Palabras y más palabras... en busca de mi propia palabra

Comparto uno de los cuentos que conformaron mi contribución al proyecto sobre jóvenes LGBT y VIH financiado por ONUSIDA. La idea de contribuir al proyecto con cuentos basados en las entrevistas tiene que ver con la posibilidad de alcanzar un público más amplio que el interesado en estadísticas y análisis de encuestas, para de alguna manera influir en la visión que de estos grupos se tiene desde el prejuicio. Un cuento nos permite entrar con el personaje en su intimidad, verlo en su cuarto, llorando o soñando, y da lugar a una reflexión sobre el valor y riqueza de una vida diferente a la del lector. Los dejo con el cuento, que se titula "Palabras y más palabras... en busca de mi propia palabra".


Una vez escuché en una entrevista en la tele que le hacían a una actriz trans, que ella no se consideraba homosexual, sino hetero. Olvidé quién era la actriz porque hace ya mucho tiempo, yo era casi una niña que miraba la tele peinando con un cepillo el pelo esplendoroso de una de las barbies de mi hermana, pero sé que dijo eso, y eso no lo olvidé jamás. Es más, tengo la certeza de que esa frase, dondequiera que esté esa bendita actriz que jamás lo sabrá, salvó mi vida. No me refiero al suicidio, ni a una conversión religiosa, esas cosas que la gente se imagina cuando alguien habla de salvación; estoy hablando del valor que me doy a mí misma, y eso es, verdaderamente, muy importante. Claro que debe de sonar raro que les diga que una aclaración de palabras, “homo” y “hetero” pueda salvar la vida de alguien. De hecho, cuando estudiaba inglés me enseñaron una rima que decía “Sticks and stones may break my bones but words will never hurt me” (“Palos y piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me lastimarán”), es decir, lo único que puede tener consecuencias son los actos físicos, pero las palabras no pueden ser de verdadera trascendencia. Me opongo. Desde el momento en que somos humanos, las palabras nos acompañan hasta en nuestros sueños, nos definen, nos matan o nos salvan. Y les voy a contar cómo me ocurrió esto a mí.
El sentirme extraña, no sólo dentro de mi cuerpo, sino en la forma en que me trataban las demás personas, es algo que he experimentado desde que tengo memoria. Recuerdo que a la edad de siete u ocho años me metía en el cuarto de mi hermana para jugar con su casita de muñecas, pero cuando ella llegaba, casi siempre con amigas (ella ya tenía doce años y tenía mayor libertad para ir y venir a su antojo), me encontraban en el cuarto en el medio de una de mis historias imaginarias entre las muñecas y no podían sofocar sus risitas nerviosas ni disimular esos codazos que se daban para dirigir las miradas de unas y otras hacia mí. Yo las intentaba saludar con naturalidad, no entendía qué tanto había de gracioso en verme dentro del cuarto de mi hermana, y hubiera deseado de todo corazón que alguna de ellas se acercara para jugar conmigo, darme una idea en el desenlace de esas historias que siempre eran acerca de princesas deprimidas, encerradas en su habitación, o agarrar una de las muñecas y darle vida con sus propias manos o voz. Pero nunca, nunca, lo hicieron. Simplemente esa risita que poco a poco fue antojándoseme infame, esas miradas estúpidas, y alejarse, hacia otra habitación, lejos de mí.
Mi hermana, sin embargo, no olvidaba, como sus amigas, una vez que se alejaba. Tan es así que un día, estando sola, entró en su cuarto que yo constantemente ocupaba para revisar su guardarropa y peinar a sus muñecas, se sentó en el suelo a mi lado, me tomó las manos mirándome a los ojos con la mayor seriedad y me dijo: “Prometeme que nunca, nunca, vas a ser homosexual”. Yo no tenía idea de lo que significaba la palabra. Nuevamente, una palabra que me era impuesta, como un bozal, como una cadena, y yo sin saber qué responder. Lo único que sentía era la imperiosa necesidad de hacer lo que mi hermana me pedía, decirle que sí aunque no estuviera segura de lo que significaba, porque sus ojos me hablaban de que se trataba de un asunto de vida o muerte. “¡Claro!” le dije, con una seguridad que tomé de cualquier lado, menos de mi corazón.
Con el tiempo comprendí, entre el bombardeo de la tele y las burlas que paulatinamente, a medida que iba creciendo, iban conmigo creciendo por parte de mis amigos, lo que significaba la palabra. No me identificó. No entendí por qué mi hermana podría haberme pedido que le prometiera eso.
