De madres e hijas
Mi abuela materna, en cuyo honor llevo mi nombre, era lituana de origen. Vivía con mi abuelo, polaco él, en la Villa del Cerro de Montevideo como la mayoría de los gringos provenientes de Europa del Este. Esta es la historia de su muerte. Perdón si los entrevero entre tanto "mi madre" y "su madre". Es que las historias de las generaciones, al mejor estilo de Esquilo, están imperiosamente entretejidas.
María Teresa, mi madre, nunca le perdonó a mi abuela que no se cuidara la salud, yo estoy segura, pero nunca se permitió decírselo a nadie, y a mi
abuela, menos. Mi abuela era gordísima, así me lo contó mi madre, y así es
evidente en las numerosas fotos con las que me tropezaba cada tanto tiempo
cuando aún vivía con mis padres. Era una mujer imponente, con una cara
anchísima y cuadrada, con un par de ojos severísimos mirando fijamente a la
cámara desde detrás de un par de anteojos, la boca pequeña y rígida, nunca
dejaba entrever ni un esbozo de sonrisa. Pero mi madre nunca me la describió
como alguien insensible o dogmático; al contrario, sus relatos sobre la abuela
fueron siempre matizados con un tono de voz amoroso, como si me hablara de un
profeta. Era la mujer más buena del mundo, eso decía mi madre siempre que yo le
preguntaba, y no sabía decir nada más. Imagino que tener como madre (que ya es
una figura de autoridad o al menos una figura frente a la cual uno tiene el
permiso de sentirse desvalido) a una mujer a la vez iluminada y estricta, tan
segura de sí misma que no se permitía la permeabilidad de una sonrisa, debió
haber sido una tranquilidad que abarcaba cada rincón de aire que mi madre
respiraba; nada quedaba libre de la opinión omnisapiente de esa profetiza, y
seguramente la liberaba de la responsabilidad de tomar sus propias decisiones.
Tal vez fue ese el momento en el que aprendió a depender, a obedecer, a
resignarse al mundo tal cual le era dado, porque durante toda su vida nunca
había necesitado pensar en nada.
Cuando mi padre le hizo aquella escena de celos que habría sido
inaceptable para cualquier otra novia de su edad, pero le contó a su madre y ésta dijo “es un buen muchacho, de esos que no son
comunes”, María Teresa no tuvo dudas de seguir adelante. Claro, habría sido fácil si su
madre siempre se hubiera quedado con ella, incluso si me hubiera visto nacer y
me hubiera tenido en brazos cuando mi madre, exhausta, suplicaba dormir una
siesta. Quién sabe si yo misma no habría sido una persona más segura si hubiera
sido mirada por esos ojos de mi abuela, esa mirada que si te decía que eras la
cosa más hermosa sobre la Tierra, tendrías que creerle. Pero las cosas no son
como no son.
Mi abuela tenía un ultimátum del médico de cabecera: esa agitación, esa
respiración entrecortada cada vez que subía a la azotea a colgar ropa, se
solucionarían en parte si bajaba de peso y si dejaba de hacer esfuerzos
innecesarios por un tiempo mientras se regularizaba su peso y su circulación;
de lo contrario, su vida peligraba; su corazón iba a fallar. María Teresa
sospechaba el final trágico y se desvivía por su madre. Le lavaba los platos,
le colgaba la ropa, le limpiaba la casa. Pero algo en lo que nunca pudo
interferir fue en su cuidado de las plantas. Su madre tenía dos mesas improvisadas
con tablas gruesas y larguísimas sobre caballetes: una afuera, en el jardín, y
otra dentro, en la cocina. Las plantas, decía, necesitaban luz y aire de día,
pero protegerlas de las heladas en la noche. Entonces cada mañana, a las seis y
media de mañana, antes de que cualquier miembro de la familia se hubiera
levantado, ella sacaba maceta por maceta de la cocina hasta la mesa del jardín.
Había macetas pequeñas, con tímidas hojitas recién despuntando, producto de un
reciente transplante, y las había enormes, pesadísimas, llenas de la mejor
tierra negra para su mayor esplendor. Había afelandras y lacitos de amor en
macetas medianas, pero también esqueletos de caballo gigantescos, y palmas, que
la hacían resoplar mucho más que cuando subía con los baldes con la ropa mojada
a la azotea. Tenía cerca de tres docenas de macetas, que cada amanecer y cada
atardecer sacaba y entraba, sacaba y entraba, apoyando los bordes de las
macetas más grandes contra su tripa abultada, rodeándolas con sus brazos
gelatinosos. María Teresa estudiaba en el conservatorio de música en la
nochecita, por lo tanto nunca estaba presente cuando su madre entraba las
plantas. Se acostaba muy tarde mientras el ómnibus llegaba al Cerro, cenaba y
ordenaba sus partituras, repasando para no olvidar lo que había que hacer para
el día siguiente. Cuando lograba abrir los ojos a duras penas a las siete de la
mañana, ya escuchaba a su madre en la cocina haciendo el mate, y, por supuesto,
las plantas ya estaban todas en su lugar bajo el sol o la lluvia, que, decía,
también les hacía bien. Su amor eran las plantas, y en eso María Teresa nunca
pudo seguirle el ritmo; no pudo ayudarla y yo estoy segura de que en el fondo
de su corazón le guardó por siempre el rencor de haberlas querido más que a
ella misma.
