Mujeres de todos los colores: calle y cárcel
Dos mujeres leyendo - Picasso 1934 |
Primer martes de abril de 2010. Comienza un nuevo año lectivo del taller de narrativa en el refugio para mujeres sin techo. Aquí me
encuentro, sentada a la mesa bajita pero amplia de siempre, sobre una sillita
para preescolares, mirando a mi alrededor donde los mismos armarios del año
pasado soportan libritos de lectura viejos, juegos de caja y útiles de
expresión plástica. El techo, altísimo, me entretiene un rato con sus arcos de
bovedilla, pero termina dándome dolor de nuca. Estoy pensando en que no vendrán nuevas alumnas este año, y que tendré que
irme con las manos vacías, en que el proyecto quedará en la nada y también
estas páginas. Pero de pronto el vidrio de mi soledad estática se hace añicos
con la entrada de dos mujeres, que se sientan a ambos lados de la mesa; yo me
había ubicado en la cabecera, de frente a la gran puerta de dos hojas; ellas se
ubican a cada uno de mis lados. La primera en entrar es una jovencita de pelo
castaño, muy corto y erizado, como las plumas de un gorrión en invierno. Bajita
y fornida, entra rápido y al pasar atrapa con su mano un oso de peluche blanco
que está en uno de los estantes que nos rodean. Se abraza a él y se sienta con
el muñeco en la falda. “¿Puedo participar con mi hijo?”, me dice en broma,
señalándome con sus ojos al oso. Yo me río y le respondo que con un hijo tan
juicioso no hay problema. Le pregunto y me dice que se llama Verónica. La otra
es una mujer mucho mayor. Estela, dice. Incluso mayor que yo, deduzco por la
dureza de su mirada y la perpetua tensión en su mandíbula. Rato después me
entero de que tiene mi edad, aunque seguramente cada uno de sus años vividos
representa varios de los míos. Tiene un rostro que me parece muy familiar. Ya
sé que la he visto antes en el centro diurno, pero no es eso lo que siento.
Tengo la extraña sensación de que su rostro me ha acompañado desde el comienzo
de mi vida, que sus misteriosos ojos negros me han mirado desde que tengo
memoria, pero es una sensación que no puedo explicar.
Les cuento, ya que son
prácticamente nuevas en el taller –el año pasado compartieron algunas clases
porque se encontraban dando mamadera o teta en la sala contigua a nuestro
comedor, y sus miradas esquivas muchas veces se habían cruzado con la mía- que
la finalidad del taller es ejercitarlas en la escritura, tanto manual, para que
recuperen los movimientos que tal vez desde su última oportunidad en la
educación formal han hecho, como de la imaginación, para darles una herramienta
con la que escapar cuando la vida cotidiana se hace demasiado dura, o como
legado, para dejarles a sus hijos y nietos lo que quieran plasmar en una hoja
de papel. Creo que es esta última meta la que más les gusta, pero es la primera
a la que asienten con más certeza, como si estuvieran programadas para aceptar
lo que se les da desde la educación formal, pero tuvieran la opinión de que el
alivio de sus presiones diarias no fuera una tarea que valiera la pena. Después
de todo, esas presiones las han acompañado toda la vida; si han sobrevivido, no
hay razones para cambiar.
Les he traído a García
Márquez. Me ha costado poco encontrar anoche una lectura que les podría gustar.
El año pasado invertía horas enteras revolviendo en mi biblioteca, devanándome
los sesos acerca de lo que podría llegar a gustarles o motivarlas. Este año me
siento más segura. Creo que las conozco un poco más. Anoche, hojeando Cien años de soledad me dí cuenta de
inmediato de lo que podría gustarles: la historia de Rebeca. Huérfana que llega
a Macondo desde quién sabe dónde, cargando con los huesos de sus padres, que
come tierra y cal que descascara de las paredes y habla el lenguaje de los
indígenas. Empiezo a leerles y se interesan al instante. La orfandad de Rebeca
se les hace familiar. Viene con un talego donde cloc-cloquean los huesos de sus
padres. Me detengo en la lectura y las miro: les digo que no sé lo que es un
talego, pero que deduzco que es una especie de caja. Estela me dice que talego
es una palabra de origen indígena que representa una caja para guardar joyas,
como un alhajero. Me quedo pensando en su insólito conocimiento, pero no
permito que se note, y continúo. La historia se concentra entonces en la manía
de Rebeca de comer tierra y cal que arranca de las paredes. Otra vez Estela me
interrumpe. Me dice que durante sus embarazos, ella hurgaba con las uñas entre
los ladrillos de su casa para comerse el cemento que de allí extraía. El médico
le dijo que era por falta de calcio. Esta sesión del taller se pone
interesante. Mis discípulas tienen muchas ganas y necesidad de intervenir.
