Mundo aparte




Isabel se despertó a las cinco de la mañana, y se levantó un rato más tarde. No porque fuera necesario, sino porque no pudo volverse a dormir. Su compañera de habitación, por suerte, no se enteró de nada. Le mortificaba la idea de despertarla a su vez, de arruinarle el sueño.
El día anterior Isabel había pasado todo el tiempo encerrada en el hotel, puliendo la conferencia que daría al otro día. Declamándola, practicando los énfasis y tonos de voz para que fuera inteligible para el público brasileño. ¿Todos entenderían español? Portuñol, seguro, pero ¿llegarían a comprender las sutilezas de sus argumentos sobre la relevancia de la discusión sobre derechos para la filosofía política? Que la entendieran era crucial. Era un argumento que venía pensando hacía varios años, y ahora había encontrado una ejemplificación extraordinaria en la legalización del matrimonio igualitario. ¿Sería claro el planteamiento? Y el lenguaje… ¿tendría que hablar demasiado rápido para poder comprimir todo el argumento en el tiempo asignado, y entonces no le entenderían? ¿O hablaría lento y le obligarían a cortar la presentación antes de llegar al clímax?
La semana anterior no había tenido tiempo de preparar como habría querido. Por suerte su compañera de habitación parecía tener una paz infinita, como si pudiera regalarla toda y quedarse con aún más para sí misma. Isabel no podía decidir si esa paz provenía de una actitud de vida en general, o de una cierta irresponsabilidad en esta situación en especial, porque de hecho no se lo tomaba del todo en serio. Ya había dicho que venía a este evento porque la habían invitado y tenía todo pago, pero que no le interesaba nada lo que su paper, antiguo y repetido mil veces, provocara en un auditorio que hablaba portugués, que por lo tanto entendería sólo la mitad. Por eso, Isabel se inclinaba a creer que era la segunda opción la que dotaba de esa aparente paz a su compañera. De hecho, la compañera en cuestión en el aeropuerto había mostrado una casi imperceptible crisis de nervios por no encontrar una crema de enjuague barata en el free shop, que no había llegado a empacar. Por lo tanto, no se trataba de ninguna monja budista.
De cualquier manera, fue por esa aparente imperturbabilidad que la compañera fue quien hizo los mandados esa tarde en que Isabel permanecía encerrada, y además dio una caminata hacia la universidad, para explorar los alrededores y que al otro día el tiempo y los laberintos de calles desconocidas no las tomaran por sorpresa.
Isabel se quedó. Encerrada, concentrada, atormentada, minuciosa como una araña tejiendo su tela de la que sabe que depende su vida.
Cuando la compañera volvió, se tiró sobre su respectiva cama, sin aliento, porque había caminado durante dos horas bajo un sol intransigente. Tomaba agua del pico de una botella de plástico, comía cuadraditos de un chocolate que había comprado en el free shop, y la escuchaba, cronometrándole el tiempo y señalándole las partes en que el lenguaje no sería demasiado claro para el público.
Al terminar, celebraron con una botella de vino caro, que más tarde escondieron en el fondo de la papelera, como si la mucama, a la mañana siguiente, no fuera a encontrar al limpiar la basura en último lugar la prueba del delito. Se quedaron conversando horas, confesando miedos y amores, y terminaron mirando un documental sobre anorexia y bulimia, que si bien ninguna de las dos sufría, bien podrían estar al borde, justo ahora cuando los rollos de la cintura se hacían progresivamente más difíciles de erradicar.
A la mañana siguiente, el taxi se atascaba en el tránsito mientras los corazones se desbocaban. La presentación era a las 10y40 horas.  Llegaron con grandes lamparones de sudor bajo sus axilas, a las 10y35. Llegaron. Se dirigieron desde el taxi  hacia el auditorio de la Facultad de Filosofía, que la compañera el día antes había aprendido a localizar rápidamente, por si esto ocurría. Iban a hacer su entrada triunfal, empujando la pesada puerta. Aquí estaban, las uruguayas, prontas para cumplir con el honor que se le había otorgado a una de ellas: inaugurar las jornadas, según el programa.
Empujaron con asertividad la puerta. Dentro había claramente otra conferencia en marcha; un público nutrido estaba levantando la mano para turnarse en las preguntas.
“Acá no es” dijo la compañera. “Hay otra conferencia, todavía no empezó”. Pegado sobre la puerta del auditorio, un cartel con los horarios de las Jornadas leía: “9:00 – Apertura. 9:30 – conferencia inaugural”. A esa hora había estado sonando su despertador.
Ellas no habían recibido esa parte del programa. “¡Qué mal!” se lamentaron. “¡Fuimos invitadas y no estuvimos en la conferencia inaugural! ¡Qué vergüenza!” Lo que más lamentaba la compañera, sin decirlo, era que la conferencia de Isabel no era la inaugural, como había creído.
En unos minutos vinieron a recibirlas los encargados del evento. Dos hombres. Las invitaron a entrar. El auditorio estaba poblado de hombres. El pelo alborotado de una única estudiante brasileña sobresalía entre las cabezas de los hombres. Un mundo de hombres.
Isabel expresó todo su sentimiento: “Perdón, lamentamos no haber estado en la apertura, pero no teníamos esa parte del programa”.
Y el hombre rió y dijo: “No es nada grave”.

P.D.: Un día después, la compañera, que había aparentado indiferencia hacia el evento durante todo el transcurso de las jornadas, fue sorprendida en su ponencia por una pregunta por parte de un hombre que le exigía la definición de algo que no era parte de su presentación. No debería haber respondido, debería haber puesto en evidencia la irrelevancia del comentario. Pero no supo cómo, e intentó responder con lo primero que se le pasó por la cabeza. El hombre hizo un gesto de incredulidad. Ella terminó llorando ante Isabel durante el almuerzo. No era ni tan indiferente ni tan irresponsable. Y bueno, son mujeres, aunque nada de lo que les pasa parezca grave. 

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