Mujeres de todos los colores - Hermano


(Si te interesa esta temática, podés leer mis relatos anteriores sobre este taller con mujeres sin techo echando un vistazo a todas las narraciones que se abren debajo de ésta haciendo click aquí

Esta semana (mediados de abril de 2010) tuve que cambiar por motivos de trabajo el horario del taller para los jueves. Por teléfono la coordinadora me dijo que sí y me agendó, pero no se acordó que los jueves tempranito hay otro taller, por lo tanto hoy, la primera vez que voy un jueves, mis mujeres no están, pues han salido con la coordinadora del otro taller a tomar un desayuno juntas.  La que sí está, para mi sorpresa, es Silvana. No la veo desde el año pasado. Ella debería estar haciendo horas extra en su trabajo esta mañana, pero son opcionales y me dice que prefirió no ir. Tampoco participó del taller que en este momento está llevando adelante un desayuno. Me pregunto, desde mi ilusión vana de que hago algo por ellas que no pasa desapercibido, si no se habrá quedado especialmente para verme en privado. Las demás mujeres, Verónica y Estela, en la reunión pasada me comentaron su antipatía por Silvana. Las educadoras, por su parte, me dijeron que Silvana pocas veces podrá venir a mi taller, porque de mañana hace horas extras opcionales que le favorecen mucho desde el punto de vista económico. Es una casualidad que hoy, cuando no están las compañeras antipáticas, Silvana deja de hacer sus horas extras y se recluye por un largo rato conmigo en la salita de juegos. ¿Es una casualidad? Me ilusiono pensando en que ella quiere verme, que necesita mi taller, pero lo quiere hacer libre de las miradas censuradoras de sus compañeras que no la quieren bien.
Se sienta a mi derecha, sobre la típica sillita, frente a la mesa bajita. No dice nada. Le pregunto cómo está y responde “bien”. Le pregunto por sus hijos y me dice “bien”. Está mirando fijamente la mesa, con los dedos de las manos entrelazados. Lleva puesto un “canguro” de tela polar oscura con una capucha que le ensombrece el rostro. Con esa ropa y gran parte de su cabeza oculta bajo la capucha, no puede saberse si se trata de una muchacha o un muchacho. Pienso al mirarla que los guardias de seguridad de una tienda no le permitirían la entrada con esa apariencia. Hoy sus ropas y su actitud se corresponden perfectamente con las de los “otros” de nuestra sociedad, esos que, junto con su marido, a veces están en la cárcel y a veces causando estragos en la tranquilidad de la ciudad. Pero en ella es sólo una moda. Es la única apariencia que conoce que es capaz de hacerla pertenecer al único grupo al que ella pertenece, o cree que podrá jamás pertenecer. Mi tarea es mostrarle que puede pertenecer a otro grupo. Que puede ponerse un vestido, un perfume y una cartera y salir a sonreírle a cualquiera. Pero para eso todavía falta mucho.
Me dice que está viviendo en un hogar transitorio del Estado con otras dos madres con niños, aprendiendo a administrar una casa por sí mismas, hasta que se sientan prontas, económica y afectivamente para alquilar su propio lugar. Sus hijos van a la escuela, y como ésta comienza y termina en horas que Silvana está trabajando, ella cuenta con el centro diurno para dejarlos allí hasta que la bañadera los pasa a buscar, y para que la esperen allí al final de la jornada. El centro le da el capital social (el papel de tías y abuelas que Silvana no tiene) que necesita para llevar adelante una vida relativamente normal.
Mientras me cuenta todo eso, se distrae hurgando con los dedos de una mano en la piel de su antebrazo. Es como si se arrancara pedacitos de piel, cascaritas de una herida endurecida y ennegrecida. Pienso en los cortes que se hacen los jóvenes recluidos y le pregunto qué tiene ahí. Se arremanga y me muestra una cáscara dura y oscura que se distribuye en la forma de tres grandes letras góticas que trepan por su antebrazo. Me dice que es un tatuaje. “Me lo hizo mi hermano”. Yo no sabía que Silvana tuviera un hermano. El año pasado me había hablado de una hermana, pero no sabía nada de un varón. Me recuerda entonces que su madre, al abandonarla, tuvo otra familia en Buenos Aires, que abandonó a su vez para volver a Montevideo a reclamar a Silvana a sus abuelos, y el resto de la historia es conocida. Uno de estos hermanos, Javier, de veintidós años, hace poco tiempo supo de la existencia de Silvana y vino a conocerla en Montevideo. Me imagino las escenas a medida que me las cuenta.