Verónica dice que sus hijos gustan de comer tierra.
-Pero eso trae parásitos
– le dice Estela. Y comienza a discurrir acerca de los síntomas y las
soluciones para el problema de los parásitos. Tiene una experiencia vastísima.
Sigue pareciéndome mayor, ahora mucho mayor, como milenaria. La respuesta me
llega en el siguiente párrafo. Úrsula Iguarán, para que Rebeca deje sus vicios
de mal comer le prepara unos brevajes extraños. Me detengo allí y les digo que
esto me recuerda a los remedios raros que me preparaba mi abuela, que una vez
me embutió miel con cebolla para la tos, que vomité inmediatamente, y otras
veces me había contado que en Polonia para detener hemorragias agarraban un
pedazo de miga de pan, lo envolvían en una tela de araña que encontraban en
cualquier establo, y lo aplicaban sobre la herida: santo remedio. Estela
también lo sabe. Y sabe muchas cosas más.
-Es que el padre de mi
padre era indio.
El rompecabezas se
aclara, como cuando una ficha central cae en su sitio, y toda la imagen cobra
de pronto sentido. Ahora entiendo por qué me parece conocida su cara, por qué
sus ojos negros me dan la impresión de haberme estado observando desde mis
primeras memorias. India. Tiene, camuflada entre los rasgos blancos, una
inconfundible impronta indígena. La cara ancha, los pómulos altos y salientes,
los ojos negros, el pelo lacio que lleva atado atrás en una cola, es la imagen
que he visto cientos de veces, especialmente en la niñez, en los libros de
historia, en las páginas de la revista Charoná, en el monumento a “Los últimos Charrúas” que una vez en Primaria
visité con mis compañeros de clase, en el Prado, y nunca más olvidé. Guyunusa.
Empiezo a escarbar informalmente en su historia, pero me dice que proviene de
Argentina, no podría ser Guyunusa. Es verdad, en Argentina hay una mayor
población indígena, por lo que el mestizaje está mucho más difundido. Lo dice
Sábato casi al comienzo de su Sobre
héroes y tumbas al describir a Alejandra: “[…] ese tipo de rostros es
frecuente en los países sudamericanos, cuando el color y los rasgos de un
blanco se combinan con los pómulos y los ojos mongólicos del indio. Y aquellos
ojos hondos y ansiosos, aquella gran boca desdeñosa, aquella mezcla de
sentimientos y pasiones contradictorias que se sospechaban en sus rasgos (de
ansiedad y de fastidio, de violencia y de una suerte de distraimiento, de
sensualidad casi feroz y de una especie de asco por algo muy general y
profundo), todo confería a su expresión un carácter que no se podía olvidar”.
Por eso su rostro me había parecido familiar desde que entró en la pieza. Sus
rasgos nos han acompañado desde siempre, porque forman parte de nuestra
historia. Le pregunto si es posible que rastree su historia. Pero al parecer,
Estela, al igual que Rebeca, es huérfana. Su padre, hijo de un indígena, fue
desaparecido en la dictadura argentina, y su madre al morir, la había dejado
anclada a un colegio de monjas. Poco podía hacer para volver a su pasado y
rastrear a sus antepasados en esa tierra de fantasmas que era su pasado. La
razón por la que está en Uruguay, ya me dispondré a conocerla. Ella hoy no me
la cuenta.
Prosigo con el primer
amor de Rebeca: Pietro Crespi, el luthier traído por los Buendía de Italia para
armarles la pianola importada y enseñarles a la familia a usarla y a bailar a
su compás. Se sonríen las mujeres ante la ilusión que flota sobre las escenas,
la carta de amor entregada a Rebeca por una enviada, y la reincidencia de ésta
en la ingesta de cal y tierra, provocada por la ansiedad de esperar, sin saber
hasta cuándo ni dónde, el reencuentro con el amado. Les propongo que escriban
sobre un gran amor. Verónica, de improviso, comienza a hablar. Hay un hombre al
que siempre ha amado, al que hace años que no ve, pero que si pudiera, hoy
mismo abandonaría todo por él. Es “el que me hizo mujer, capaz por eso”. El primer hombre… Estela alza las cejas con
picardía pero no participa… No quiere enredarse en conversaciones sobre amores.