Homosexual significaba, según lo entendí, masculino atraído por lo masculino, femenino atraído por lo femenino. Yo había hecho buenas migas con una vecinita, y ella cuando jugábamos en el jardín de casa traía una vajilla de té de juguete, divina, en la que servíamos jugolín de manzana, que tiene un color muy parecido al té, y galletitas improvisadas a partir de las hojas secas que encontrábamos tiradas. Jugábamos a las señoras, y ella me había bautizado “Maruja”, como una amiga de su mamá que venía a tomar el té a su casa, pero con vajilla de grandes y de porcelana, por supuesto. Entonces mi amiguita me decía “Maruja, qué rico le quedó el té”, y yo le contestaba “Muchas gracias, querida”. En otros momentos, ella me contaba en secreto que Fabián, el vecinito de la otra cuadra a veces quería jugar con ella a los esposos y le daba besos en la boca. Pero a mí nunca se me habría ocurrido jugar con ella a los esposos, porque yo era Maruja, y ella mi vecina, y ninguna de las dos habría querido hacer el papel de marido, y menos se me habría ocurrido darle un beso en la boca. El único mundo sexual que yo podía conocer (si es que “homosexual”, como es una palabra terminada con “sexual”, estaba relacionado a eso) era el de mis juegos. Y en mis juegos yo era Maruja, y jamás me habría besado con mi vecinita; además, cuando jugaba en el cuarto de mi hermana, como ella sólo tenía muñecas nenas, yo tenía que improvisar osos de peluche para que hicieran de hombre. Los acostaba juntos, a la muñeca y el peluche, los hacía besarse, y a veces a ella hasta le sacaba la ropa, como veían en las películas, pero al oso no podía sacarle nada porque era peludo y ya no necesitaba ropa. Toda una desilusión, porque me hubiera gustado mucho desvestirlo prenda a prenda.
Homosexual significaba que a alguien le gustaría otra persona de su mismo sexo, pero que el órgano sexual que posee y lo define como de un determinado sexo es su instrumento, con el que se siente identificado y feliz. A mí nunca me ocurrió así. Fui conciente de eso el día en que, ya mayor, mi hermano, con quien siempre he tenido una relación muy estrecha, actuó conmigo con una familiaridad que habíamos perdido desde que yo era un bebé. Mi hermano me lleva diez años, y cuando mis padres estaban trabajando o salían, él se quedaba conmigo e incluso me cambiaba los pañales. Cuando fui creciendo me decía cosas que me daban mucha risa cuando me acompañaba al baño, como “¡qué olor a culo!”, o “secate la pija después de hacer pichí!”. Yo me reía a carcajadas, como hacen los niños chiquitos a esa edad, esa risa que parece una cascada de cascabeles brotando de su boca. Muchos años después, cuando ya le había contado a mi hermano –no podía ocultárselo a él- mi atracción hacia los hombres, él, con su confianza de siempre, buscando tal vez hacer menos dura la situación y arrancarme una vez más la cascada de cascabeles, me tocó simpáticamente la zona de mi pene; fue un segundo, fue un roce, un sacudón como cuando uno le hace una caricia en los rizos de la cabeza a un niño, y al hacerlo dijo “¿y ya te han tocado ahí?”, riendo. Yo entendí la intención. Era mi hermano, el de siempre, el que me decía “qué olor a culo”, el que me corría amenazándome con una alpargata por toda la casa, el que siempre provocó mis mejores risas. Pero para cuando yo le hablé de mi atracción hacia los chicos, la idea no era presentarme a mi hermano como un varón orgulloso de su pene y deseoso de ser exhibido ante otros varones, sino que me comprendiera como una chica. Pero él no entendió. Habría sido muy difícil que lo entendiera. Mi hermano me amaba, y lo que atinó a hacer para suavizar mi tensión fue tratarme como me había tratado siempre, como un hermano varón. Pero no me gustó, porque mi yo, escondido en mi cáscara de varón, le gritaba a mi hermano, no que me gustaban los varones, que eso no era el punto, sino que gritaba, sin saber con qué palabras ponerlo: “¡Oíme, por favor, están todos equivocados, soy una chica!”. Pero cómo iba a comprenderlo mi hermano, mi pobre hermano con sólo veinticuatro años de edad… Necesitaría una madurez mucho mayor para entenderme, y por eso lo comprendo y no lo condeno. Pero me hubiera gustado que no me viera como un “homosexual”, sino como una chica. Si me hubiera visto como una chica, nunca se hubiera atrevido a rozarme mis partes íntimas en un manotazo brutal y cómico como, dicen, se atacan entre varones cuando a alguno “le hacen la morta”. Nunca se lo hubiera hecho a mi hermana, pero a mí sí, porque me considera un par. ¿Sería posible que un día él me viera como ve a mi hermana? ¿Sería yo un bicho raro exigiendo algo imposible?