Por el mes de noviembre de 1967, seguramente debido a que por carta mi
abuela se lo había contado todo, llegó de la ciudad de San Pablo, donde vivía, la tía de mi
madre, con el pretexto de que venía a ayudarla a preparar la boda de mis
padres, que estaba planificada para febrero. Esa era la fachada del viaje de la
tía, pero María Teresa sospechaba que algo andaba muy mal. Su madre visitaba al
médico más de una vez por semana, y la tía llegó de Brasil con una cajita con
unas píldoras verdes mágicas, y en lituano, como hablaban las hermanas, le
explicaba que tenía que tomar una por día sin faltarle ninguna, y que cuando
terminara la última, habría sanado. “Es de esas cosas que hay en Brasil”, dijo
la tía, y la madre acató como palabra santa.
Era realmente muy extraño para María Teresa que la tía hubiera venido a
ayudar a preparar la boda tres meses antes de la fecha fijada. Era,
simplemente, una exageración disparatada.
Pero lo cierto era que la tía había generado un muy buen clima en la
casa, y la salud de la madre parecía haber mejorado. Seguía entrando y sacando
plantas, pero cuando María Teresa se levantaba de mañana y las veía tomando
mate juntas en el patio, se sentía más tranquila, como si hubiera podido
delegar en alguien más el cuidado de ese ser que le servía de sombrilla y
paraguas y nido, que era su madre. La tía no conocía el mate, que era una
costumbre uruguaya y “gaúcha”, pero no lituana ni paulista, por lo tanto cuando
sorbía de la bombilla ruidosamente ambas reían hasta que les saltaban las
lágrimas. Entonces María Teresa se sentía más segura. Cada noche antes de
acostarse, iba a darle un beso a su madre, que ya estaba en la cama, con su
padre ya roncando a su lado, y la veía en el preciso momento en que se tomaba
la pastillita verde.
La víspera del final, María Teresa fue a darle a su madre las buenas
noches y ésta estaba a punto de meterse la pastillita en la boca. Teresa se
acercó distraídamente, como siempre, terminando de quitarse con los ojos
cerrados el maquillaje de los párpados con un algodón, y se inclinó sobre la
cama, buscando la frente donde depositar un beso. Pero sus labios erraron a su
ciego objetivo y se chocaron con la mano temblorosa que iba camino a la boca
con la pastilla verde entre el índice y el pulgar. La píldora salió volando,
para terminar rodando –así la oyeron- sobre el piso de listones de madera. Primero
se rieron. María Teresa se agachó y la buscó debajo de la cama. Luego pidió la
linterna que la madre tenía en la mesita de luz, por las dudas. Todo en
silencio, para no despertar al padre. Al final prendieron la luz del techo,
para buscar por todos lados, aunque el padre no se percató.
-Creo que la oí rodando hasta el otro lado de la cama.
Nada. La pastilla había desaparecido.
Como un presagio, la madre dijo:
-Era la última. Mi hermana insistió en que tomara hasta la última, que al
otro día sanaba. Pero si no…
-Si no ¿qué?
-No sé.
No podían preguntarle ahora, porque la tía dormía en “la casilla”, una
construcción de dolmenit que el padre
había levantado para guardar herramientas en el fondo, muy cerca del
parrillero, para tener a mano los utensilios para hacer asado, las sillas y la
mesa plegable para comer en el fondo y un bañito y cocinita para no tener que
cruzar el enorme fondo cada vez que hacían un almuerzo o cena en el parrillero.
Allí también había un viejo sillón que podía usarse como cama, y la tía había
decidido molestar lo menos posible a la familia y acomodarse allí. Para llegar
a donde estaba la tía, había que atravesar todo el fondo. Un caminito de piedra
laja flanqueado por yuyos desprolijos y adoquines desprolijamente puestos, que
en las noches sin luna se hacía difícil sortear. Además, no tenía sentido ir a
preguntarle a la tía a esas horas qué pasaría si no se tomaba la última
pastilla. De hecho, dijera lo que dijera, la pastilla se había perdido
definitivamente.
Se fueron a dormir.
