par de milímetros.
A partir de ese acontecimiento se fue desarrollando una especie de amistad, si es que podía llamársele de esa manera. Para empezar, Denis averiguó el nombre del interno. En algunos días se formarían los primeros reclutajes para las cuadrillas de oficios, y los guardias, si eran expertos en algo, podían formar su grupo de mano de obra para hacer trabajos en el edificio. Denis pensó en el recluso, y ahí supo que se llamaba Mario. Cuando llegó el día del reclutaje, lo llamó. Se dieron una entrevista, como se acostumbraba, y quedó integrado. La cuadrilla estaba formada por internos que tenían algún conocimiento acerca de electricidad. Otras cuadrillas se encargaban de albañilería, carpintería o plomería. Los integrantes eran todos hombres que conocían el oficio de alguna manera: lo habían realizado en algún momento de sus vidas, o habían tenido a algún miembro cercano de la familia que lo realizara, o mostraban algún tipo de interés por aprenderlo. La cuadrilla era una escuela, por decirlo de alguna manera, como habían funcionado en la Edad Media las corporaciones: con maestros, aprendices e intermedios, todos avocados a un mismo fin.
La cárcel era muy grande, y en pequeños detalles para reparar se les iba prácticamente todo el día. Pero Denis era, además, operador, por lo que tenía que repartirse entre la coordinación de las tareas de la cuadrilla y las propias del operador: acompañar a los internos en su día a día, estar al tanto de sus trámites (salidas, visitas, faltas y premios), percibir si alguno estaba enfermo aunque no lo dijera, si alguno tenía comportamientos sospechosos de depresión, para evitar intentos de suicidio, entre tantas cosas. Algo así como si actuara de vecino, médico, compañero de trabajo y abogado. No de amigo, porque eso no era saludable: amigo es a quien se le cuentan intimidades, y con esta gente no convenía abrir el corazón. Como los lobos: ellos jamás, como narra Jack London, exponen el vientre porque eso puede significar un sorpresivo destripamiento por parte de un enemigo inadvertido. Los perros, sin embargo, descendientes directos de los lobos, aprendieron en la amistad con el hombre a justamente ponerse panza para arriba para recibir sus más preciados mimos: la vulnerabilidad es la que hace a la amistad. Con esta gente que había cometido delitos, crímenes, sólo Dios sabía con exactitud cuáles, no convenía mostrarse vulnerable. No se puede exponerse a los goces de la amistad, porque ello equivale a mostrar las propias debilidades, y estos hombres pueden significar enemigos al acecho. Había que actuar como lobos.
En su papel cotidiano de vecino, médico, compañero y abogado, Denis se sentía excedido: no podía, además, ser capataz. Entonces se le ocurrió la innovación en el sistema: nombraría su propio capataz sustituto. Llamó a Mario y se lo propuso “yo no puedo estar en todos lados”. Pensó que Mario podría negarse. Podría tomarlo como un intento de cargarlo con más trabajo tras haber confirmado que no lo iba a defraudar. Se podría haber lamentado de haber mostrado sus conocimientos en el oficio; sólo había servido para ser aplastado por más trabajo.
Para su sorpresa, no fue así. Mario entendió que era más trabajo, que era mayor responsabilidad, menos tiempo libre. Lo entendió porque Denis se lo fue diciendo, detalle por detalle mientras lo miraba a la cara sopesando sus gestos: “Vas a tener que enfrentarte a los que haraganeen, como lo hago yo”. Y Mario sólo asentía. “Ajá” y “ajá”. Más tarde Denis lo entendió, cuando reflexionaba sobre los detalles de esa conversación. Claro que no se había negado. Porque desde el primer día, lo que entre los dos se había leído entre líneas era la intención de decir “acá estoy yo”. Mario diciendo que era electricista, y Denis asegurando que le había errado de caja de fusibles. En el fondo, no se diferenciaban en nada. Ambos querían mostrar que eran de alguna manera valiosos, importantes. Ahora, Denis demostraba que Mario lo era: era importante y valioso. ¿Cómo iba a rechazar el puesto, por más penoso que resultara? Tenía que mostrar todo de lo que era capaz, no perdería la oportunidad.
Así comenzó su compañerismo rayano en la amistad. No una amistad verdadera, porque nunca se mostraron frágiles uno con el otro, pero sí llegaron a contarse intimidades de la familia y el trabajo. Denis nunca supo qué delito había cometido Mario para encontrarse allí. Se intercambiaban alguna información sobre sus vidas fuera, “en el mundo real”, y lo único que Mario había querido transmitir era que él nunca había lastimado a nadie. Un día arriesgó a decirle: “Lo que se consigue en un robo, vos no lo ganás en un año”. Pero Denis no quiso dejarse impresionar, o por lo menos no quiso que se entreviera su sorpresa, por lo que no preguntó nada, y Mario no volvió a repetirlo.
Se despidieron un día en que Denis cambiaba de cargo. Iba a trabajar en otro sector, y ya no estaría en contacto con los internos y menos con la electricidad. Un par de años después, se le ocurrió preguntar y le dijeron que Mario acababa de salir. Nunca se volvieron a encontrar.
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