Silvana recibió una llamada a su celular pero no llegó a atenderla. El número que quedó registrado como “llamada perdida” es uno que le pareció familiar, pero como no lo tenía en su lista de contactos, desconfió. Desconfianza que la acompaña siempre, desde el principio de su existencia. Un día después, el número apareciendo intermitentemente en la parte conciente de sus pensamientos, recordó la característica que sólo pertenecía a una persona de su familia que podía querer llamarla alguna vez: su tía. Probó a llamarla, pero nadie atendió. No pudo sosegarse. Por varios días acechaba entre sus pensamientos la inexplicable urgencia de llamar a su tía. Sentía que debía llamarla. Pero después del primer intento fallido, su coraje la abandonó y sus dedos no tenían fuerza para discar el número. Es que hacía años que no hablaba con su tía, la hermana de su madre. Una llamada de ella sólo podía significar algo trascendente: un nacimiento, o una muerte. Por eso no la abandonaba, como un moscardón empecinado, la idea de que tenía que llamarla, aunque no podía. Finalmente, la tía solucionó el problema por ella. Esa noche, Silvana estaba a cargo de servir la cena en el refugio nocturno, donde aún se guarecía, justo antes de ir a la cama. Sonó el celular y, otra vez, el número que comenzaba con la conocida característica de la zona donde vive su tía. Con un gesto que revelaba la importancia de la llamada, dejó a su compañera responsabilizada de repartir los últimos platos de comida.
-¿Qué pasa, tía? –me la imagino preguntarle, con su característica frialdad, que no necesariamente implica desapego.
La tía le contó que uno de sus hermanos de Buenos Aires se encontraba en Montevideo; había venido especialmente para conocerla. Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Silvana. Una esperanza. En sus grises días de madrugones, trabajo, mochilas de hijos que no siempre entienden que es su deber ir a la escuela y el liceo y por eso tiene que pelear con ellos, miradas inhóspitas en los lugares de estadía diurna y nocturna, que alguien hubiera viajado de otra ciudad especialmente para conocerla es un alivio, un vaso de agua bajo el sol sofocante, un bálsamo fresco sobre una herida ardiente.
Se conocieron al otro día. Salieron a caminar horas y horas, ninguno de los dos tenía dinero para sentarse a tomar algo. El hermano no es de una franja social muy diferente, pero tiene una casa y una mujer que allí lo espera. Le contó a Silvana que sus familiares en Buenos Aires lo intentaban disuadir de su viaje. “Silvana es muy diferente a nuestra familia”, le decían, “vive en la calle”. Como si eso fuera una prueba de su inferioridad, de su diferencia. A él no le importaba nada. Estaba en una etapa conflictiva con su mujer, y un viaje podía acarrear el cambio de clima que finalmente traería la claridad y la paz. Tiene sólo veintidós años, y crisis de esa índole son comunes a su edad.
Se vieron casi todos los días. La madre de Silvana, que a la distancia le había asegurado a Javier que lo recibiría en su casa, al llegar él le prohibió la entrada. Le digo a Silvana que recuerde nuestra conclusión tras una charla el año pasado: esa mujer está mal de la cabeza, y lo sigue estando. Silvana sonríe amargamente. Creo que le satisface de alguna manera ver que los hijos que su madre tuvo en Buenos Aires no tienen un trato privilegiado; son rechazados de la misma manera que lo es ella. Para mantenerse en Montevideo durante su viaje, Javier entonces debe trabajar, porque vino con la intención de quedarse dos meses en la casa de su madre, pero ahora, sin alojamiento ni comida, debe buscarse el sustento. El marido de la tía, albañil, lo ha ubicado en una casa que está construyendo. Allí Javier trabaja todo el día, se gana su sueldo, y de noche duerme como sereno. Con eso ha solucionado la inesperada locura de la madre. Inesperada para él, que no la ve hace muchos años; para Silvana esos desplantes son cuestión de todos los días.