Estaba todavía muy oscuro cuando María Teresa se despertó sobresaltada,
sacudida por su padre que le decía “Teresita, Teresita, tu madre está teniendo
un ataque de algo”.
Descalza saltó de la cama para ir a verla. La tomó por los hombros, la zarandeó,
le gritó “mamá” varias veces. La madre abrió los ojos, pero no respiraba bien.
-Mamá, voy a llevarte al hospital.
-No, Teresita. Yo me voy a morir en mi casa.
A María Teresa se le encogió el corazón.
-Vos no te vas a morir, mamá, por lo menos no hoy.
Y salió corriendo. No daba tiempo de ir al fondo a buscar a la tía. Dejó
al padre, inútil, allí parado observando a la madre, estrujándose las manos sin
saber qué hacer, y corrió a la calle, olvidando que estaba descalza, a la casa
de los vecinos también lituanos que vivían a una cuadra y eran los únicos que
tenían auto y teléfono. No había timbre en esa época. Golpeó la ventana,
congelándose en su camisón de manga corta y los pies helados sobre la vereda.
Cuando reaccionaron, les gritó tras el vidrio: “Mamá está muy mal, por favor,
llamen por teléfono a Víctor para que me acompañe, y llévennos a la
Asistencia”. Así llamaban en esa época a la policlínica de Salud Pública, por lo menos en el Cerro.
Víctor era un amigo de la familia que vivía un par de cuadras más allá, y
era estudiante avanzado de Medicina. Podía ser de alguna ayuda.
El Cerro comenzaba a despertar a esa hora, las seis de la mañana, cuando
los primeros obreros salían de sus casas para tomar el ómnibus e intentar llegar
en hora al trabajo, que casi siempre quedaba del otro lado de la bahía. Algunos
vecinos miraron muy extrañamente a los dos jovencitos, Víctor que corría
abrochándose el cinturón y con los cordones desatados, y María Teresa, que iba
hacia él descalza e inapropiadamente vestida. Pero para ellos dos, nada de lo
que sucedía alrededor era relevante. Mientras el vecino arrancaba el Chevrolet,
María Teresa y Víctor ya habían entrado en la casa y obligaron a la madre a
ponerse de pie, le calzaron sus pantuflas, le pusieron un tapado, y la
llevaron, dándole apoyo uno de cada lado, hacia el auto que ya esperaba en la puerta.
La Asistencia, que quedaba a unas diez cuadras, no estaba lejos para un
auto; seguramente llegarían a tiempo. Pero la madre iba musitando: “Déjenme
morir en mi casa”.
La sentaron en el asiento de atrás, entre Víctor y María Teresa. El
vecino manejaba despacio, intuitivamente para no alterar el estado ya delicado
de la madre. María Teresa llevaba la mano de su madre apretada sobre su falda.
La madre seguía susurrando ya inaudiblemente, pero su mano peleaba despacito
con la mano de su hija, tratando de soltarse, o enredarse en ella, vaya uno a
saber. Hasta que se detuvo. A María Teresa el corazón le dio un vuelco:
-Víctor, ¿qué pasa?
-Nada, Teresita, quedate tranquila y callate.
Para cuando llegaron, los médicos corroboraron que había muerto.
Mi madre nunca superó algunas cosas: primero, el haber presenciado la
pérdida de la última pastilla verde. Cuando se lo contó a la tía, ésta no dijo
nada, pero la mirada sombría dirigida al suelo le respondió que ésa era la
causa de la muerte. Yo no lo creo, pero las pastillas venían de Brasil, donde
la superstición abunda, y las instrucciones que le dieron a la tía debieron ser
muy claras. Segundo, nunca olvidó que su madre había querido morir en su casa,
pero no lo logró, porque ella misma la había obligado a salir de la cama y
caminar hasta el auto. Yo le dije, a medias, completando mi mensaje a lo largo
de mi vida, a medida que mi madre iba de a poco completando su historia y
agregándole partes mientras pasaban los años y yo crecía, que ella no era
responsable, que la superstición no era respuesta ni explicación de nada, y que
el obligarla a subirse al auto había sido un acto de amor, de esperanza, porque
no había renunciado a la vida de su madre. Pero creo que no le sirvió. Me pasé
la vida tratando de serle útil, de consolarla, de alegrarla, pero nunca pude
hacerlo. Ella morirá con esa culpa, y yo con la mía propia.
No había leído ésta historia que escribiste hace ya tiempo. Es muy conmovedora. No sabía nada de tu abuela materna. Aunque no se si sea totalmente cierta, no deja de impactarme. Como muchos de tus relatos no puede parar de leerlo, y a pesar de ser trágico aprecié mucho el humor que tiene. Gracias amiga por llenarme de emoción
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