Verónica sigue contándome que su marido actual está preso. Lo agarraron por
pasar una noche con otra. Es decir... en esa casa desconocida, con la mujer desconocida,
cayó la policía y se lo llevó, habiendo confirmado su conexión con el tráfico
de drogas. “Si hubiera estado conmigo y sus hijos, como corresponde, no lo
habrían agarrado” dice. Después sigue contándome que igualmente ella viaja
todos los domingos a la cárcel a llevarle a los hijos para que lo vean. En ese
momento Estela toma una clara posición en lo que respecta a su lenguaje
corporal. Sigue en su sillita, pero nos da la espalda, apoyándose con un codo
en la mesa y con todo su torso y rostro dirigidos a la puerta. Es contundente.
Entonces Verónica la mira y me dice sonriendo incómodamente que Estela piensa
que no debería visitarlo en la cárcel. “Si sos cornuda, no tenés por qué hacer
el esfuerzo que hacés, de llevarle a tus hijos y encima ropa y comida”. Pero
Verónica me dice que es lo correcto. Además, la vida del marido corre peligro.
Cualquier día puede ser su último. Es que la mujer con la que lo encontró la
policía es la mujer de otro recluso, muy peligroso. Hace un par de semanas que
en la cárcel se corrió la voz de que el marido de Verónica se acostó con la
mujer de aquél. “Se la tienen jurada” dice Estela, volviéndose hacia mí
bruscamente, de repente interesada en la charla; “no va a durar mucho, porque
rompió las reglas de la cárcel. La mujer de un preso es intocable, todos lo
saben, ése es un código de la cárcel. Acá todas lo sabemos, porque la mayoría
de nosotras estamos en la calle por tener a nuestros maridos presos”. Y así me
introduce a una nueva realidad, que el año pasado no había llegado a percibir. “La mayoría de nosotras…” La delincuencia forma parte de su mundo cotidiano. Es causa y consecuencia.
Se me acaba el tiempo.
Voy con ellas hasta la oficina para que les entreguen sus flamantes cuadernos.
Les digo que allí pueden escribir de todo: un remedio casero que recuerden de
la infancia, como la miga de pan y la telaraña –se ríen-, el primer amor, o una
fantasía macabra que las libere de las ganas de hacer algo malo –nuevamente se
ríen. Hasta la semana que viene. Me voy como un rayo, rápida y luminosa. Me voy
contenta.
Helena, ¡tenés que seguir esta novela! Cada día escribís mejor. Es fántástica la forma de crear atmósferas y personajes; mundos internos,psicologías, actitudes. Todo está ahí, que yo lo sepa teóricamente, que pueda reconocerlo en clase (el darse vuelta, el cruzarse de brazos, el inclinarse hacia adelante, cada clave del lenguaje corporal...) pero vos lo ponés en palabras en forma increíble. Prometeme que la vas a seguir. Al menos dejarme ser tu editora "virtual" :D Nada es casualidad... Algo hizo que me dieras, allá por el 84, a tus 15 años, mis 22, tu primera "novela." Y yo, que solo pensaba en alumnos que aprendieran Shakespeare, Byron, Elliot... hoy guardo sin colgar un título de editora. No, Helena, no fue casualidad. Estábamos destinadas. ¡Escribí, Helena, escribí! Aunque nunca tenga dinero para editarte, ¡escribí! Es parte de tu destino, como el mío. ¡Bravo, amiga!
ResponderEliminarAdhiero totalmente a la Prof. Mónica Pérez, y desde ya me declaro socia solidaria ante cualquier inversión de edición de ella crea necesaria... Helcia tenés que escribir... por favor!
ResponderEliminarTenés que escribir una novela larga... con muchos personajes, muchas historias paralelas... eso que dice Mónica, creás un escenario como por arte de magia, y yo como lectora, sentada en la otra punta de la mesa... te miraba a vos, miraba a Estela, a Verónica y de vuelta a vos... y me imaginaba a Rebeca cerrando los ojos (me la imaginaba como la imaginé yo cuando leí Cien años... y la imaginé ahora, como vos me la mostrabas)
Disfruté mucho... pero me sentí frustraba porque terminó el taller... y con él la historia... y me desperté nuevamente y me di cuenta que no estaba leyendo una novela larga... era tu cuento y te vuelvo a decir... me debés otro... PORFI!
Ah! perdón... el comentario anterior era mío: Ma. Fernanda Alvarez alias Fer
ResponderEliminarQué divinas estas lectoras!!!!! Las quiero mucho!!!!
ResponderEliminarFascinante! Hele sos la uno! ja ja. Ya tenés editoras, así que seré la presidenta de tu club de fans ¿Ta?
ResponderEliminarJajajajaja, qué divino, soñemos que es gratis!!!
ResponderEliminar