En sus encuentros, él le ha dicho que sabe tatuar. Ella le pidió que le tatuara las iniciales de sus hijos, lo más importante que Silvana tiene, el motor que la mantiene funcionando, trabajando y lejos de la droga. Javier aceptó. Es la cascarita que hoy se está quitando frente a mí. Bajo la costra oscura, hay una piel lisa con las líneas azuladas de la tinta: tres letras góticas bajan desde su codo hasta su muñeca. Las iniciales que la acompañarán, pase lo que pase, hasta el día de su muerte.
Me dice que el día que conoció a Javier se puso a escribir sobre él en el cuaderno. Le pregunto si lo tiene a mano, me dice que no. Le pido que me lo traiga, pero se niega, alegando que no está terminado. Su vida no está terminada, pero yo, fisgona, me muero de ganas de leer lo que ha escrito sobre su hermano. Hermano. La palabra hermano significa en su vida casi tanto como la palabra hijo. Le da un sentido, le recuerda quién es.
Las demás mujeres acaban de llegar del desayuno. Estela entra a la sala de juegos y al ver a Silvana se va de inmediato, sin siquiera saludarme a mí. Silvana me dice que se retira, porque las demás no vendrán si ella sigue ahí. Yo le digo que no me importa, que ella llegó primero. Se sonríe, casi imperceptiblemente, como si se sonriera a sí misma, para sus adentros. Es la satisfacción de saber que yo, hoy, la prefiero a ella frente a las demás. “Pero es que en un rato entro al trabajo”, me dice insistiendo. La dejo ir.
Una vez que se ha marchado, Estela entra y me saluda. Hoy está maquillada y vestida bonita, con vaqueros nuevos y una polera ajustada al cuerpo. Veo que lo que la semana pasada interpreté como gordura, es en realidad un embarazo. Se lo digo y ella me cuenta que espera mellizos. Tiene una cara de alegría ambigua, como si estuviera orgullosa de su fecundidad, pero a la vez estuviera asustada. No es para menos. Mellizos, en situación de calle, es una desolación inconmensurable, pero a la vez es la esperanza que, como siempre, da sentido a su vida. Como una planta que brota sola en un terreno de tierra resquebrajada, seca; sola pero con su belleza inexpugnable de vida.
Verónica entra y me dice que ahora tiene que encargarse de su bebé. Lo había dejado durmiendo, pero ahora le tiene que dar la teta y cambiar los pañales. Me quedo sola con Estela. Terminamos la historia de Rebeca con su casamiento con su hermanastro José Arcadio. No hay mucho para conversar entre nosotras dos, por lo que doy por terminado el taller. El jueves que viene será más puntual y seremos más.

Comentarios

  1. Me encanta tu estilo, Helena. No dejes de seguir esta novela. Tiene tantas puntas buenas para seguir... Además, escribir bien narrativa en 1era persona es dificilísimo y a vos te sale naturalmente. Un día no muy lejano verás esta novela en la calle. No importa si no sos famosa, importa que escribís bien. Acordate del tango: "La fama es puro cuento". Ojalá pudiera ser yo quien te la editara. Sería un mutuo sueño cumplido. Besos y abrazos desde lejos, tengo una gripe de novela.

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  2. Muy bueno, emocionante y atrapante.

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    1. Gracias, Gabriel, ¡por ser una voz en el silencio cibernético! ¡No estamos solos, entonces! ;-)

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  3. ¡Me encantó! Muy linda narrativa, fue un placer leerlo y me gustaría seguir leyendo más cosas sobre este taller, está muy interesante.

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    1. Mil gracias por el comentario! Prometo seguir subiendo cosas...

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