Un buen trueque

Cuando empezamos a venir las primeras veces a la casa recién hecha en Playa Hermosa, alrededor era una selva de yuyo y barro. En un terreno frente al nuestro hay unos vecinos mayores, gente de chacra, sencilla y directa. No los conocíamos, pero vimos su pericia y le fuimos a pedir consejo sobre cómo empezar para armar un cierto jardín, que por el momento parecía imposible. El hombre, Miguel, sexagenario, una enorme panza pero hombros de remero, le prestó a Gustavo​ una bordeadora a nafta que había que colgársela con unas correas de cuero de tan pesada que era... Le dijo que si empezaba descabezando las margaritas asquerosas, esas que salen de las plantas pinchudas e invasivas, ya era un gran paso. Le enseñó a usar la bordeadora, y esperó a que se la colgara, la encendiera y cobrara sus primeras víctimas. Entonces se fue. Le dijo "usala todo lo que quieras, yo no la necesito hoy". Gustavo le daba sin ton ni son alrededor de toda la casa, ¡era verdaderamente una selva! Y se cansaba, le empezaba a matar la espalda de cargar con la máquina con sus correas y la tensión nerviosa de manejar bien una herramienta desconocida y ajena, que además hacía un ruido ensordecedor... Y la apagaba. Se apoyaba contra la pared de la casa para descansar un poco. Entonces veíamos aparecer corriendo a Miguel, desde su casa. Había escuchado el repentino silencio. "¿Qué pasó, muchacho?" "¿Se te trancó?" "¿Te cansaste mucho?" "Dame que te ayudo", y se la quitaba y quería seguir él mismo, y Gustavo peleando para que el viejo se fuera tranquilo. ¡Sólo quería descansar un poco! Así sucedió como tres veces en la mañana. Gustavo se vio forzado a terminar en unas pocas horas el trabajo de todo un día, porque Miguel estaba tan ansioso escuchando el sonido de su máquina a lo lejos, tan útil quería que resultara su colaboración, que aparecía corriendo cada vez que volvía a escucharla en calma. Bueno, la selva comenzó a acobardarse desde ese día, y  a cambio, la ternura por los vecinos nació en nosotros. Un buen trueque.

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