Lo que más me dolía era mi guardarropa. Que mamá llegara de hacer compras con una sonrisa diciéndome: “Mirá lo que te compré, a ver si te queda”, y descubrir que era un vaquero con corte masculino era muy frustrante. Mi mamá hace mucho tiempo que sabe cómo me siento, pero es incapaz de plegarse a mi espíritu y parece que lo único que sabe ver es mi exterior. Para fechas especiales me regala perfumes de hombre, cremas de afeitar o desodorantes Axe; ignoro si lo hace porque aún no entiende, o porque cuando va a elegir el regalo se niega rotundamente a aceptar que a su hijo menor le tenga que comprar cosas de nena. Nunca me animé a decírselo directamente. Sueño, a veces, con enfrentarla y decirle “Mamá, olvidate de tu hijo, no soy varón, parezco varón, pero en mi interior soy como vos, ¿por qué no me regalás algo que a vos a tu edad te habría encantado?”. Pero no me atrevo. Todavía no me atrevo. Lo cierto es que cada vez que abría mi ropero para ver camisas anchas y vaqueros de corte masculino me sobrevenía una náusea que se terminaba de desvanecer en una tristeza profunda, como si el cielo se hubiera llenado de nubes oscuras anunciando la lluvia.
Cuando me compraba alguna indumentaria femenina, mi madre me miraba de reojo y no me decía nada, mientras que mi hermana opinaba “¿Qué te pusiste?” aunque no resistía la tentación un minuto más tarde de comentar lo lindo que era, y si podía prestárselo algún día. Era una eterna fluctuación, entonces, entre el “qué te pusiste” que se le dice a un varón desubicado, y la charla cómplice entre hermanas que se intercambian la ropa. Me hubiera gustado mucho continuar con esta última, pero a ella no se le hacía posible, como si no pudiera dejar de ver, tras un velo en sus ojos, a su hermanito, como si nunca pudiera concebirme como una hermanita.
Entonces me decidí irme a vivir sola. Eso cambió bastante, aunque no fue de inmediato. Lo más hermoso al comienzo fue, justamente, el guardarropa. Desplegar sobre la cama cosas nuevas que me compraba o que mis amigas me prestaban, y sin tener que ocultarlas o, con un salto en el corazón, ver entrar a mi hermana de improviso y reconocer el escándalo en sus ojos. Pero algo faltaba. Y era corregir la palabra “homosexual”. Imaginaba a mi madre explicándole a sus amigas que yo me había ido de la casa porque era homosexual. Me imaginaba a mi hermana pensando que había traicionado mi antigua promesa porque finalmente me había transformado en homosexual. No era que condenara a un estilo de vida homosexual, era que yo no me sentía identificada.
Hasta el día que en facebook un amigo colgó un video de youtube. Era un fragmento de una película vieja donde trabajaba una actriz cuya cara me sonaba conocida. Aparecía cantando en una escena sensual en la que seducía a un hombre sin mirarlo ni tocarlo, simplemente por lo aterciopelado de su voz y sus movimientos gatunos. “Un clásico” ponía mi amigo como introducción al video. Lo miré varias veces intentando ubicar su rostro. Hasta que me di cuenta, como si un rayo me hubiera fulminado de pronto. Era aquella actriz trans, que en mi niñez había escuchado decir que no se consideraba homosexual, sino hetero. Entendí entonces que yo era libre de definir quién era yo. Me autocomprendí como una mujer que había nacido en un cuerpo que se había convertido en mi destino, pero que no cambiaba el hecho de que yo me autocomprendiera mujer. No traicionaba a mi hermana en la promesa; no era alguien “raro” por sentirme incómoda con mis genitales, no era impropio llenar mi guardarropa de minifaldas y lentejuelas y tops ajustados, no era contra la naturaleza haber comenzado a tomar hormonas para suavizar los contornos musculares y ubicar las grasas donde femeninamente se espera que estén. Porque yo soy una mujer que está buscando su más auténtica expresión en su cuerpo. Tampoco diría de mí misma que soy “hetero”. Nunca me gustaron los carteles y no pienso embanderarme con uno. Pero esta frase de la valiente actriz me mostró que puedo buscar libremente, dentro de mí misma, la palabra que un día logrará definirme. Todavía no la he encontrado. Pienso seguir buscando. Y no permitiré que nadie que no sea yo misma la encuentre por mí.

Comentarios

  1. Genial, me gusto, cada uno busca su propio destino, esta vida es corta y nuestra obligación es ser feliz, por que lo único nuestro es nuestra vida y hay una sola, porque nadie vino del otro mundo a para asegurarnos que podemos ser feliz en el otro mundo.

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